La necesidad de redefinir el alcance de nuestro marco constitucional.

La posibilidad de que el Presidente de la Nación echara mano de la facultad de excepción prevista en el art. 99 inc. 19 CN para nombrar en comisión a dos ministros de la Corte Suprema de la Nación como finalmente ocurrió abrió una grieta entre constitucionalistas sobre la legalidad de la medida o el alcance del artículo constitucional[1]. En cambio, mucho menos controversia generó su legitimidad. Existe cierto consenso de que la decisión, de escasos antecedentes en nuestro país (el último para esa categoría de magistrados data de principios del siglo XX), quebró las reglas del juego político al vulnerar las normas que regulan el procedimiento de designación de un cargo de esa relevancia el cual, como sabemos, requiere de la conformidad de una mayoría agravada en el Senado (conf. 99 inc. 4 CN).

A pesar de ello, esta última cuestión ha sido puesta en un segundo plano como si se tratara de una problemática menor o ajena al marco de nuestra Constitución. Mi intención es demostrar lo contrario. Más allá de toda discusión en torno a la interpretación del art. 99 inc. 19 CN o sus antecedentes locales o comparados, estoy dispuesto a sostener que nuestro “marco” constitucional es más amplio y complejo de lo que estamos acostumbrados a pensar. La medida adoptada por el Presidente supone una grave afectación de nuestras reglas constitucionales, aunque no necesariamente dicha trasgresión habilite la intervención de los órganos jurisdiccionales.

Para que se entienda. No es que lo descarte, pero a los fines de este trabajo, no estoy interesado en discutirlo. En otras palabras, aun cuando fueran acertadas las lecturas constitucionales que defienden la legalidad de la medida, la designación en comisión de jueces para integrar nuestro máximo tribunal podría ser reputada de “anti constitucional”. Por lo menos, en la forma en que ha sido ejercida. Controvierte importantes compromisos políticos alcanzados en torno a la forma en que deben designarse a los integrantes de ese órgano. Sin embargo, a los fines de defender este enfoque y no ser tachado de incoherente (o de algo peor), después de todo estoy sosteniendo que una conducta puede ser legal y al mismo tiempo no constitucional, necesito replantear la noción qué hemos concebido acerca de lo qué es una Constitución o, más precisamente, acerca de cómo funciona una práctica constitucional. Al menos, una exitosa.

Los abogados estamos acostumbrados a pensar la Constitución en términos legales o a concebirla como un dispositivo de reglas jurídicas. Discutimos el alcance del texto constitucional, sus antecedentes y la forma en que es interpretado, principalmente, por los tribunales. Y en parte es razonable que así sea. Después de todo estamos formados para estudiar esa práctica y para poder diferenciarla de otras. Sin embargo, una cosa es que el campo jurídico sea nuestro campo de estudio habitual y otra, muy distinta, es creer que realmente una constitución o una práctica constitucional funciona de esa forma.

Como cualquier práctica social una práctica constitucional está atravesada por un conjunto de reglas de distinta naturaleza y sólo su convergencia armónica asegura un funcionamiento adecuado. Si solo nos circunscribimos a una evaluación formalista del texto constitucional probablemente perdamos de vista el valor que emana de otras normas, como son las reglas de carácter moral o político que los propios participantes de la práctica desarrollan al aplicarlo o participar del juego democrático (“convenciones”). Estas reglas contribuyen decisivamente a complementar el texto y dotarlo de sentido.

Aquello que estoy planteando no tiene nada de novedoso. Cualquiera que se haya desempeña en el comercio sabe perfectamente que, amén de la letra de los contratos, existe un sinnúmero de reglas que los agentes desarrollan para lograr mayor seguridad en sus intercambios o transacciones. En especial, en aquellos vínculos extendidos en el tiempo. Pero, además, como ha señalado Hardin (1989), ese elemento convencional se acentúa en los modelos constitucionales. Tanto por el lenguaje que emplea el texto el cual forzosamente deja numerosos espacios por completar (¿entra el juez en la categoría de “empleos” del art. 99 19 inc. CN?, ¿puede llenarse una vacante producida fuera del receso? ¿cuánto dura el mandato de un funcionario designado en comisión?) como por el rol que le asignamos a ella. La Constitución opera como “la regla de las reglas” que dota de legalidad y legitimidad todo el resto del ordenamiento. Por ello, para evitar que el texto se vuelva un documento meramente formal o que pierda respaldo social precisamos que los agentes se sientan interpelados o atados a ella. No sólo en virtud de un acuerdo de voluntades (el contrato social) sino, por un vínculo silencioso mucho más profundo en virtud del cual asuman que estarán en una mejor posición con ella.

