La Constitución es un documento destinado a regir tanto en tiempos de normalidad como en situaciones de emergencia. Esta afirmación no es meramente retórica, sino un pilar esencial de nuestro sistema institucional. La Constitución no es el paraguas con agujeros para los días de lluvia del que hablaba Estrada. Debe regir plenamente y, tal vez, con mayor intensidad en momentos de crisis, porque en ella encuentran su amparo los derechos individuales.
Nuestros constituyentes fueron lo suficientemente previsores para saber que la República atravesaría circunstancias difíciles de todo tipo. Para ello previeron en la propia Constitución mecanismos destinados a proteger el sistema, incluso durante épocas de dificultades. El estado de sitio es la institución principal prevista en la Constitución Nacional para hacer frente a las emergencias. El art. 23 dispone que en caso de conmoción interior o ataque exterior que pongan en peligro el ejercicio de la Constitución y las autoridades creadas por ella, puede declararse el estado de sitio, suspendiendo así las garantías constitucionales.
El abuso de este instituto en el pasado hace que su sola mención genere inmediatos reparos. Sin embargo, esa práctica inconstitucional no debe impedir la aplicación de un remedio institucional en momentos en que resulta imprescindible. El estado de sitio no implica dejar sin efecto la Constitución. En un viejo fallo, la Corte Suprema lo explicó con claridad: “El estado de sitio, lejos de suspender el imperio de la Constitución, se declara para defenderla” (Fallos 54:432, p. 456).
Su función es la de permitir la adopción de medidas extraordinarias, para hacer frente a situaciones igualmente extraordinarias. En esos casos excepcionales, las garantías constitucionales ceden frente a la imperiosa necesidad de conjurar un gravísimo peligro que amenaza la vigencia plena de la Constitución. Esas amenazas no son solamente por factores políticos. Como afirmó el juez Robert Jackson, la Constitución no es un pacto suicida. El instituto del estado de sitio está lejos de instaurar una dictadura constitucional, como la de la antigua Roma. Los poderes públicos continúan en pleno funcionamiento y las medidas específicas que adopte el Presidente de la Nación están sujetas al control judicial. El art. 43 expresamente dispone que el habeas corpus procede incluso durante la vigencia del estado de sitio.
Recuérdese que el art. 29 de la Constitución Nacional prohíbe la concesión de facultades extraordinarias o la suma del poder público. Esa norma establece un límite infranqueable para el ejercicio de las facultades del Poder Ejecutivo, que también rige durante el estado de sitio. Las medidas que se adopten deben estar estrictamente dirigidas a evitar el peligro por el cual aquel se dictó. Como toda facultad excepcional, su interpretación debe ser restrictiva. Sin embargo, las prevenciones que pueda suscitar y los recuerdos de los abusos del pasado, no pueden llevar a permanecer inermes ante una situación de emergencia real. Es precisamente a través de los mecanismos constitucionales como mejor se implementan las restricciones requeridas para controlar una crisis.
Cierto es que los derechos no son absolutos y que la propia Constitución prevé que los mismos están sujetos a la reglamentación que se establezca por ley. Sin embargo, esa facultad legislativa de reglamentar los derechos no autoriza a anularlos. Como indica el art. 28, los derechos no pueden ser alterados con pretexto de su reglamentación. El poder de reglamentar un derecho es, en esencia, de carácter permanente, para situaciones de normalidad.
Las restricciones que supone una situación de emergencia no son el ejercicio de la facultad de reglamentar los derechos, ya que implican en muchos casos la suspensión lisa y llana del goce de esos derechos. Ningún poder de reglamentación autoriza esa suspensión. De ahí que sean restricciones meramente transitorias, que deben durar hasta que la emergencia desaparezca. Esto, que puede parecer una mera objeción formal, hace al fundamento mismo del gobierno constitucional. No es a través de una reglamentación de los derechos como pueden imponerse las imprescindibles medidas que exige una epidemia. La necesidad innegable de adoptar restricciones extremas al ejercicio de derechos constitucionales, no puede hacernos perder de vista que una reglamentación de ese tipo es violatoria del art. 28 de la Constitución Nacional. El estado de necesidad, incluso sanitario, no otorga a los poderes públicos facultades no previstas. Es ahí donde aparece el instituto del estado de sitio, el que, al ser estrictamente transitorio, autoriza a adoptar esas medidas extremas.
La actual epidemia del Covid-19 es una de esas emergencias para las que se incluyó el art. 23 en el texto constitucional. A primera vista podría creerse que el estado de sitio solamente está destinado a casos de violencia o insurrecciones. Sin embargo, la Constitución es clara cuando habla de conmoción interior que ponga en peligro su ejercicio. Ese ejercicio incluye garantizar, por ejemplo, un ambiente sano (art. 41 CN) y ejercer las competencias legislativas respecto del desarrollo humano (art. 75, inc. 19 CN). Si una epidemia pone en peligro la aplicación de esas y otras disposiciones constitucionales, se genera una situación de conmoción interior, que debe ser contenida a través de medidas extraordinarias al amparo del art. 23 de la Constitución.
Cabe preguntarse cuál es el órgano competente para declarar el estado de sitio. El art. 75, inc. 29 dispone que corresponde al Congreso declarar en estado de sitio uno o varios puntos de la Nación y aprobar o suspender el estado de sitio declarado por el Poder Ejecutivo durante el receso de aquél. En idéntico sentido, el art. 99, inc. 16 dispone que el Presidente solamente puede declarar el estado de sitio cuando el Congreso está en receso. En este momento el Congreso se encuentra en el período de sesiones ordinarias, con lo cual debería ser ese el órgano que declare el estado de sitio. Sin embargo, en la práctica, las sesiones se encuentran suspendidas como consecuencia de las medidas adoptadas para evitar la expansión del Covid-19.
