El decreto-ley 18.777, dictado por el presidente de facto Gral. Roberto M. Levingston, establece distintos requisitos para ser designado procurador del Tesoro de la Nación, entre ellos una edad máxima de 70 años. En tal sentido, el artículo 2 dispone:
“El procurador del Tesoro de la Nación deberá ser ciudadano argentino, no menor de treinta ni mayor de setenta años, abogado con el título habilitante expedido o revalidado por universidad argentina y contar por lo menos con ocho años de antigüedad en la profesión”.
Si bien algunos textos del decreto-ley que pueden encontrarse en la web indican que la edad máxima sería 60 años, el publicado en el Boletín Oficial es claro en cuanto a que la exigencia es de 70 años. Esa norma casi olvidada limita la libertad del poder ejecutivo para elegir a la persona que crea conveniente. Cabe analizar si es compatible con las disposiciones constitucionales que regulan la designación de funcionarios de la administración.
La Constitución otorga al presidente de la Nación la atribución de nombrar a distintos funcionarios y establece con precisión en qué casos se requiere algún tipo de intervención del Congreso. El texto del artículo 99, inc. 7, dispone:
“Nombra y remueve a los embajadores, ministros plenipotenciarios y encargados de negocios con acuerdo del Senado; por sí solo nombra y remueve al jefe de gabinete de ministros y a los demás ministros del despacho, los oficiales de su secretaría, los agentes consulares y los empleados cuyo nombramiento no está reglado de otra forma por esta Constitución”.
El artículo 100, inc. 3 de la Constitución nacional complementa aquella norma, aunque genera una innecesaria confusión allí donde no la había. Dispone que corresponde al jefe de gabinete “efectuar los nombramientos de los empleados de la administración, excepto los que correspondan al presidente”.
En todos los casos la designación corresponde exclusivamente al presidente de la Nación y solo en algunos se exige el consentimiento del Senado. Cuando la Constitución no requiere ese acuerdo senatorial, la atribución es privativa del presidente de la Nación o, eventualmente, del jefe de gabinete de ministros. La Constitución excluye la participación del poder legislativo en las designaciones y remociones de funcionarios, salvo cuando expresamente exige el acuerdo del Senado.
Los constituyentes argentinos redactaron una norma muy precisa y categórica, que atribuye en forma exclusiva y discrecional al presidente de la Nación la designación y destitución de todos aquellos empleados cuyo nombramiento no esté reglado de otra manera en la propia Constitución. Es por eso que incluyeron las palabras “por sí solo”. El principio general es que el presidente nombra en forma discrecional, salvo que la propia Constitución imponga una forma de designación diferente. No hay referencia alguna a eventuales limitaciones que pudieran disponer las leyes ni a la concurrencia de ningún otro órgano.
La Constitución ha establecido una nítida separación entre las facultades del Congreso y las del presidente de la Nación en relación con los empleos. El poder legislativo puede crear y suprimir empleos, fijar sus remuneraciones y también le corresponde aprobar la ley de ministerios, pilar fundamental de la organización administrativa. Sin embargo, allí terminan sus facultades. Cuando la Constitución ha querido hacer excepciones a la amplia facultad presidencial de designar por sí solo, lo ha hecho en forma expresa, exigiendo el acuerdo del Senado. Como lo afirma Gelli, “la competencia del ejecutivo en punto a esos nombramientos es discrecional y está exenta del control jurisdiccional” (María Angélica Gelli, Constitución de la Nación Argentina Comentada y Concordada, La Ley, Buenos Aires, 2001, p. 628).
Otro autor sostiene:
“Cuando se trata de funcionarios que forman parte de la administración pública –de la que es jefe el presidente–, sea esa administración centralizada, descentralizada o autárquica, una ley del Congreso no puede agravar el mecanismo de designación, porque con ello pone una limitación al poder ejecutivo que la Constitución no exige, y que además rechaza. El presidente nombra y remueve por sí solo. Si la voluntad del Senado debe concurrir por imperio de la ley, la del poder ejecutivo se restringe en forma inconstitucional” (Germán J. Bidart Campos, El derecho constitucional del poder, Ediar, Buenos Aires, 1967, Tomo II, pp. 109 y 110, N° 675).
Si bien la opinión citada está referida principalmente a la exigencia del acuerdo del Senado en casos no previstos constitucionalmente, es aplicable a cualquier limitación de las facultades constitucionales del presidente en materia de designación y remoción que en la práctica implique que el ejecutivo ya no designa al funcionario a su exclusivo criterio.
La participación del Congreso se limita a lo dispuesto en el artículo 75, inc. 20: crear y suprimir empleos y fijar sus atribuciones. Ese inciso nada dice respecto del nombramiento y remoción de quienes ocupan esos empleos, toda vez que esa facultad fue otorgada al presidente en el artículo 99, inc. 7. Establecer restricciones por vía legal a la facultad constitucional del presidente de nombrar y remover por sí solo a esos agentes, implica una subversión del principio de separación de poderes.
