Cuando la semana pasada comentamos, recién salido del horno, el fallo de la Corte Suprema en el caso Sosa c/Provincia de Santa Cruz, sugeríamos desde el título que la situación suponía un test de institucionalidad. ¿Qué pensábamos en ese momento? Que la Corte tensaba la cuerda y, como expresaron algunos autores, buscaba reforzar su autoridad. Pero manifestábamos algunas dudas acerca del resultado de ese intento basados, sobre todo, en el modo en que la Corte Suprema había realizado esa apuesta, o sea, en los problemas estructurales que la situación planteaba y que entendíamos que el Tribunal había simplificado excesivamente. Pues bien, lo que en los papeles parecía complicado, en la realidad se transformó en una pequeña batalla con los actores (CSJN, Gobierno de la Provincia de Santa Cruz, Gobierno Nacional y Congreso) acusando intentos de golpes de Estado y proponiendo intervenciones federales. Si la Corte quería mover el avispero, es evidente que lo logró y ahora llega el momento de contar las picaduras.
Si Von Clausewitz sostenía aquello de que la guerra era la continuación de la política por otros medios, podríamos decir que las batallas mediáticas actuales responden a ese mismo principio. Es que, como dice el gran John B. Thompson, «la visibilidad mediatizada no es solamente un vehículo a través del cual aspectos de la vida política y social son traídos a la atención de los otros, sino que se ha transformado en el medio principal en que las luchas políticas y sociales son articuladas y llevadas a cabo». Por lo tanto, los medios atestiguan el devenir de la disputa que el caso Sosa disparó y requieren una lectura atenta. Lo que sucede es que después de muchas batallas mediáticas, estamos lejos de entender a los comunicadores como neutrales y ello dificulta entender por dónde pasa el debate. Las apuestas políticas son altas y resulta difícil mantener la ecuanimidad ante tanto maniqueísmo analítico: si se le encuentran defectos a la sentencia de la Corte pareciera que uno está a favor de que no se cumpla. Trascendamos pues esa visión y tratemos de analizar algunas de las cosas que se dijeron por estos días.
¿Cuán legítima es la Corte Suprema?
Marcelo Alegre escribe en el Clarín del domingo que «este desafío a la Corte es autodestructivo para el Gobierno» y enumera dos razones: una, que no le conviene al Gobierno poner en discusión las prácticas institucionales de la Provincia de Santa Cruz durante las últimas dos décadas y, dos, que «esta Corte goza de respeto» y de «amplia legitimidad social» por lo que no le convendría al Gobierno, iniciador del proceso de reforma del Tribunal, dilapidar ese capital en esta disputa. Nos encantaría suscribir lo que dice Alegre pero creo que habrá que esperar el resultado de este proceso para ver si tiene razón. Me parece claro que la Corte Suprema tiene muchísima mayor legitimidad que su antecesora, pero ¿le alcanza para sostener una solución discutible en una cuestión compleja?
Responder a esta pregunta es muy complicado porque no existe un «medidor de legitimidad» confiable. La construcción de legitimidad es un proceso de orden cultural y, como tal, difícil de mensurar. A ello contribuye que tiene múltiples dimensiones a las que es preciso prestar atención: por ej, los americanos distinguen entre el «apoyo específico» a una decisión y el «apoyo difuso» a la Corte como institución. La primera depende de factores coyunturales y es de corto plazo, pero la verdaderamente importante es la segunda porque es justamente la que permite sostener a la institución a pesar del desacuerdo con alguna decisión coyuntural. Las decisiones particulares contribuyen (o no) a la construcción institucional pero ambos son procesos diferenciales. ¿De qué depende la segunda dimensión? De la construcción institucional de largo plazo, que sitúa al Tribunal como un garante de la vigencia constitucional más allá de las disputas políticas coyunturales.
Entonces, ¿estamos en ese punto? Me parece que no y ello obedece a diversas circunstancias. Una de ellas es que los procesos de construcción institucional son lentos y no se le puede pedir a la «nueva» Corte que reconstruya una institución que tenía muchos problemas estructurales de modo inmediato. Ahora bien, si todavía no llegamos, ¿estamos al menos en camino? Aquí habría que realizar un análisis fino acerca de cómo la Corte entiende su propia construcción institucional. Mi sensación (y esto habría que debatirlo y analizarlo mucho) es que el Tribunal ha adoptado un esquema de legitimación de corto plazo, con alto impacto sobre la opinión pública y posicionamiento estratégico frente a los otros poderes. Ello le ha rendido excelentes frutos y hace que la evaluación de Alegre en el artículo describa una realidad, pero ello no la torna inexpugnable, como si lo era, en alguna medida, la Corte americana del «Bush v. Gore». Su perspectiva ha sido más «política» que «institucional» y el olfato del Gobierno le ha indicado que allí se podía golpear. Veremos si tenía o no razón.