El uso impropio de la norma constitucional o la lógica “ventajista” del gato que sentado en el parque mira desafiante delante del cartel que prohíbe la circulación de perros es aversiva a ese objetivo para construir con éxito una práctica constitucional. Genera desconfianza y desaprensión hacia esas reglas fundacionales. El documento constitucional deja de ser un instrumento de reverencia y cohesión social para transformarse en un mecanismo de aprovechamiento o disputa facciosa.

 

Cosas que hacemos de acuerdo sin llegar a un acuerdo.

El componente convencional de las reglas nos enfrenta con un escenario de mayor amplitud y complejidad. Ya no alcanza con evaluar los antecedentes normativos o los precedentes judiciales. Cuando nos encontramos una regla convencional estamos frente a una práctica política sostenida en el tiempo con criterio normativo, es decir, una regla que opera con un sentido obligacional o autoritativo para los participantes de la práctica. El problema es que muchas veces esta regla convencional ni está enunciada ni tiene un origen claro. Sencillamente como lo ha remarcado el profesor Atiyah (1982), “las personas a menudo hacen cosas de acuerdo sin necesariamente llegar a un acuerdo”. De hecho, en ocasiones solo tomamos conciencia de la regla cuando alguien la quiebra (McLean, 2013). Hasta entonces naturalizamos su aplicación.

Si nos remitimos a la historia de Estados Unidos de América, una comunidad que tiene un largo historial en el campo constitucional, nos vamos a encontrar con numerosas reglas de este tipo. Quizás, muchas más de lo que suele estudiarse. Por ejemplo, desde que el primer Presidente de EEUU, el General George Washington, se retirara de la vida política a su finca de Mount Vernon (Virginia) después de su segundo mandato (1797), ningún presidente consideró la posibilidad de presentarse para un tercero. No porque mediara una prohibición legal en el texto constitucional norteamericano sino, simplemente, porque era una conducta social o políticamente vedada. Por ello cuando más de cien años después un Presidente finalmente lo hizo, aunque en un marco excepcional como el contexto la Segunda Guerra Mundial (1940), se aprobó (1947) una enmienda constitucional (vigesimosegunda) que legalizó una prohibición que ya estaba vigente (quedó ratificada en 1951). De la misma forma, cuando ese mismo Presidente en el pico de su popularidad y enfrentado con la Corte Suprema de su país intentó influir en su integración modificando el número de miembros (1937) encontró abierta resistencia del Congreso incluso entre los miembros de su partido. Quedó en evidencia que, aunque nunca había sido acordado, la norma que determinaba el número de miembros de la SCOTUS no era cualquier regla del sistema jurídico. Formaba parte de la Constitución a pesar de que ninguna norma del texto legal lo había instituido. Al día de hoy el número de miembros de ese tribunal se rige por la misma norma que pretendió modificarse (la Circuit Judges Act de 1869).

Pero, el tema es aún más complejo. Parte de esas prácticas con el tiempo pueden adquirir estatus legal o ser adoptadas por los tribunales como pautas interpretativas para evaluar el alcance de las normas constitucionales. La decisión de Jefferson de no desperdiciar la posibilidad de comprar Luisiana a los franceses y duplicar el territorio de ese momento (1803), desconociendo los consejos legales que le sugerían buscar una reforma constitucional ante la laguna existente en el texto constitucional, originó una práctica para la anexión de territorio que más tarde fue receptada por la SCOTUS en la doctrina de “adquisición/anexión de territorio” (aquisition territory)[2]. Numerosos precedentes de ese tribunal también incorporan el análisis de las prácticas políticas para decidir temas sociales divisivos como el alcance de las facultades presidenciales o la existencia de derechos no reconocidos en el texto constitucional[3]. El conocido estándar de “deeply rooted” (profundamente enraizado) no es otra cosa que la decisión de tomar una práctica y asignarle valor legal[4].

