Algún día, decíamos aquí, habrá que escribir la historia detallada de las disputas de poder entre el Consejo de la Magistratura y la Corte Suprema. Ajenas a la vista del gran público y sin grandes elaboraciones legislativas o doctrinarias que ayuden a clarificar el panorama, las dos instituciones vienen teniendo una lucha de trincheras por el control del Poder Judicial. A veces, como ha pasado en los últimos años, parece lograrse una cierta estabilidad en base a un entendimiento común sobre cierta división de funciones (selección, nombramiento y remoción de magistrados, para una parte; funciones de gobierno del Poder Judicial para la otra) pero inevitablemente, las chispas aparecen. Pero las luchas son anécdoticas, lo verdaderamente importante es la definición de nuestro modelo de Poder Judicial. Todos sabemos las condiciones en que se introdujo la figura del Consejo de la Magistratura en la reforma de 1994, como una concesión al radicalismo más que como una verdadera alternativa a la estructura del Poder Judicial. Pues bien, oh sorpresa, más de tres lustros después, esas posturas siguen vivas sin nadie que parezca querer poner orden en el sistema.No es que nosotros queramos hacerlo en este post, simplemente intentaremos mostrar algunos de esos vaivenes a través de dos eventos normativos: la Acordada 3/2010 por medio de la cual la Corte Suprema declara inválida la Resolución 400/09 del Consejo de la Magistratura, de febrero de este año, y la más reciente Resolución 254/2010 del CM por la cual éste último, modifica el Reglamento para la Justicia Nacional, originalmente aprobado por Acordada del 17/12/1952.
Analizando la situación general desde el punto de vista normativo, nos encontramos con la necesidad de armonizar algunas frases constitucionales que harían las delicias de los analistas del lenguaje. Asi, por ejemplo, la reforma de 1994 dispone en el artículo 114 que: «El Consejo de la Magistratura … tendrá a su cargo la selección de los magistrados y la administración del Poder Judicial» y (respecto de ese mismo órgano) …. «Serán sus atribuciones: … 6) Dictar los reglamentos relacionados con la organización judicial y todos aquellos que sean necesarios para asegurar la independencia de los jueces y la eficaz prestación de los servicios de justicia». El gran quid de la cuestión es ver como juegan estos artículos con el artículo 108 que establece que «el Poder Judicial de la Nación será ejercido por una Corte Suprema de Justicia y por los demás tribunales inferiores….». Sabemos ya que la bicefalía no funciona y prueba de ello es la interpretación que ha sufrido el 99 inc. 1 y el 100 inc. 1 respecto de la división de funciones entre Presidente y Jefe de Gabinete, llevando a esta última figura hacia una cierta irrelevancia institucional. Una dinámica parecida se ha dado respecto de la Corte Suprema y el Consejo de la Magistratura: a partir de la reafirmación de su condición de cabeza del Poder Judicial, la Corte ha puesto al Consejo de la Magistratura en un peldaño inferior y ha reinterpretado todas las normas «dudosas» en su favor (superintendencia, reglamentación, administración, etc.). Algunas competencias suficientemente explícitas (selección y remoción de magistrados, principalmente) y, sobre todo que no pertenecían antes a la Corte Suprema, han pasado la criba. Los poderes viejos triunfan así sobre la reforma que se hace poco menos que inocua, al menos en los puntos en que la Corte Suprema debía abandonar el territorio conquistado y permitir la introducción de nuevos actores.
