En una reciente entrada para este blog, Jonás Elfman trató el asunto particular de los jueces en comisión, pero desde una propuesta general de “replantear la noción que hemos concebido acerca de lo que es una Constitución”. En su visión, se trata de un “marco” que es “más amplio y más complejo” de lo que se suele creer, pues existe un conjunto de reglas o convenciones no escritas, derivadas de la práctica de los propios actores políticos, que incide en el contenido constitucional. Propone, desde este lugar, que existe una categoría de conductas “anti-constitucionales”.

En lo que sigue, es esta forma de pensar la teoría constitucional, más allá del asunto coyuntural del nombramiento de jueces en comisión, lo que -en respetuoso disenso- deseo rebatir.

 

I. De lo que es constitucional o no

Ciertamente la Constitución no es una norma jurídica más. Tampoco es una convención más. De allí que, en términos de teoría constitucional, el análisis de su concepto exceda lo estrictamente jurídico y nos conduzca al plano de la teoría política. Pero ello no nos habilita a entremezclar lo constitucional con lo que es materia de política de coyuntura, sino que, muy por el contrario, nos conmina a ser muy precisos en términos conceptuales, a la hora de definir qué es una constitución y cuándo una cuestión es constitucional o no.

El concepto de Constitución está íntimamente relacionado al de Estado en tanto ambos convergen en un punto: son una forma (contingente) de “lo político” como la búsqueda de un orden que contenga al conflicto inmanente. El Estado y su Constitución, en casos extremos, son los que evitan el desacuerdo político sustantivo y eventualmente la guerra civil o la revolución.

La Constitución deriva del pacto de una sociedad conformada en una unidad política (Estado), que define cosas tan relevantes como los principios y lineamientos primordiales en los que esa sociedad fundará su existencia como organización social, jurídica y política. La Constitución está doblemente unida: a) a su futuro como punto de partida y plan de organización y b) a su pasado, como resultado de un proceso histórico determinado que pretende influir sobre el futuro, tal como se advierte fácilmente en los momentos constituyentes. El producto de ese pacto (o convención, si se quiere) es el texto constitucional, que rige lo estatal y lo social.

Dada la importancia de lo que allí se regula, si todo sale bien, la idea es que renovemos aquel pacto y aquel texto solo de cuando en cuando, mediante el uso de un poder político especial (el poder constituyente) y en cumplimiento riguroso de los procedimientos establecidos en la misma Constitución (reforma constitucional).

Todo esto es, naturalmente, algo bien distinto a la práctica política cotidiana y a lo que puedan hacer, con más o menos consenso, o con más o menos frecuencia, los actores políticos institucionales “de todos los días” (los poderes constituidos), que deben mantener sus prácticas dentro de lo normado por la Constitución. Y dado que no es un documento más ni una norma jurídica más, que los actores políticos respeten lo que dice la Constitución no es un asunto banal, salvo que ya no nos interese vivir en un Estado de derecho ni en una democracia constitucional.

Es por ello que lo que Elfman llama “reglas convencionales”, es decir, “reglas de carácter moral o político que los propios participantes de la práctica desarrollan al aplicarlo o participar del juego democrático”, no tienen aptitud para la determinación de cuándo un acto o norma es constitucional o no, ni, mucho menos, para prescindir del texto constitucional. Cosa que incluso se vuelve más patente si consideramos que, tal como el propio autor lo señala, “muchas veces esa regla convencional ni está enunciada ni tiene un origen claro”.

Hay varias razones por las cuales no es adecuado sostener que las prácticas de los participantes puedan hacer mella en lo constitucional del modo en que lo propone el autor. En primer lugar, hay que tener en cuidado cuando oponemos las prácticas a los acuerdos explícitos y, segundo, habría que ser más cautos al otorgarle semejante importancia al consenso entre los actores políticos con independencia de la Constitución.