En nuestro país no es sencillo encontrar ese tipo de reglas o comportamientos. En gran medida porque es conocida nuestra aversión al cumplimento de normas y nuestra tendencia a la disrupción institucional. Una convención por encima de todo precisa de tiempo, es decir, de un comportamiento continuado en el tiempo que opere con sentido obligacional para los involucrados en la práctica. Pero, además para que esa práctica adquiera un estatus constitucional debe recaer sobre algún aspecto relevante del funcionamiento de los órganos públicos y ser compatible con los fines que propende un sistema constitucional como límite al ejercicio de poder público. De lo contrario, estaremos en presencia de una convención, sólo que no de carácter constitucional.  Una comunidad que de sus últimos cien años treinta fueron de gobiernos de facto sin contar las proscripciones o persecuciones a opositores durante gobiernos constitucionales presenta gran dificultad para desarrollar este tipo de reglas cooperativas. Ello tal vez explique por qué tantas veces quienes enseñamos derecho constitucional nos sentimos explicando derecho romano. Pero aun con todas estas dificultades a cuestas, en lo que hace a la designación de magistrados en la CSJN hay razones para pensar que estamos ante una excepción. El procedimiento de designación de esos jueces estaría protegido por una regla convencional que, curiosamente, operaría en sentido contrario al sostenido por el Presidente.

 

Una práctica más esquiva de lo anunciado.

El Decreto 137/2025 dedicó buena parte de sus considerandos a enumerar los antecedentes de la práctica de designación de jueces en comisión para intentar demostrar un alineamiento entre la norma constitucional y la praxis política. Por ello refiere a la existencia de “una práctica constitucional sostenida por más 171 años por todos los actores institucionales intervinientes en la dinámica de los nombramientos realizados en comisión”. El problema es que la mayor parte de las referencias aplican a designaciones de jueces inferiores y tuvieron lugar antes de la reforma de 1994 la cual no sólo modificó el procedimiento de designación para jueces de esa categoría sino también pareciera haber prohibido ese mecanismo de nombramiento para ellos o, por lo menos, es controvertido que esté permitido[5]. De hecho, no hubo ningún nombramiento en comisión desde entonces (salvo por el intento del Presidente Mauricio Macri al que me referiré en breve). Ni siquiera en el intervalo de tres años con los que contó el ex Presidente Carlos Menem desde la sanción de la Constitución (1994) hasta la sanción de la ley que creó el Consejo de la Magistratura (1997). Es decir, de seguir este razonamiento tendríamos que concluir que mientras esa vía no estaría habilitada para jueces inferiores si lo estaría para jueces de la CSJN cuyo último antecedente tuvo lugar en 1910 cuando fuera ejercida por el Presidente Figueroa Alcorta para nombrar al Dr. Dámaso Emeterio Palacio[6].

Pero además el último intento de forzar los nombramientos por esa vía (2015), puso al entonces Presidente frente a una grave crisis política que lo llevó a volver a sus pasos. Incluso cuando esa facultad había sido ejercida en un sentido más alineado con la norma constitucional[7]. Tal cual notó el profesor Guillermo Jensen (aunque para defender la constitucionalidad de la práctica de designaciones), el rechazo al Decreto 83/2015 dictado por ex Presidente Macri “fue político no jurídico”[8]. Ante la reacción que provocó el nombramiento en comisión, el ex Presidente decidió someter los pliegos de los candidatos a la aprobación del Senado y archivar el plan de designarlos por ese mecanismo de excepción. Todo ello sugeriría que los actores políticos, quizás sin saberlo, compartían un compromiso que esa decisión quebrantó. Y en parte hay razones que lo explican.

