“Qué impresión, atenienses, os han causado las palabras de mis acusadores, no lo sé. Yo, ciertamente, al oírlos, casi me he desconocido a mí mismo: tan convincentemente hablaban. Sin embargo, para decirlo de una vez, nada verdadero han dicho”. Estas palabras que Platón pone en boca de Sócrates reflejan en gran medida mi reacción ante la diatriba que el Dr. Gargarella publicó recientemente en nuestro blog. Y es que, de tan deformadas que las presenta, me cuesta reconocer allí las ideas que yo he expresado en una breve nota sobre la ausencia de debate en nuestro país respecto de las teorías de interpretación constitucional.

Gargarella se queja de que la presunta visión general de quienes escribimos en el blog sería simplista y, fundamentalmente, binaria: dividiríamos el mundo de la interpretación constitucional entre nosotros (los buenos, los profesionales, los técnicos que aplicamos fielmente el derecho) y los otros (los farsantes, impostores y aprovechadores del derecho). No falta en esa descalificación la trillada e imprecisa referencia a Schmitt, para aprovechar la carga negativa de su nombre. Desconozco si mis colegas han sostenido eso, pero en lo que a mí respecta, la afirmación es falsa. Yo no he sugerido nada de eso, sino que, por el contrario, he afirmado que ellos aplican lo que consideran la solución justa para el caso. La discusión se centra en cómo se llega a esa solución, punto que ni siquiera abordé. La premisa de la filípica de Gargarella parece ser presentar las opiniones de quienes hemos escrito en este blog de manera ridiculizada, para así clausurar el debate hasta que hayamos “sofisticado” (sic) nuestro acercamiento a la teoría constitucional.

También se presenta como grotesca su afirmación de que la posición que algunos sostenemos atrasa 50 años. Lejos de atrasar, el originalismo (teoría de interpretación constitucional que yo defiendo) tiene una notable actualidad. Gargarella parece creer que el originalismo, al que no menciona, no merece siquiera considerarse como una teoría de interpretación constitucional o que tal vez murió con Scalia. Soslaya así una de las corrientes más importantes de esos 50 años y a autores tan actuales como Larry Alexander, Lawrence Solum, Jack Balkin, Randy Barnett, William Baude, John McGinnis o Michael Rappaport, para mencionar solamente a los más relevantes. No me atrevería a decir, como él, que esa notable omisión sea producto de una desactualización de su pensamiento. Tal vez sea que comparte la afirmación de algunos de que todos somos originalistas y entonces, no habría debate.

Es posible que lo seamos, cuando hasta autores como Tribe parecen haber encontrado en el originalismo argumentos útiles para resistir lo que no les gusta. Y es que el originalismo es ahora el refugio al cual acuden algunos autores estadounidenses cuando las nuevas designaciones de jueces de la Suprema Corte ponen en peligro los resultados obtenidos a través de las teorías no originalistas (lo que no implica sostener que hay una sola). Es precisamente lo que advertí en mi nota citando a Boffi Boggero: dejar de lado el sentido original del texto constitucional con los mejores propósitos, nos expone a que otros apliquen esas mismas teorías para propósitos no tan loables.

La crítica incurre precisamente en el error que falsamente atribuye al blog: simplifica los argumentos e ignora sus diferencias. Justo es reconocer que intenta identificar rasgos comunes, pero cuando ese recurso válido es utilizado por quienes no coinciden con él, lo tilda de maniqueísmo, simplismo, tosquedad y desactualización. Mi nota no amontona las teorías que no comparto, sino que menciona varias de ellas, como el realismo jurídico norteamericano, la escuela del derecho libre, la teoría de Dworkin, el neoconstitucionalismo y otras. Sorprende entonces la liviana acusación de que propongo una visión binaria del debate.

La visión de Gargarella parece cercana a la teoría de Dworkin y su lectura moral de la Constitución, incluso en el tono paternalista de su admonición. Para Gargarella todos compartimos en la práctica su forma de interpretar la Constitución, aunque nos neguemos a admitirlo, lo cual Dworkin atribuye a una confusión y Gargarella, menos generoso, a una pobreza intelectual. Como expresamente sostiene en su nota, “en un sentido relevante, inescapablemente, todos somos (y debemos ser) interpretativistas”. Sin perjuicio de alertar que, hasta donde recuerdo, jamás he utilizado la palabra “interpretativismo”, la crítica incurre en el mismo error que Dworkin de creer que interpretar es solamente una cosa: un intento de asegurar justificación y adecuación. Como señala Sunstein, la visión de Dworkin es una concepción de lo que significa interpretar, pero no la única, lo cual pone seriamente en duda la afirmación de Gargarella.

Con igual énfasis podríamos decir, como Lawson, que en realidad la palabra interpretación, en su uso estándar, implica solamente una constatación empírica acerca del significado original de un texto. Por ende, la aplicación de ese significado original de la Constitución sería, de acuerdo con ello, consecuencia necesaria e ineludible de “interpretar”. No dudo que el crítico rechazará de plano esta afirmación. También es muy posible que proteste por asimilarlo a Dworkin, teniendo en cuenta que Gargarella es un reconocido crítico del control judicial de constitucionalidad, que Dworkin sí acepta. En este sentido sería más justo compararlo con Waldron, con quien tiene más de una coincidencia. Sin embargo, si el control judicial de constitucionalidad debe ser desechado completamente, una posible consecuencia (feliz han dicho algunos) es deshacernos también de la necesidad de contar con una teoría de interpretación del texto constitucional. De hecho, hasta podría ponerse en duda el concepto normativo de Constitución, el cual no es necesariamente imprescindible para asegurar una democracia. Pero habrá que concluir que la teoría de Waldron es tan lejana a nuestro sistema constitucional como Tatooine de Coruscant.

En mi nota no hay siquiera un intento de esbozo de la teoría interpretativa que defiendo, mucho menos una exposición sistemática de ella. Llama la atención entonces que Gargarella pretenda clausurar un debate que ni siquiera se ha iniciado, solamente por deducciones que realiza y que no encuentran respaldo en la referida nota. Tal vez sea, como sostenía Fuller, que el debate depende de los puntos de partida: no en lo que los ponentes han dicho, sino en lo que consideraron que no era necesario decir, no en los principios articulados, sino en presupuestos tácitos. Será entonces necesario dedicar futuras notas precisamente a establecer esos puntos de partida de manera explícita para que ahí sí pueda dirigir su crítica a algo concreto y no a fantasmas y ridiculizaciones que él mismo ha creado, para adoptar su posición de superioridad académica. Prefiero no llamarlo “sofisticar”, para evitar que alguien lo interprete como falsificar o corromper. Diría que intentaré establecer mi punto de partida en el debate, aunque no coincida con el que el crítico quiere imponer. Hasta ese momento, habrá que concluir de la misma manera en que resolvió un viejo juez ante el apresuramiento de una petición: “Aunque la palpita bien, no ha lugar por madrugador”.

Ricardo Ramírez Calvo

Profesor de Derecho. Universidad de San Andrés.

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