Esta interpretación «conservadora» es la que hace la Corte en la Acordada 3/2010. Veamos su razonamiento. Empieza marcando la cancha, desde el primer considerando:
«Que esta Corte ha señalado que, como órgano supremo del Poder Judicial de la Nación, tiene a su cargo el aseguramiento de la indispensable unidad y orden jerárquico en lo que hace al personal que integra dicho poder. (considerando 7° de la Acordada 4/00 y Fallos 323: 1293)»
No hemos podido acceder, desde la página web ni a la Acordada que cita ni al Fallo, pero suponemos que tautología mediante, la Corte debe afirmar más o menos lo mismo que dice en este primer considerando. La reyerta en cuestión era quien ostentaba el poder de reglamentar y disponer sobre las licencias extraordinarias del personal del Consejo de la Magistratura. Nótese que no hablamos ya aquí de si el Consejo de la Magistratura tenía o no poder de reglamentar estas cuestiones respecto de los tribunales nacionales – cuestión que habría quedado zanjada por la pervivencia de las normas pre-reforma en cabeza de la Corte Suprema- sino de si puede hacerlo respecto de su propio personal. Pues bien, la Corte dice que no, que en materia de superintendencia ordinaria, sí, en materia de superintendencia extraordinaria, no. Los detalles tienen muchas ideas y vueltas, normas y más normas, y para eso los invitamos a leer de primera mano la Acordada y la Resolución del CM. La clave de bóveda sobre la que se apoya toda esta argumentación de la Corte Suprema, además del referido art. 108 de la Constitución Nacional es el artículo 30 de la Ley 24937 del Consejo de la Magistratura que consagró la pervivencia del status quo:
«ARTICULO 30. — Vigencia de normas. Las disposiciones reglamentarias vinculadas con el Poder Judicial, continuarán en vigencia mientras no sean modificadas por el Consejo de la Magistratura dentro del ámbito de su competencia. Las facultades concernientes a la superintendencia general sobre los distintos órganos judiciales continuarán siendo ejercidas por la Corte Suprema de Justicia de la Nación y las cámaras nacionales de apelaciones, según lo dispuesto en las normas legales y reglamentarias vigentes.»
Los problemas que veo desde el punto de vista sistémico son dos y ambos están interrelacionados. La reforma constitucional no fue todo lo clara que debía ser y la Ley del Consejo de la Magistratura tampoco ayudó a hacer una distinción bien definida de funciones. Esto no es nuevo y suele pasar, como demuestra, por ejemplo, la larga historia de delimitación de competencias entre la Nación y las provincias. Pero cuando el juez de esta separación es uno de los esposos, la cosa se complica. La Corte Suprema tiene siempre la última palabra y el sistema se construye de acuerdo con su visión, aunque ésta carezca de los elementos de representatividad que sí tiene (bien o mal) el Consejo de la Magistratura en su composición. En el fondo, si queríamos evitar el corporativismo judicial, parece que poco estamos haciendo al permitir que la Corte Suprema se siga moviendo con las normas y procedimientos previos a 1994. La cuestión no es ideológica, sino que responde a la permeabilidad del sistema para incorporar las reformas necesarias de acuerdo a una accountability democrática. Ante un sistema mal diseñado, la Corte usa su espada mágica y dirime conflictos que la tienen como protagonista. Y así el sistema sigue más cerrado que nunca.
El Consejo de la Magistratura pareciera haberse resignado a jugar en el papel que la Corte Suprema le deja libre. Salvo en casos como el de la Resolución 254/2010 que ahora analizamos, cuando se anima a ejercer la función reglamentaria que le compete constitucionalmente, modifica el Reglamento para la Justicia Nacional y limita la prohibición de afiliación a partidos o agrupaciones políticas, o de actuar en política, a los magistrados (dejando fuera de ella a los funcionarios y empleados). Lo interesante de este caso es que ejemplifica el cambio de manos de la facultad reglamentaria establecida por la reforma constitucional. En efecto, el Reglamento de marras había sido aprobado por una acordada de la Corte Suprema del año 1952. Ahora esa facultad le pertenece (hasta que la Corte diga lo contrario) al Consejo de la Magistratura que la ejerce, de un modo paradójico: interpretando que la prohibición del Reglamento era inconstitucional, de acuerdo a la jurisprudencia de la Corte Interamericana y que debía ser modificada. Y lo hace. En el medio, un montón de detalles y discusión intra-Consejo. Pero no nos interesan tanto aquí sus argumentos, sino su voluntad de ejercer una competencia constitucional que le viene siendo disputada. Por ahora, la batalla continúa.