Después de la experiencia de los ´90 en que el ex Presidente Menem consiguió aquello que 45 años antes se le había negado a Roosevelt (armar una Corte Suprema a medida junto con otros polémicos nobramientos de jueces federales como los célebres “jueces de la servilleta”) medió un serio compromiso de las fuerzas políticas por reforzar el mecanismo de designación de los integrantes del Poder Judicial, en especial, de los ministros de la CSJN, buscando evitar que allí pudieran llegar personas que no ostentaran un amplio consenso político[9]. Primero, ello se volcó en la reforma constitucional que agravó las mayorías necesarias para el nombramiento de ministros (99 inc. 4 CN). Pero luego también se amplió con otros compromisos institucionales como el Decreto 222/2003 que da mayor transparencia al procedimiento de designación. De hecho, desde entonces, toda vez que un candidato fue considerado excesivamente partidario o no apto para el puesto su pliego no obtuvo el aval. Todo esta “experiencia empírica” como lo sugirió recientemente el propio ex Presidente Macri a través de redes abonaría la hipótesis de la regla convencional sugerida. Quizás podríamos imaginar algún supuesto de excepción en que el ejercicio de esta facultad fuera razonable (ej. la acefalía completa de la CSJN y la imperiosa necesidad de cubrir las vacantes para evitar su paralización) pero está claro que nada tiene que ver con este caso en que se intenta sortear a la competencia del Senado ante su reticencia para brindar conformidad a los candidatos propuestos.

Por su puesto, alguien podría insistir con que el artículo constitucional que confiere facultades al Presidente para designar jueces en comisión no fue derogado por la reforma de 1994 y que, por lo tanto, la circunstancia que nadie la haya empleado desde entonces no nos habilita a hacerlo ni a cuestionar la práctica construida a su alrededor. Este argumento enfrenta una serie de inconvenientes. El primero es que el artículo no refiere específicamente a jueces, sino a “las vacantes de los empleos, que requieran el acuerdo del Senado”. Es decir, existe toda otra categoría de funcionarios que requieren conformidad del Senado (embajadores, cónsules, cargos militares) en relación a los cuales la facultad presidencial ha sido ejercida sin mayores contratiempos, entre otras razones, porque actúan bajo la órbita del Poder Ejecutivo y no precisan de independencia para actuar (conf. art. 110 CN). De hecho, el Presidente puede proceder a removerlos, algo impensado para los miembros del Poder Judicial.

Pero aún cuando fuera más claro que el artículo comprende a jueces (ya sea a luz de los antecedentes de la norma o de una mirada comparativa con la Constitución de EEUU), también podríamos tener razones para dudar de su aplicación local. Por ejemplo, nadie se espanta porque jamás hayamos exigido a cada senador, ministro de la CSJN o candidato presidencial que acredite “una renta anual de dos mil pesos fuertes o de una entrada equivalente” como demanda el art. 55 CN el cual tampoco ha sido derogado por la reforma constitucional de 1994. Le pido al lector que me conceda que, a los fines de este razonamiento, el monto requerido (dos mil pesos fuertes o renta equivalente) es una obligación de valor y no nominal y que mediante algún criterio razonable podamos llegar a actualizar ese valor. De todas formas, no creo que ningún candidato tenga problemas para acreditarlos. Pero ese es otro cantar.

Como sabemos ese artículo constitucional nunca se aplicó o si se hizo lo fue durante muy poco tiempo. Ahora imaginemos que su aplicación hubiera sido más extensa, es decir, que en algunos periodos de nuestra historia hubiéramos empleado esta horrible regulación cuyo sesgo es bastante incompatible con un sistema republicano de gobierno. Supongamos que en algún punto de esa historia hubiéramos abandonado esa práctica. No por una declaración expresa ni en virtud de una reforma constitucional que derogue el artículo constitucional sino, simplemente, porque los actores políticos dejaron de hacerlo. Supongamos que ello hubiera ocurrido en algún momento inmediato posterior a la Reforma de 1994.