En cuanto a lo primero, la referencia propuesta por Elfman de las reglas del comercio es cuestionable pues, por todo lo dicho arriba, es difícil pensar en una constitución como en un contrato comercial. Pero aun si concediéramos valor al ejemplo y nos sustraemos de la especialidad de lo constitucional, sigue siendo peligroso dejar librada la suerte de los acuerdos explícitos a las prácticas. Celebramos contratos (pactos, convenciones) y los escribimos justamente para eso, para que luego la práctica transcurra según lo que allí acordamos y no de otra manera.

Esto tiene todavía mucho más relevancia cuando de acuerdos constitucionales se trata, ya que la Constitución no es solo una regla destinada a regir el juego de la política, sino que es, en esencia, una garantía de la ciudadanía frente a los poderes políticos. La práctica y los acuerdos no escritos de la política van y vienen. Por eso tenemos una Constitución; para que sea un límite infranqueable que ningún pacto entre políticos pueda llevarse puesto.

Por otra parte, también es problemática la idea de que “las cosas que hacemos de acuerdo sin llegar a un acuerdo” sean lo que determine de algún modo una cuestión constitucional. La “práctica política sostenida en el tiempo”, es decir, que en un tiempo considerable los actores políticos hayan coincido en hacer o no hacer algo, o en hacerlo de cierta manera, no define que algo sea constitucional o no. Con el ejemplo de Roosevelt, Elfman intentó presentar un escenario de texto vs. práctica en el que la práctica equivale a un mandato constitucional que no está en el texto. Sin embargo, el caso sirve para ejemplificar exactamente lo contrario: el hecho de que desde Washington hasta 1940 ningún presidente se haya presentado más de dos veces no convierte a su tercer mandato en inconstitucional. Su postulación fue perfectamente constitucional. La práctica política previa no significa nada en términos de definir la constitucionalidad o no de ese tercer mandato, ya que en el especial contexto que le tocó vivir gran parte de los políticos opositores y la enorme mayoría de la ciudadanía entendieron legítimas las reelecciones de Roosevelt. La prohibición constitucional no existía hasta que la Vigesimosegunda Enmienda la estableció varios años después. No es que “la prohibición [constitucional] ya estaba vigente” y la enmienda solo la “legalizó”. En términos constitucionales, la prohibición solo existió desde que se la incluyó en la norma constitucional. La práctica, en todo caso, sirvió para propiciar que se regule constitucionalmente la reelección presidencial.

Ciertamente, no estoy diciendo que el texto constitucional esté grabado en piedra y la práctica no pueda llevar a cuestionarnos sobre la conveniencia o no de incorporar nuevas cláusulas, eliminarlas o a modificarlas. Para eso existen los procedimientos de reforma constitucional y en este sentido las prácticas pueden servirnos como guía. Son importantes en tanto y en cuanto estén en el marco de la Constitución, pero no son una habilitación para ir en contra de sus disposiciones. Podríamos, por ejemplo, preguntarnos si acaso no sería conveniente volver a regular en la Constitución un número fijo de miembros para la Corte Suprema, tal como lo establecía el texto original de 1853, y no dejarlo librado a la reglamentación legal, para evitar que sea moneda de cambio cada vez que hay que renovar la integración del tribunal. Mientras tanto, por más que no me guste ni un poco, no es inconstitucional que los distintos partidos con presencia en el Congreso de la Nación impulsen una modificación por ley del número de jueces.

Desde luego que podemos discutir sobre la conveniencia, oportunidad, mérito moral y tantas otras valoraciones más sobre las cosas que los actores políticos hacen dentro de la habilitación constitucional, pero esa será una discusión de política, no una discusión constitucional. Teñir de inconstitucional algo que no nos guste, porque nos parece inconveniente, inoportuno, malo, peligroso para el futuro (o lo que fuere), es confundir dos ámbitos bien distintos. Como dice Rosler, por razones políticas debemos esforzarnos en evitar el colapso entre la política y el derecho. Al final del día, no se trata solo de una confusión conceptual, sino que el convencionalismo tiende a hacer que la Constitución se vuelva relativa o directamente superflua.