La suspensión de hecho de las sesiones del Congreso podría interpretarse como un receso, lo que permitiría al Presidente de la Nación la declaración del estado de sitio mediante un decreto común (por oposición a un decreto de necesidad y urgencia). La Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos de América tuvo oportunidad de analizar cuándo se produce un receso en la actividad legislativa, si bien en relación con las designaciones en comisión por parte del Presidente. Las disposiciones constitucionales son distintas, ya que en los Estados Unidos la Constitución no establece las fechas en las cuales el Congreso estará en sesión, pero la decisión de la Suprema Corte tiene algunos aspectos relevantes para nuestro derecho. La cuestión fue resuelta por unanimidad (si bien con un voto concurrente de Scalia) en el caso National Labor Relations Board v. Noel Canning (573 US 513) y el tribunal fijó las siguientes reglas: (i) receso implica no solamente el período entre sesiones (en nuestro país, del 1 de diciembre al 28 o 29 de febrero), sino también las interrupciones que sucedan durante las sesiones del Congreso; y (ii) una interrupción durante las sesiones debe ser lo suficientemente extensa y como mínimo de 10 días corridos para poder considerarse un receso. Lo más relevante para nuestro derecho, dadas las diferencias antes apuntadas, es que la Suprema Corte dejó abierta la posibilidad de que se considerara receso a una interrupción producida por “una circunstancia muy inusual –una catástrofe nacional, por ejemplo, que haga que el Senado [en ese caso se discutían designaciones que requieren el consentimiento de este] no esté disponible, pero se requiera una respuesta urgente”.
Este último criterio es aplicable a la situación actual en nuestro país. Si bien las sesiones no han sido formalmente suspendidas, para lo que cada Cámara requiere del consentimiento de la otra (art. 65 CN), la actividad legislativa se encuentra de hecho en receso. Eso autorizaría al Presidente de la Nación a dictar un decreto de los llamados autónomos, declarando el estado de sitio. En tal caso, debería notificar en forma inmediata al Congreso para que este apruebe o suspenda la declaración.
Concedo, sin embargo, que esa interpretación no está libre de dudas y que pueden levantarse fundadas objeciones. Otra alternativa sería la de declarar el estado de sitio a través de un decreto de necesidad y urgencia. Con anterioridad a su incorporación a la Constitución en la reforma de 1994, el 19 de mayo de 1989 el Presidente Alfonsín dictó el decreto 714/89, por el que declaró el estado de sitio en todo el territorio nacional por un plazo de 30 días, estando el Congreso en sesiones. En los considerandos del decreto se hizo mención a que “nuestros más distinguidos juristas han admitido la doctrina de los reglamentos de necesidad y urgencia”, de lo que se desprende el carácter con el que fue dictado.
Actualmente el art. 99, inc. 3 de la Constitución autoriza al Poder Ejecutivo a dictar decretos de necesidad y urgencia en casos extraordinarios. Para ello es necesario que existan circunstancias excepcionales que hagan imposible seguir el trámite ordinario de sanción de las leyes. Eso significa que sea imposible, en los hechos, que el Congreso se reúna para tratar el proyecto de ley y no que el partido político del Presidente carezca de mayorías para aprobarlo. Los decretos de necesidad y urgencia no son una garrocha para saltar el Congreso. Si bien soy contrario a ese tipo de decretos, los que constituyen una subversión del sistema de división de poderes de nuestra Constitución, si se confirmara que es imposible reunir a los legisladores por la epidemia, el Presidente estaría autorizado a dictar un decreto de necesidad y urgencia declarando el estado de sitio.
La debilidad de esta solución frente al decreto autónomo, es que la ley que regula el procedimiento que deben seguir los decretos de necesidad y urgencia en el Congreso dispone que estos siguen en vigencia, salvo que sean expresamente derogados por el voto de ambas Cámaras. Esto significa que, en la práctica, el Presidente puede legislar sin control teniendo mayoría en una sola de las Cámaras del Congreso. En cambio, el art. 75, inc. 29 establece que las Cámaras deben aprobar o suspender el estado de sitio declarado por el Presidente durante el receso. Si, tratado expresamente por una Cámara, el mismo no fuera aprobado, dejaría necesariamente de estar en vigencia. El decreto autónomo permite un control más acentuado del Congreso respecto de la declaración del estado de sitio por parte del Presidente.
En resumen, la emergencia causada por el Covid-19 justifica ampliamente la declaración del estado de sitio. En caso de que el Congreso no pudiera reunirse para declararlo, el Presidente podría hacerlo ya sea a través de un decreto autónomo o de un decreto de necesidad y urgencia. Las restricciones a los derechos que exige la epidemia y que están más que justificadas, exceden largamente la facultad de reglamentación prevista en el art. 14. Se trata, en realidad, de una suspensión de las garantías constitucionales. Para eso existe el art. 23 de la Constitución, el que además tiene la ventaja de otorgar al Ejecutivo los poderes necesarios para hacer cumplir las medidas restrictivas que la emergencia exige. El pánico es a menudo el origen de los regímenes autoritarios. Es por eso imprescindible que las restricciones a los derechos constitucionales se adopten a través de los mecanismos que la propia Constitución ha previsto y dentro de los límites establecidos por ella. Solo así podremos garantizar la libertad, fin último de la Constitución.
Ricardo Ramírez Calvo
Universidad de San Andrés