Nos encontramos con el siguiente cuadro de situación. Tenemos un artículo vivito y coleando en el texto constitucional pero una práctica que lo controvierte. La cosa se puede poner mejor. Supongamos que en algún momento de estos últimos 30 años en un rapto de “legalidad” se le hubiera ocurrido a un gobierno presentar un proyecto de ley para reglamentarlo o para actualizar el valor de esta norma y exigir solvencia patrimonial a los candidatos que se postulan a esos cargos. Imaginemos que ese proyecto hubiera generado un gran reproche social al punto de que el mismo gobierno que lo propuso decidiera retirarlo o abandonar esa política. Ahora imaginemos que para las próximas elecciones el gobierno actual, previendo una segura derrota a manos del partido opositor y sabiendo que los principales candidatos a ocupar los cargos de senadores tienen escasa capacidad patrimonial, exige la acreditación de solvencia. Soy perfectamente consciente de que el escenario que planteo es muy improbable o remoto, pero solo quiero probar un punto. ¿Cómo deberíamos reconstruir la práctica constitucional? ¿Apelando a los argumentos de Alberdi que expuso en “Bases” o de Gorostiaga en la Convención Constituyente o de Velez Sarfield en el Comité de Revisión? ¿Recostándonos en una práctica que hemos abandonado hace más 30 años? Daría la impresión que lo más razonable es seguir el mismo camino que emprendieron los actores cuando genuinamente o de buena fe interpretaron la regla constitucional.

Este es el argumento que por ejemplo sostuve para defender la práctica de los traslados de jueces al comentar el fallo “Bertuzzi” (CSJN, Fallos: 343:1457)[10]. A diferencia de los jueces en comisión, esa práctica que comenzó a desarrollarse hace más 70 años mantuvo continuidad en el tiempo (el Consejo de la Magistratura dictó normativa para reglamentarlo, se siguieron llevando a cabo traslados en forma más o menos habitual y todos los actores involucrados en la práctica lo aplicaban con cierto nivel de consenso). A pesar de ello, la CSJN que, inicialmente había avalado los traslados de los jueces cuestionados en ejercicio de su rol de superintendencia (Ac. 7/18), sostuvo en un giro argumental copernicano que la práctica era inconstitucional por no estar formalizada en el texto constitucional. Lo curioso del caso es que ninguna de las partes enfrentadas dudaba de la constitucionalidad de la práctica. Los jueces que promovieron la acción cuestionaban la constitucionalidad de las resoluciones del Consejo de la Magistratura a través de las cuales se pretendía aplicar retroactivamente un nuevo reglamento para revocar sus traspasos (Res. CM 183/20 que declara aplicable el reglamento aprobado por Res. CM 270/19) y el Estado la defendía. La CSJN se refugió en el formalismo para escapar de esta discusión.

Nótese que en todos los casos citados (jueces en comisión, traslado de jueces, acreditación de solvencia patrimonial de candidatos) no estoy cuestionando o avalando las reglas porque descrea de su valor moral. Estoy sosteniendo algo más importante. Es nuestra propia práctica constitucional aquella que la respalda o descarta. Soy consciente de que mi argumento suena excesivamente dworkiniano (por ahí mucho más de lo que me gustaría admitir), aunque este Dworkin es más parecido a Burke y Wittgenstein que a Locke y Kant. En el sentido de que está más comprometido con reconstruir la práctica normativa en el sentido más genuino posible o más parecido a como la han entendido sus participantes que en llevar a cabo juicios de valor. Ojo, tampoco me quiero auto engañar ni pretendo engañar al lector. Existe un componente prescriptivo ineludible en toda esta reconstrucción. Por ahí el mismo que señalaba Dworkin al cuestionar la teoría de Hart sobre el concepto del derecho (Dworkin, 1986). Como ya mencioné, una convención constitucional para ser tal debería estar alineada con el rol teleológico o con los fines de una constitución para actuar como limitación o factor de coordinación del poder público. De lo contrario, se vacía de sentido la idea misma de una Constitución (ej. la regla convencional que atribuya al gobernante el manejo del resto de los poderes). Podrá ser una regla constitutiva del sistema político. Pero difícilmente una regla constitucional en sentido fuerte.

 

La hora de la política. 

Uno de los rasgos que comparten los “autoritarismos electorales” o “competitivos” modernos (Lasgart, 2020) es la tendencia a la ruptura de las convenciones constitucionales que durante mucho tiempo han atado o constreñido a gobernantes. Generalmente ello se da con la introducción de enmiendas o reformas constitucionales iliberales o anti republicanas (“constitucionalismo abusivo”) o sencillamente con el abandono de las reglas políticas que sin estar en la Constitución forman parte de ella (Siegel, 2018). Como contrapartida, los tribunales constitucionales se han visto forzados a intervenir estirando sus reglas de competencia para intentar reestablecerlas, pagando un alto costo por ello. Su rol quedó en muchos casos demasiado asociado a un papel ideológico o político que mina su legitimidad. Por ello, la estrategia de judicializar las reglas constitucionales de la política conlleva riesgos. No es que nunca sea necesario, después de todo frente a la inacción de los agentes no quedan muchas opciones (ej. ¿realmente necesitábamos que la CSJN nos advirtiera que las reelecciones indefinidas de los gobernadores son incompatibles con el principio republicano de nuestra constitución?) pero serían preferibles otras alternativas.