La lógica de Elfman tampoco funciona en el otro supuesto de letra vs. práctica que plantea, que es cuando el texto dice algo que no se aplica en la realidad. Lo ejemplifica con la renta anual de dos mil pesos fuertes como requisito para ser senador. Sin embargo, este ejemplo no es del todo apropiado ya que los pesos fuertes ya ni siquiera existen; no pareciera ser muy posible aplicar la cláusula. Pasemos entonces a otros ejemplos posibles.

Qué pasaría si, por caso, los bloques partidarios en el Senado, en una práctica que se sostuviera en el tiempo y que sea fruto de renovados consensos, decidieran no aplicar la “sesión pública” o “la mayoría agravada de los dos tercios de los presentes” que establece el artículo 99 inciso 4° de la Constitución para que el Senado preste el acuerdo a los ministros de la Corte Suprema. Seguramente ni Elfman ni muchos de nosotros sostendríamos alegremente que el requisito constitucional dejó de existir porque una práctica recurrente y consensuada de la política la dejó de lado.

Otro ejemplo para demostrarnos que las prácticas y convenciones no escritas no son suficientes para ir en contra del texto constitucional puede ser el juicio por jurados del artículo 118 de la Constitución. Ya sabemos que esta disposición no fue aplicada por muchísimos años y que comenzó a utilizarse hace muy poco, en relación al tiempo de que lleva la vida constitucional en nuestro país. Sin embargo, eso no quiere decir que durante todo ese lapso el mandato constitucional haya dejado de existir, sino que, simplemente se trataba de un precepto incumplido.

Por otro lado, sostener que existe una tercera dimensión entre lo constitucional y lo inconstitucional equivale a hacer una distinción que no hace gran diferencia. En rigor, lo anti-constitucional no existe: las cosas son constitucionales o no, y cuando no lo son, son inconstitucionales. Cabe señalar que en el texto de Elfman hay cierta ambigüedad con el uso de la terminología “legalidad” o “legal”, cuando dice, por ejemplo, que “una conducta que puede ser legal y al mismo tiempo no constitucional”. Si con esto nos referimos a que algo está avalado por una ley del Congreso de la Nación o de un poder legislativo local, pero que contradice los términos de la Constitución, entonces, estamos frente a una ley o acto inconstitucional. Ahora, si con “legal” nos referimos a todo el ordenamiento positivo, incluyendo también al texto constitucional, entonces ese algo es simplemente constitucional, por más que nos atraiga o nos provoque rechazo.

Es por esta razón que carece de sentido hablar de una categoría, flotante, no escrita, de anti-constitucionalidad, como una condición distinta a la inconstitucionalidad. Para declarar que algo es inconstitucional tenemos un mecanismo institucional específico (control de constitucionalidad); justamente, por la gravedad que implica en términos institucionales definir que algo es inconstitucional. No es algo que quede librado a la voluntad política de turno ni al parecer de los participantes. En cambio, ¿quién dice cuándo algo es “anti-constitucional”? ¿los propios participantes (en lenguaje de asuntos políticos, léase, los propios políticos)? ¿es posible que los actores políticos decidan prescindir de lo que dice la Constitución bajo pretexto de que “es constitucional” pero, a su juicio, también “es anti-constitucional”? ¿Acaso existe un control de anti-constitucionalidad?

 

II. Lo formal y los procesos en una democracia constitucional

El texto analizado destila -podríamos decir- un temor a darle más valor del que le corresponde a las formas y a lo procedimental. Su autor nos invita a no “circunscribimos a una evaluación formalista del texto constitucional”; a “evitar que el texto se vuelva un documento meramente formal” o, incluso, hace referencias al documento constitucional como algo que puede transformarse en “un mecanismo de aprovechamiento o disputa facciosa”. En línea con ello, también denota cierta desconfianza a que el control de los procedimientos quede en manos del poder judicial: en el apartado titulado “La hora de la política” se mociona que sean los propios participantes del juego político quienes establezcan cuándo hay una transgresión o no a las reglas o convenciones.

