Diego Garay es un liberal que reside en Mendoza, y es un liberal dispuesto a sostener sin vacilar sus convicciones. La ley provincial 6082, en su artículo 85, inciso 2, apartado j, obliga a utilizar el cinturón de seguridad en vehículos en la vía pública, y considera falta grave el no hacerlo, al menos en los asientos delanteros. Garay piensa que esta norma atenta contra el derecho que ampara el artículo 19 de la Constitución Nacional y, por ello, accionó en los tribunales mendocinos, solicitando que ese apartado del artículo e inciso en cuestión fuera declarado inconstitucional.

Hasta ahora no lo ha acompañado la suerte: la Quinta Cámara de Apelaciones en lo Civil de la Primera Circunscripción rechazó su demanda, considerando que el uso del cinturón de seguridad no constituye una facultad amparada por el artículo 19 de la Constitución Nacional, sino que –al contrario – es un deber ineludible cuyo incumplimiento autoriza su sanción como falta grave. El tribunal sostuvo que –aunque remoto – existe un posible perjuicio a terceros, de donde la exigencia del uso del cinturón era una justificada y razonable limitación de la privacidad.

Garay no se dio por vencido, sin embargo, e interpuso el recurso extraordinario de inconstitucionalidad ante la Suprema Corte de Justicia de Mendoza. Tampoco tuvo suerte esta vez. La Corte entendió que la necesidad de proteger al conjunto social justifica exigencias y restricciones al obrar humano, que la medida objetada era proporcional y razonable, al par de no imponer sacrificios exageradamente gravosos. También, mencionó la protección de los terceros, para evitar posibles perjuicios en la vía pública.

Pero Garay es una persona de convicciones fuertes, no cejó en su propósito, e interpuso el recurso extraordinario federal, el cual no fue concedido, por lo cual –en definitiva – recurrió en queja. La Corte Suprema corrió vista del recurso a la Procuración General de la Nación, la cual emitió su dictamen, y es ese dictamen el que centralmente me ocupa aquí.

Es fácil clasificar ideológicamente a Diego Garay como liberal a partir de sus peticiones en el expediente, pero no es fácil clasificar en este aspecto a quien firmó el dictamen de la Procuración a partir del contenido del mismo. Sólo me animo, entonces, a una clasificación negativa: el firmante no es liberal. Como yo lo soy, al igual que Garay, voy a criticar el dictamen, aclarando, sin embargo, que no reprocho su aptitud técnica (aunque sí reprocho que se piense que en un caso que requiere un aporte ideológico la técnica sea condición suficiente para resolverlo, cuando estrictamente ni siquiera es condición necesaria).

¿Qué argumentos está empleando ahora Garay? Los clásicos argumentos liberales, desde luego. En primer lugar, sostiene que el fallo consagra un criterio paternalista y, en segundo lugar, sostiene que el fallo aniquila el principio de privacidad. No importa si la restricción es mínima, ni si es razonable: lo que importa es que se trata de una acción privada, exenta, entonces, de la reglamentación por la autoridad estatal. ¿Por qué, se pregunta Garay, no es posible dentro del ámbito de la autonomía personal prescindir del cinturón de seguridad, cuando sí lo es el beber alcohol o realizar deportes de riesgo?

¿Qué argumentos utilizaron, a su vez, los tribunales inferiores? La Cámara de Apelaciones de Mendoza, como vimos, consideró un deber ineludible el uso del cinturón, e invocó un supuesto prejuicio a terceros, mientras que la Corte Suprema de Mendoza mencionó la necesidad de proteger al conjunto social y recordó la razonabilidad de la medida cuestionada.

La Procuración General de la Nación, por último, sostiene ahora que no puede entenderse como una acción privada, constitucionalmente protegida, a aquella que afecta los derechos de terceros y compromete la eficacia de una política pública. Respecto de las políticas públicas menciona que la oportunidad, mérito o conveniencia de esas medidas escapan al juicio de los órganos judiciales. La Procuración invoca las disposiciones de la ley nacional de tránsito, la cual obliga al uso del cinturón, y la considera parte de una política pública de seguridad en el tránsito y transporte en la vía pública. Afirma finalmente que la medida atacada, amén de proteger a la persona del usuario se encuentra “destinada a abarcar la afectación de terceros”, esto es, que “atiende a un fin superior al individuo y se proyecta en beneficio de la seguridad vial de la sociedad toda”. Como dije antes, no es un dictamen escrito por un liberal, ciertamente.

Pero dejando a un lado mis preferencias ideológicas, este es el caso, entonces. ¿Cómo debería resolverlo la Corte Suprema?