El verdadero límite a una transgresión convencional sólo puede provenir de los propios participantes de la práctica. Al igual que no es fácil para un árbitro evitar convalidar un gol de un equipo que viola las reglas del fair play, tampoco es sencillo para el Poder Judicial darnos una respuesta a esta problemática. Eso no significa que las reglas del juego no hayan sido quebrantadas. Solo que, como lo hacía León-O en Los Thundercats cuando empleaba la “espada del augurio”, debemos ser capaces de ver “más allá de lo evidente”. La medida adoptada amerita una urgente revisión. Pero sería aconsejable que provenga del órgano más competente para defenderla. Aquel cuya intervención ha sido sorteada. Por lo menos, si no aspiramos a convertir al Poder Judicial en el importunado árbitro de todos nuestros conflictos políticos. Incluso, de aquellos en que pongan en jaque nuestros compromisos más relevantes.

 

Bibliografía.

Atiyah P.S. (1982), Promises, Moral and Law, Claredon Press.

Bianchi A. B. y Sacristán E. B. (2015), “Los nombramientos en comisión. Diferencias entre la Argentina y los Estados Unidos”, Diario Constitucional y Derechos Humanos, nro. 96, 21.12.2015.

Elfman J. (2022), “El fallo <Bertuzzi> y el traslado de jueces: ¿Una práctica incostitucional?”, en Jurisprudencia Penal de la Corte Suprema de Justicia de la Nación N° 31, Dir. Pitlevnik Leonardo y Muñoz Damián R., Hammurabi, pp. 33-63.

Dworkin R. (1986), Law`s Empire, Harvard University Press, Cambridge MA.

Hardin R. (1989), “Why a Constitution?”, The Federalist Papers and the New Institutionalism, Ed. Bernar Grofman y Danald Wittman, Agathon Press, NY, pp. 100-120.

Lasgart, C. (2020) “Autoritarismo. Historia y problemas de un concepto contemporaneo fundamental”, en Perfiles Latinoamericanos, N° 28, México, pp. 249-371

McLean, J. (2013), “The New Zealand Bill of Rights Act 1990 and Constitutional Propriety”, New Zealand Journal of Public and International Law, vol. 11, p. 19.

Siegel N. (2018), “Political Norms, Constitutional Conventions, and President Donald Trump”, Indiana Law Journal, Vol. 93, 2017, Duke Law School Public Law & Legal Theory Series No. 2018-9.

 

Jonás Elfman

Universidad de Buenos Aires

 

[1] Sólo en este espacio las diferencias fueron expuestas por Sebastián Guidi (https://endisidencia.com/2024/11/no-hay-nada-mas-intencionalista-que-un-textualista-asustado/), Ignacio Arizu (https://endisidencia.com/2024/11/acerca-del-bilardismo-interpretativo/) y Guillermo Jensen (https://endisidencia.com/2024/12/jueces-en-comision-un-tren-que-sale-de-constitucion/)

[2] “Am. Ins. Co. v. Canter”, 26 US -1 Peter- 511 (1828) y “De Lima v. Bidwell”, 182 U.S. 1, 196 (1901).

[3] Tanto en “NRLB v. Noel Canning” (573 U.S. 513 -2014-) como en “Trump v. Hawaii” (No. 17-965, 585 U.S. -2018-) la reconstrucción histórica de la práctica institucional tuvo un peso decisivo en el voto de algunos ministros de la Corte Suprema. En el primero se cuestionaba la designación del Presidente Obama de miembros de la Junta Nacional de Relaciones Laborales (National Labor Relations Board) invocando la cláusula de receso del Senado (Recess Apointment Clause) durante un receso intermitente o parcial de dicha institución. En el segundo, se objetaba la constitucionalidad de las directivas del Presidente Trump que restringían el ingreso de extranjeros de ciertas nacionalidades (países de población mayoritariamente musulmana) invocando razones de seguridad nacional.