Sobre esto, deseo ser enfática en apuntar que lo formal y lo procedimental para una democracia constitucional que se precie de tal es un asunto sumamente central. Otra vez, la Constitución no es un conjunto de reglas solo destinado a los actores políticos, para regir su juego, sino que sus reglas para el desarrollo del proceso democrático tienen como fin proteger a la ciudadanía frente al poder político de turno. Retomemos aquello expresado al inicio sobre los conceptos de Constitución y de Estado: son un orden político determinado para resguardarnos de la anarquía, del abuso partisano del poder de unos por sobre otros.

Y dado que el respeto a los procedimientos y a las formas que establece la Constitución es un asunto crucial, también lo es que exista un control y el modo en que respondemos a las preguntas acerca de quién y cómo se ejerce ese control.

La primera pregunta en esa línea es acerca de si estimamos necesario que exista un mecanismo de control más allá de la propia determinación de quienes toman en lo cotidiano las decisiones de políticas públicas. Es decir, si es suficiente con la voluntad y los consensos de los propios participantes del juego político para auto-restringirse y mantener su actuación dentro de los márgenes constitucionales. O si, en cambio, es necesario contar con un árbitro o referee (v.g., à la Nino o Ely).

El texto de Elfman postula que “el verdadero límite a una transgresión convencional solo puede provenir de los propios participantes de la práctica” y que, así como no es fácil la tarea del árbitro de futbol, el poder judicial se ve “importunado” de ser el árbitro de nuestros conflictos políticos.

A mi ver, así como sería un problema que sean los propios jugadores quienes resguarden la vigencia del fair play y determinen si hubo penal o posición adelantada, también lo es que la propia política y los propios actores políticos que toman decisiones de política pública (legislativo y ejecutivo) sean los que resguarden por sí solos la constitucionalidad de sus decisiones y de los procesos que llevaron a ellas. La cuasi batalla campal que vimos por estos días en el Congreso de la Nación no tiene nada que envidiarles a las típicas escenas de pelea en las canchas.

Desde ya, podemos debatir acerca de cuál modelo de control de constitucionalidad es mejor que el otro, pero ese es otro cantar. Me gustan más los tribunales constitucionales que los sistemas de control judicial difuso, pero lo que importa aquí es que exista un sistema de control más allá de los actores políticos de gobierno. El punto es que el control de constitucionalidad ya sea que aboguemos por un sistema continental o americano, pueda custodiar que lo que deba decidirse en las arenas del proceso democrático efectivamente sea allí debatido y resuelto; que estén cumplidas las condiciones esenciales de su realización; y que el proceso democrático sea llevado adelante de acuerdo a sus reglas.

En suma, lo que advierto problemático es que veamos con recelo la existencia de un control procedimental “externo” a la práctica política y atemos la pregunta sobre la constitucionalidad de algo a lo que los “propios participantes” digan, por más sostenidas o consensuadas que sean sus prácticas, porque esto -justamente- puede variar de un contexto a otro, de un gobierno a otro, de un partido a otro. Y vaya que pueden convertirse en poderes desbocados y volverse en contra de la ciudadanía. Para eso existen las Constituciones y por eso, la mejor manera de que estas no sean superfluas o irrelevantes es respetar su contenido.

En una democracia constitucional no deberíamos tener miedo de pecar de formalistas o procedimentalistas, o de atenernos a la -usualmente llamada- “fría letra” del texto constitucional. Debemos evitar el mundo del revés, que hace de una circunstancial práctica una norma y de la obediencia al texto constitucional una decisión meramente prudencial.