Posiciones personales vs. posiciones institucionales
La legitimidad de la Corte Suprema está relacionada con la institucionalización, es decir, con el grado en que su existencia y conducta se encuentra como «dada por supuesta» o parte del sentido común ciudadano. Los autores llaman a esto «legitimidad cultural», pues su incidencia se da en el plano de los esquemas cognitivos, no en el estratégico. La institución es legítima porque ha entrado en el ámbito del status quo de las representaciones sociales y, así, deja de ser discutida como tal. Pues bien, una de las medidas de esta institucionalización es el grado en que la «institución» se separa de sus «miembros». En otras palabras, es la «Corte Suprema» o son Lorenzetti, Zaffaroni, Argibay, etc, etc. Obviamente, siempre van a ser parte y parte, como en los EE.UU. donde las Cortes tienen particularidades y son llamadas por los nombres de sus Presidentes (corte Roberts, actualmente). Pero la línea divisoria va a estar dada por la conciencia de sus Ministros de pertenecer a una institución que los trasciende y a la que deben servir.
Algo de esto se plantea cuando uno lee este reportaje a Zaffaroni en Página 12 y lo cruza con este editorial de Morales Solá en La Nación. Morales Solá hace este relato del proceso de deliberación interna de la Corte Suprema:
«El juez Carlos Fayt propuso que la Corte denunciara penalmente al gobierno santacruceño. El juez Eugenio Zaffaroni, mucho más sensible a las necesidades políticas del kirchnerismo, opinó que el caso debía terminar (y, tal vez, morir) en el Poder Legislativo. En la reunión siguiente de la Corte, el juez Juan Carlos Maqueda sacó de su bolsillo lo que había escrito: la Corte podía reclamar varias medidas para hacer cumplir sus decisiones, entre ellas una intervención federal ordenada por el Poder Legislativo.Zaffaroni se mostró en desacuerdo con el tono del alegato, pero el presidente del cuerpo, Ricardo Lorenzetti, que tiene más cintura política de la habitual en un juez, le entregó a Zaffaroni el borrador de Maqueda para que lo corrigiera en la misma reunión. Los jueces supremos pueden discrepar, pero nunca pierden las buenas formas. Zaffaroni, delante de Maqueda y del resto de los jueces, se limitó a corregir algunas palabras sueltas. La decisión estaba tomada. La resolución fue una síntesis de las propuestas de Fayt y de Maqueda: denuncia penal y traslado del caso al Congreso.»
Pues bien, en el reportaje de Página 12, Zaffaroni guarda las formas y no revela ninguno de estos pormenores pero su discurso defiende la posición que, de acuerdo al relato de Morales Solá, no prevaleció en el acuerdo. Zaffaroni sostiene que no estudió el caso original ya que esto no era necesario pues lo que había era una sentencia que cumplir y que la idea de la sentencia fue buscarle una solución política en el ámbito del Congreso. La mención a que no tomó contacto con el expediente original es cuanto menos curiosa, ya que para evaluar el incumplimiento de Peralta, en un caso como el presente, es necesario dotarlo de mayor sustancia interpretativa que la mera aplicación de una sentencia previa. ¿O habremos vuelto al juez mudo de la época de Montesquieu? Pero lo más notable es que su discurso parece olvidar la solución penal que la sentencia propone y la mención a los artículos de la Constitución referidos a la intervención federal. Pregunto entonces: ¿Zaffaroni habla por él o habla por la Corte? Paradoja: explica el fallo pero desde el prisma desde el cual a él le gustaría que se interprete. Los otros ministros, bien, gracias.
La Corte habla una vez y calla
La dinámica mediática tiene una gran dificultad para la Corte Suprema: ella habla por su sentencia, puede explicarla a través de comunicados de prensa o reportajes a sus Ministros y después, calla. No entra en disputas por los medios (lo cual la preserva de batallas barriobajeras) y eso la sitúa al comienzo de la disputa mediática, pero no en su desarrollo y desenlace. Allí otros hablan por ella, periodistas, comentaristas, doctrinarios, etc. Esta situación le quita control sobre el desarrollo dialéctico y la obliga a concentrarse en el mensaje inicial, el que debe ser depurado y sostenerse a través de todo el proceso. ¿Es ésta una limitante? No necesariamente, en la medida en que la materia prima se mantenga incólume. Y ello depende de la solidez de sus argumentaciones jurídicas y del manejo de una comunicación estratégica que logre traducir esas razones para el conjunto de la sociedad civil. Asunto que nos lleva al comentario que hicimos del fallo y de las dificultades que él mismo presentaba en orden a su aplicación directa.
En suma, un asunto que a la Corte podría salirle caro en términos de legitimidad, ya que una grieta en su poder de imponer decisiones puede expandirse rápidamente. Máxime cuando la rajadura tiene sustento en la posibilidad de que la solución que ideó no sea la adecuada para el problema propuesto. En ese flanco ha fijado su objetivo el gobierno, según algunos con la Ley de Medios en mira. Como decíamos al principio, un test de institucionalidad que se mide en monedas de legitimidad (o poder frente a la opinión pública).