[4] Este fue el camino que siguieron los jueces en “Roe vs. Wade” (410 US 113 1973) para reconocer la existencia de un derecho federal a la interrupción voluntaria del embarazo y que más tarde, la mayoría adoptó en “Dobbs vs. Jackson Women´s Health Organizatio” (597 US 2022) para sostener lo contrario.

[5] Según reza la cláusula Decimotercera de las disposiciones transitorias de la reforma “A partir de los trescientos sesenta días de la vigencia de esta reforma los magistrados inferiores solamente podrán ser designados por el procedimiento previsto en la presente Constitución. Hasta entonces se aplicará el sistema vigente con anterioridad”.

[6] Existe un antecedente más cercano en el tiempo pero no creo que sea muy favorable a la interpretación de quienes defienden la constitucionalidad de la práctica; la designación en comisión del Dr. José Francisco Bidau por el Presidente José María Guido en 1962. Guido llegó a la Presidencia en ese año como Presidente provisional del Senado luego del derrocamiento del Presidente Arturo Frondizi a manos de las fuerzas armadas y la designación no respondió al receso del Senado sino al cierre del Congreso (a pesar de que formalmente se lo llamó “receso”) dispuesto por el propio Guido. El Decreto 137/2025 si bien en una primera genérica mención de los Presidentes que ejercieron esta facultad incluye a Guido, no lo menciona cuando hace el recuento de antecedentes específicos de Presidentes que designaron jueces de la CSJN en comisión.

[7] Macri dictó el decreto ni bien comenzó el receso sin haber sometido los pliegos a consideración del Senado. En cambio, Milei dictó el decreto luego de fracasar en su intento para que el Senado aprobara los pliegos a tan solo dos días que terminara el receso y luego de advertir de que si no obtenía el aval optaría por ejercer esta facultad.

[8] Nota al pié 4 trabajo citado.

[9] Creo que este es un factor fundamental a la hora de emprender una interpretación comparativa con EEUU. No sólo la práctica del receso senatorial y nombramiento de jueces en comisión en ese país es distinta (Biachi y Sacristán 2015) sino que, sacando el caso de Roosevelt, históricamente, no han tenido graves inconvenientes con los nombramientos de jueces en términos de cooptación o subversión del órgano jurisdiccional federal a pesar de disponer del mismo mecanismo de selección de nuestro país antes de la reforma de 1994 (selección del Presidente con mayoría simple del Senado). Ello se explicaría porque ese proceso también está protegido por una convención constitucional que lleva a seleccionar jueces probos para el cargo (más allá de su ideología política). El día en que eso se termine o que alguien rompa esa regla (no descarto que sea pronto) es muy probable que como nosotros tengan que pensar en un cambio constitucional formal que agrave las mayorías en el Senado o cambie el mecanismo de selección.

[10] Elfman (2022).

Un comentario

  • Los jueces son empleados a sueldo de la nación por lo tanto entran en la clausula del artículo 75 solo que no puede crear el Congreso ni suprimir las autoridades constitucionales pero sí los cargos y trasladarlos creando o suprimiendo juzgafos creando suprimieron cargos de cámara y cortesanos. El poder es expansiva y la constitución es el límite. todo que la constitución no limite el ppder lo puede hacer porque es acción y no potencia. El Presidente es el Jefe Supremo de la Administración. Entiendo que es el Estado y

    por eso nuestro sistema constitucional es Prresidencialista. Puede nombrar jueces en comisión de cualquier instancia porque ninguna cláusula constitucional lo limita y todo lo demás son interpretaciones o argumentos que no se condicen con la política. la facultad de nombramiento es para evitar el bloqueo legislativo al acuerdo de los candidatos y para llenar las vacantes con personal que cumpla las funciones estatales porque el peor estado es el desorganizado y sin funcionarios. Así lo recomendaba Carl Schmitt cuando hablaba de los poderes del presidente en la Constitución de Weimar. El ejército del poder y la autoridad no es autoritatusmo. Se llama gobernar. Así lo determina la Teoría del Poder Unitario del Presidente. Saludos Profesor Teoría del Estado

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