 

III. Conclusión: de perros, gatos y prohibiciones.

Finalmente, el risueño ejemplo que ofrece Elfman del gato frente al cartel de la plaza que dice “prohibido los perros” es bien ilustrativo de ello, pues muestra lo contrario a lo que el autor pretendió, que fue presentar al gato como titular de una “lógica ventajista” por tener la letra de su lado. En términos constitucionales, no puede ser que los supuestos que encuadran en la norma sean tratados igual que aquellos que no. No hay razones para banalizar el contenido de las Constituciones o, en el ejemplo comparativo, del cartel. Después de todo, la prohibición fue formulada con una finalidad y tiene razones para decir perros y no gatos (en pocas palabras, los dueños de gatos no solemos sacarlos con correa a las plazas, pues no tienen necesidades fisiológicas en tal sentido; los gatos no suelen abordar peligrosamente a nadie, sin contar que, además, el cartel está dirigido a los dueños y no a los animales mismos, etc.). De hecho, en el reciente caso de los jueces nombrados en comisión hay un supuesto que encuadra en la Constitución y otro que no: frente al cartel de “prohibido los perros” no podemos tratar igual a perros que a gatos, ni acusar al gato de ventajero; él simplemente no está alcanzado por la prohibición. En todo caso, si lo creemos conveniente, en la próxima oportunidad de reforma del cartel, podríamos propiciar una fórmula distinta.

Quizás haya que tenerle más miedo a las “reglas de carácter moral o político” y a las “convenciones no escritas” que flotan en el aire, que al texto de la Constitución y a las formalidades del proceso democrático.

 

Lisi Trejo

Universidad de Buenos Aires

Un comentario

  • Resulta muy enriquecedor el intercambio entre Elfman y Trejo.

    Coincido con el recorte y crítica que hace Trejo: no es adecuado sostener que las prácticas de los participantes puedan hacer mella en lo constitucional, por lo menos con el alcance que propone Elfman en su escrito.
    Pero tomando justo ese argumento, haciéndole honor, digamos, es que creo que la interpretación literal del artículo 99.19 (literal un poquito, porque la parte “y que ocurran durante su receso” mejor la interpretamos) genera una práctica (el nombramiento de jueces en comisión) que hace mella (rompe a pedazos, va) el artículo 99.4 y otros.
    La Constitución (el derecho en general) busca, junto con la moral aunque desde otro lado, evitar que nos matemos cuando buscamos resolver nuestros desacuerdos en sociedad o cuando intentamos cooperar o coordinarnos. El derecho, como práctica social, debe ocurrir de acuerdo a lo acordado como regla principal y general. Pero de acuerdo a todo lo acordado. Y acá voy al punto. Si cumplir o justificar una partecita menor de lo acordado (o supuestamente acordado, porque vaya a saber uno qué fue lo que realmente se acordó en ese momento – 1860), como lo establecido en el 99.19, destroza todo el instituto principal de lo acordado (el nombramiento de jueces con acuerdo del Senado, con mayoría agravada y en sesión pública para el caso de jueces de la Corte) y lo convierte en inútil e inutilizable a futuro, algo estoy haciendo mal, muy mal: compartimento, leo parcialmente, me preocupo de la literalidad ínfima y me olvido completamente de la letra y del significado del todo. Desguazo la Constitución. Y en ese proceder, la mato. El horror mismo.
    No es futurología ni mucho menos. La consolidación de la práctica del 99.19 tal cual la están justificando desde la literalidad transforma en inútil, en no escrito, el artículo 99.4.
    Y es, además, desconocer la reforma constitucional de 1994. Ahí pasaron dos cosas (pasaron muchas cosas, pero relacionada con este punto, dos) que surgen del texto constitucional y que no deberían obviarse. El mencionado 99.4, que modificó la mayoría para el acuerdo senatorial en el caso de jueces de Corte a ⅔ y el artículo 54, que amplió el número de senadores y modificó la forma de elección, transformándola en directa y distribuyendo dos bancas para el que gana y una para el que sale segundo. O sea, ⅔ para el ganador y ⅓ para el segundo. ¿Nos suena? El acuerdo senatorial desde el año 94 no es simple, requiere dos tercios dentro de una Cámara que se integra, también, con representaciones no mayoritarias. Este dispositivo, que busca forzar acuerdos más amplios y firmes dentro de un órgano con mayor diversidad representativa es el que rompieron, o están rompiendo. Literalmente.

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