El Estatuto Provisional de 1815 establecía que “las acciones privadas de los hombres, que de ningún modo ofenden al orden público, ni perjudican a un tercero, están sólo reservadas a Dios y exentas de la autoridad de los magistrados”. Esta redacción se mantuvo tanto en el Reglamento Provisorio de 1817 cuanto en la Constitución de 1819. Y, es la redacción que se propuso asimismo para la Constitución de 1853, aunque allí encontró un tropiezo: el convencional Ferré propuso reemplazar la expresión “orden público” por “la moral y el orden público”, aunque el texto final recogió en definitiva la propuesta a la inversa, y “orden” precedió a “moral”.

Si se hubiera mantenido la redacción de 1815, el artículo 19 recogería el famoso principio del daño que John Stuart Mill defendió en On Liberty (y lo hubiera en realidad anticipado en cuarenta y cuatro años). Mill lo expuso de esta forma:

El único fin por el cual la humanidad puede interferir con la libertad de acción de cualquiera de sus integrantes, es la autoprotección. El único propósito por el cual el poder puede ser correctamente ejercido sobre cualquier miembro de una comunidad civilizada, en contra de su voluntad, es prevenir el daño a otros. Su propio bien, sea físico o moral, no es garantía suficiente. Él no puede correctamente ser obligado a hacer, o abstenerse de, algo sólo porque sería mejor para él el hacerlo, porque lo haría más feliz, porque, en opinión de otros, hacerlo sería inteligente, o incluso correcto. La única parte de la conducta de alguien por la cual es responsable ante la sociedad, es la que concierne a otros. En la parte que simplemente le concierne a sí mismo, su independencia es, de derecho, absoluta. Sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y mente, el individuo es soberano.

Este principio no se ocupa de la privacidad, por supuesto, ya que ella concierne especialmente al lugar en el cual la acción se lleva a cabo (Garay debería hablar de “acción autónoma” y no de “acción privada”, pero es entendible que él ajuste su lenguaje al léxico de la Constitución.) Mill no estaba interesado en defender la privacidad sino la autonomía, el derecho de ser autores de nuestro propio plan de vida. Y, a pesar de utilizar las palabras “acciones privadas”, es obvio que el artículo 19 de la Constitución Nacional no se ocupa de la privacidad sino de la autonomía. Es uno de los artículos liberales de la Constitución, que consagra el derecho a diseñar nuestro propio plan de vida.

Es muy claro, acepto, que el alcance y fuerza del artículo resultan gravemente socavados por el agregado de las palabras “moral pública”, pero –afortunadamente- esta adición no perjudica la causa de Garay, puesto que nadie considera inmoral el prescindir del uso del cinturón de seguridad: cuando objetamos su falta de uso calificamos a la persona de imprudente, pero no de inmoral. Respecto de Garay, entonces, podemos entender al artículo 19 de la Constitución exactamente de la misma forma en que entendemos el principio milliano.

¿Y a qué consecuencias nos conduce entonces el artículo 19? ¿Qué es lo que protege? ¿Qué derecho otorga? Ninguno de los organismos que entendió hasta ahora en la causa se formuló estas preguntas, de donde ninguno otorgó tampoco ningún derecho a Garay. Eso es obviamente incorrecto. El artículo 19 nos permite diseñar nuestro plan de vida (cuestiones morales aparte, puesto que aquí no están en juego) de la forma que mejor se ajuste a nuestras preferencias, siempre que no dañemos a terceros sin su consentimiento. Y, el plan de vida de Garay incluye el no utilizar el cinturón de seguridad cuando maneja su auto. Tal vez sería más inteligente que lo usara, tal vez sería mejor que lo usara, tal vez sería correcto que lo usara, pero nada de esto alcanza para que lo forcemos a hacerlo, sencillamente porque Garay está protegido por el artículo 19 de la Constitución. Para considerar que él se encuentra fuera de la protección del artículo, debe mostrarse que el plan de Garay ofende a la moral pública (lo cual sería ridículo de sostener) o que perjudica a terceros. ¿Lograron hacerlo los organismos que hasta ahora intervinieron en el caso?

Por supuesto que no. En lugar de encarar con seriedad el problema constitucional planteado, recurrieron burocráticamente a la cita automática de fallos de la Corte Suprema y a consideraciones dogmáticas que no resisten el menor análisis si se las quiere considerar como pruebas.

Respecto de lo primero, repitieron la tan conocida doctrina de que la declaración de inconstitucionalidad es un acto de suma gravedad institucional y que sólo es viable cuando esa inconstitucionalidad es manifiesta. Todos sabemos esto, desde luego, pero la jurisprudencia en cuestión no puede eximir a un tribunal de declarar la inconstitucionalidad de una norma cuando su vicio es manifiesto, como ocurre en este caso.