La posibilidad de limitar la facultad presidencial de designación y remoción tampoco puede derivarse de lo previsto en el artículo 75, inc. 32, copia de la necessary and proper clause de la Constitución de los Estados Unidos. Como lo expresó la Suprema Corte estadounidense en Buckley v. Valeo, las atribuciones legislativas del Congreso no lo autorizan a limitar la facultad de designación del presidente (424 U.S. 1, p. 135). Se ha dicho con acierto que “lo que nuestro esquema de separación de poderes prohíbe es que un ente sea principalmente dependiente de uno de los poderes del gobierno, pero ejecute facultades de otro” (Laurence H. Tribe, American Constitutional Law, 2a ed., The Foundation Press, Mineola, 1988, p. 253).
El ejemplo de los ministros, cuya designación es idéntica a la de los demás empleados de la administración, ilustra la inconstitucionalidad de eventuales limitaciones a la designación y remoción de esos demás empleados por parte del poder ejecutivo. Si se aceptara que el Congreso pudiera limitar o reglamentar la facultad presidencial de nombrar y remover por sí solo a los empleados de la administración, lo mismo cabría para la designación y remoción de los ministros. Así, si fuese constitucionalmente válido establecer un límite de edad para el procurador del Tesoro, lo mismo sería aplicable para los ministros.
El único requisito previsto constitucionalmente es la idoneidad, dispuesto en el artículo 16 de la Constitución nacional. Surge expreso del texto constitucional, razón por la cual la facultad atribuida al poder ejecutivo por el artículo 99, inc. 7, encuentra reglamentación en dicha exigencia constitucional.
En algún momento el propio Congreso reconoció que las leyes que imponían requisitos para la designación de este tipo de empleados, tales como el acuerdo del Senado, implicaban una violación inconstitucional de las facultades del poder ejecutivo. En 1974, impulsada por el Partido Justicialista, se sancionó la ley 20.677 por la cual se suprimió el requisito del acuerdo del Senado para la designación de funcionarios en todos aquellos organismos de la administración pública, cualquiera sea su naturaleza jurídica, cuyas normas de creación, constitución y funcionamiento así lo establecían y cuya designación no estuviera reglada de tal manera por la Constitución nacional.
En ocasión del debate el miembro informante por la mayoría, diputado José Luis Lazzarini, expresó:
“La Constitución establece, clara y prolijamente enumeradas, todas aquellas circunstancias en que el nombramiento, que en principio es de competencia del poder administrador, precisa la colaboración del Senado […]. La Constitución ha establecido, estrictamente en cada caso, cuándo ha querido limitar la competencia del Ejecutivo en designaciones que son naturalmente de su resorte, de tal manera que la lista ya abrumadora de casos en que por vía legislativa se han establecido designaciones que competen al poder ejecutivo, dando el acuerdo del Senado, es hoy realmente asombrosa e inconstitucional” (Cámara de Diputados de la Nación, sesión del 5 de junio de 1974, citado en José L. Lazzarini, Debates Parlamentarios sobre temas constitucionales, Depalma, Buenos Aires, 1985, p. 32).
En otra parte de su exposición, sostuvo:
“De esta manera se ha ido violando la Constitución nacional, estableciéndose una colaboración en la designación de los funcionarios, materia ésta de competencia exclusiva del poder administrador: no hay ni puede haber acuerdo del Senado para otros casos que los expresamente establecidos por la Carta Magna. No se puede retacear la competencia constitucional del presidente de la República para que nombre y remueva a todos los empleados de la administración cuya designación no esté reglada en forma expresa por la Constitución argentina” (ídem, p. 33).
El problema de las leyes inconstitucionales y la obligación o no del poder ejecutivo de obedecerlas pese a ello es una cuestión que requiere un cuidadoso análisis. Se ha señalado con acierto que, si el presidente se negara a obedecer una ley por considerarla inconstitucional, “se estaría arrogando funciones de control legislativo y las leyes tendrían un mero carácter de consejo o recomendación, dependiendo para su vigencia de la buena voluntad del presidente” (Westel W. Willoughby, The Constitutional Law of the United States, 2a ed., Baker, Voorkis and Company, Nueva York, 1929, T. III, p. 1503).
Sin embargo, distinta es la situación cuando la norma reputada inconstitucional afecta de manera significativa facultades constitucionales privativas de otro poder. En otras palabras, si una norma invade inconstitucionalmente los poderes otorgados en forma explícita por la Constitución a cualquiera de los otros dos poderes, la cuestión requiere una solución diferente. El equilibrio es delicado y se advierte fácilmente que, a través de esta interpretación, podría abrirse la puerta para que el presidente desafiara leyes perfectamente constitucionales. Pero, así como es extremadamente peligroso el avance del poder ejecutivo, también lo son los desbordes institucionales de los otros dos poderes.
