La Constitución argentina consagra una serie de derechos sociales y económicos, tales como el derecho a la salud, a la vivienda, a la alimentación, a la seguridad social y a la educación. Ahora bien, ¿qué clase de derechos son los derechos sociales?

En ocasiones, los derechos son entendidos como meras aspiraciones o ideales que queremos alcanzar como sociedad. Por ejemplo, las constituciones de Japón y Corea del Sur se refieren a un derecho a la felicidad, y la de Colombia habla de un derecho a la paz. En general, sin embargo, cuando hablamos de derechos no aludimos a meras expresiones de deseos, sino a instrumentos institucionales tendientes a obtener una prestación concreta por parte del Estado o, a través de éste, de un particular.

Durante años, la jurisprudencia y la doctrina mayoritarias en nuestro país (y, en general, alrededor del mundo) sostuvieron que los derechos sociales eran derechos en el primero de los dos sentidos apuntados: se los consideraba derechos “programáticos”, expresiones de deseo que no podían “operativizarse” —hacerse efectivos— en los tribunales. Sin embargo, hace alrededor de 20 años, esto empezó a cambiar y, paulatinamente, los jueces comenzaron a ordenar al Estado que garantizara de distintas maneras los derechos sociales. En particular, numerosas sentencias desde entonces han decidido que el Estado debe brindar tratamientos médicos y medicamentos de manera gratuita a quienes no pueden pagarlos por sus propios medios. En casos más contados, los jueces incluso han ordenado que se brindara acceso a una vivienda digna.

Es decir que hoy, tras esta evolución, los derechos sociales habrían dejado de ser meramente aspiracionales, ya que los individuos pueden esgrimirlos como instrumentos para obtener prestaciones concretas del Estado. No obstante, no puede decirse que esta transición de la etapa aspiracional a la operativa esté completa. Para que un derecho sea operativo, no basta que el juez le ordene algo concreto al Estado, sino que eso que el juez ordena debe ser factible. Si no lo es, por más enfática que sea la orden del juez, ésta quedará en letra muerta y nada cambiará en el mundo real. Así, si un juez, hipotéticamente, ordenara al Estado que garantizara la felicidad, esto querría decir bien poco, en particular en los casos en los que la infelicidad se debe a factores que escapan al control estatal.

Es por eso que los jueces no deberían partir de la base de que donde hay una necesidad, nace un derecho; no, al menos, en el segundo y más relevante de los sentidos apuntados, es decir, un derecho entendido como un mecanismo institucional. La existencia de una necesidad es una condición necesaria, pero no suficiente, para que exista un derecho efectivo a que esa necesidad sea satisfecha. Un derecho social que no puede tener como correlato una prestación real y concreta a cargo de alguien no puede ser un mecanismo institucional.

Este problema se presenta constantemente en los casos relativos a derechos sociales, pues en ellos la lógica aspiracional aún tiende a colarse en el razonamiento judicial. En efecto, es común que los jueces se concentren más en la aspiración de satisfacer la necesidad que en la posibilidad concreta de hacerlo en un contexto de asignación de recursos escasos. Pero si los jueces parten de la base de que los recursos públicos son inagotables cuando de hecho no lo son, ello redunda en que los beneficios sociales se terminen asignando por orden de llegada o siguiendo criterios de prioridad injustificados y, por ende, irrazonables.

La escasez plantea un problema estructural que debe ser analizado frontalmente por quienes toman decisiones en la materia. Solo así podremos responder de manera coherente y responsable en qué casos se justifica que un juez ordene que los recursos se asignen de un modo distinto al previsto en el presupuesto. En ese análisis, resulta obviamente relevante indagar acerca de la importancia de la necesidad en cuestión, pero también lo es preguntarse acerca del costo que razonablemente puede afrontar el Estado en un contexto en el que distintas necesidades compiten entre sí por fondos públicos necesariamente escasos. Pretender que esta segunda indagación es ajena al razonamiento judicial nos llevaría a derrapar hacia el terreno de lo meramente aspiracional, donde los derechos carecen de correlato práctico e institucional.

Para que la transición hacia la operatividad de los derechos sociales se complete, entonces, debemos dejar de lado los slogans demagógicos y las utopías jurídicas que no nos ayudan a encarar el problema correctamente, y enfocarnos en lo que razonablemente podemos pretender del Estado. Dependiendo de cada caso, probablemente el resultado de este análisis nos lleve a exigir más de lo que el Estado estaba dispuesto a dar en un primer momento, pero menos de lo que, en abstracto, nos gustaría que garantizara. El reino de lo posible nos obliga a convivir con cierto grado de frustración; acaso sea ése un precio inevitable en el tránsito hacia la madurez.

Es en esa intersección entre lo deseable y lo razonable donde encontraremos espacio para institucionalizar nuestras aspiraciones: para convertirlas en derechos en serio, que sirvan para cambiar la realidad y no solamente para tranquilizar la conciencia de quienes los proclaman.

Lucas S. Grosman

Profesor de Derecho. Universidad de San Andrés.

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