Respecto de lo segundo, los organismos de los que me estoy ocupando volvieron a mencionar lo obvio al decir que las acciones que afectan los derechos de terceros no están constitucionalmente protegidas. Lo curioso es que la Cámara de Apelaciones mendocina dijo que la pretensión de Garay estaba “asociada de algún modo, aunque sea remoto, con un posible perjuicio a un tercero” y, la Procuración General de la Nación sostiene que la norma atacada “potencialmente se encuentra destinada a abarcar la afectación de los terceros”. Ni el Poder Judicial ni el Ministerio Público, sin embargo, mencionaron prueba ni ejemplo alguno que respaldara esta extraña afirmación.

Preguntémonos nosotros, entonces, de qué manera la actitud de Garay podría perjudicar a un tercero. Se me ocurren dos casos posibles. El primer caso ocurre si Garay maneja sin cinturón de seguridad, su auto choca, su cuerpo se desplaza, golpea a su acompañante y lo lesiona. Pero, si este es el caso, entonces únicamente podría obligarse a Garay a abrochar su cinturón cuando viajara con algún acompañante, lo que la norma no dice, a lo que se agrega que la Corte mendocina habló de “proteger al conductor en solitario”.

El segundo caso ocurre si Garay maneja sin cinturón de seguridad, su auto choca, y él sufre lesiones más graves de las que hubiera sufrido de haber llevado su cinturón abrochado; si se atiende en un hospital público, la comunidad (un tercero) paga un costo mayor. Esto es cierto, pero no he visto nunca que este razonamiento se aplique al costo del tratamiento de las cirrosis hepáticas de los alcohólicos, ni al costo de los cánceres de pulmón de los fumadores (enfermedades derivadas en ambos casos de la imprudencia de sus víctimas, víctimas que en el caso de los fumadores muchas veces además perjudican a terceros), de donde no veo por qué habríamos de singularizar aquí la actitud de Garay.

A mí no se me ocurren más ejemplos, pero si los hay, el Poder Judicial y el Ministerio Público deberían haberlos proporcionado, en lugar de descartar dogmáticamente el derecho del actor con referencias sin fundamento respecto de terceros supuestamente afectados.

Y nos espera todavía otra afirmación dogmática, cuando la Procuración afirma que la norma objetada “evidencia la voluntad de constituir una política pública para asegurar un régimen tuitivo”, tratándose de “una política pública establecida por el Estado”. Ni yo, ni nadie, ignora que el Estado tiene facultades para diseñar políticas públicas: eso es lo que hace el Estado la mayor parte de su tiempo. Pero ni yo, ni nadie, ignora tampoco que debe hacerlo respetando los derechos y garantías constitucionales, y eso es lo que no hizo el Estado en el caso de Garay. Él no objeta que el Estado proyecte y lleve a cabo una política de seguridad vial: objeta que aquella parte de la política que no se refiere al daño a terceros sea obligatoria y no facultativa. Finalmente, es el propio Garay el que debe evaluar cuan gravoso resulta el sacrificio que se le impone sin derecho.

Ni el Poder Judicial ni el Ministerio Público tomaron hasta ahora en serio a Garay: lo consideraron un excéntrico del que debían librarse lo más rápido posible. Librarse de él sin argumentos, desde luego, citando jurisprudencia de rutina y repitiendo afirmaciones sin sustento. La Cámara de Apelaciones de Mendoza incluso pareció burlarse de Garay cuando sostuvo asombrosamente que el uso obligatorio del cinturón de seguridad “no implicaba una actitud paternalista del Estado.”

Por supuesto que advierto que el alcance de la solución que favorezco excede los límites de la provincia de Mendoza, puesto que las disposiciones de la ley local 6082 que regulan este caso son las mismas que las de la ley nacional 24449, pero creo que –obviamente-  cualquier habitante de la Nación puede reclamar lo que reclama Garay. Y creo que la Corte debe tener presente que si no acepta el reclamo de Garay deja prácticamente vacío de contenido el ámbito de tutela del artículo 19 de la Constitución: porque habrá negado protección a una acción privada que no es inmoral y que no perjudica a terceros.

Resolver un caso como este requiere entonces mucho más que el manejo de la técnica de dictar sentencias y redactar dictámenes. Requiere empatía con el peticionante y capacidad para advertir el conflicto constitucional. El artículo 19 no dice simplemente que las acciones privadas que no perjudican a un tercero no son punibles, sino que dice algo más fuerte: que ellas están exentas de la autoridad de los magistrados. Lamentablemente, los magistrados que intervinieron hasta ahora no advirtieron su falta de autoridad. Espero que la Corte Suprema remedie la falencia.

Martín D. Farrell

Universidad de San Andrés

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