La propia Corte Suprema de Justicia de la Nación ha reclamado para sí, desde antiguo, el rol de guardián de la independencia del poder judicial frente al avance de los otros poderes, aun en ausencia de un caso o controversia (Fallos 241:50, 259:11, 286:17, 301:205 y 319:7, entre muchos otros). El Alto Tribunal emitió acordadas en diversos casos en los cuales entendió afectado al poder judicial o cuando se ponía en riesgo el ejercicio de atribuciones privativas. En similares casos, es decir exclusivamente en situaciones en las cuales se afecta de manera sustancial el ejercicio de facultades privativas del poder ejecutivo, impidiéndole el ejercicio de sus obligaciones constitucionales y con el limitadísimo alcance de lo estrictamente necesario para remover esos obstáculos, el poder ejecutivo podría dejar de aplicar una norma inconstitucional.
En similar sentido se expresó en una carta privada el Chief Justice Salmon P. Chase, quien presidió el Senado constituido en tribunal en ocasión del juicio político al presidente Andrew Johnson: “No hay nada más claro para mi pensamiento, que las leyes del Congreso contrarias a la Constitución no son leyes. En caso de que se apruebe una ley que el presidente crea que es contraria a la Constitución, me parece a mí que su obligación es ejecutarla de la misma manera que si pensara que es constitucional, salvo en el caso en que ataque y restrinja directamente el poder ejecutivo que le ha sido confiado por dicho instrumento. En ese caso, a mi juicio es el deber claro del presidente ignorar la ley, cuando menos para que sea necesario someter la cuestión de su constitucionalidad a los tribunales judiciales. … ¿Cómo puede un presidente cumplir con su juramento de preservar, proteger y defender la Constitución si no tiene el derecho de defenderla contra una ley del Congreso que en su sincera opinión ha sido sancionada en violación de aquélla? (citado por Raoul Berger, Impeachment: The Constitutional Problems, Harvard University Press, Cambridge, Massachusetts, 1973, p. 295).
Así lo ha entendido la procuración del Tesoro de la Nación, máximo órgano de asesoramiento jurídico del poder ejecutivo. Este organismo ha distinguido entre declaración de inconstitucionalidad y abstención de aplicar una norma inconstitucional. Lo primero está vedado para el poder ejecutivo. Sin embargo, se afirma que el poder ejecutivo tiene facultades para abstenerse de aplicar una norma que considere contraria a la Constitución “pues si así no lo hiciere, transgrediría el orden jerárquico normativo establecido en el artículo 31 de la Constitución nacional” (Dictámenes de la Procuración del Tesoro de la Nación 84:102).
Sin embargo, esa doctrina tiene importantes limitaciones y solo puede ser invocada en casos excepcionalísimos. Como lo expresa Bidegain, “el principio general de que el presidente, a diferencia de los jueces, no puede “prescindir” de aplicar la ley admite una clara excepción. Cuando el legislador invade un campo que la Constitución atribuye al poder ejecutivo, puede prescindir de la ley y ejercer plenamente la autoridad que le otorga la norma suprema” (Carlos M. Bidegain, “El control de constitucionalidad y la Procuración del Tesoro”, en 120 Años de la Procuración del Tesoro 1863-1983, Procuración del Tesoro de la Nación, Buenos Aires, 1983, p. 45). Lo expuesto no implica admitir que el poder ejecutivo pueda derogar una ley que reputa inconstitucional, aun en el caso de que invada sus atribuciones privativas. Solamente en el caso en que la ley inconstitucional impidiera de manera efectiva el ejercicio de facultades privativas y discrecionales, puede ignorarla.
Bidegain agrega que, “tal como los jueces, [el presidente] debe “abstenerse de aplicar” la norma ilegítima y es buena política agregar el requerimiento al Congreso de la derogación de la ley” (ídem p. 46). El poder ejecutivo debe procurar, en la medida de lo posible, que la controversia sea sometida a la decisión de los tribunales judiciales. Es necesario reiterar que el recurso de abstenerse de aplicar una ley inconstitucional debe ser usado por el poder ejecutivo de manera muy limitada, con suma prudencia y exclusivamente en aquellos casos en los cuales la ley reputada inconstitucional por el poder ejecutivo invada atribuciones privativas de ese poder e impida el ejercicio de esas facultades. Los otros casos, por más flagrante que sea la inconstitucionalidad de la norma, no habilitan al presidente a ignorar la ley o negarse a aplicarla.
Más recientemente, la procuración del Tesoro tuvo oportunidad de expedirse en estos términos respecto de la atribución presidencial de designar y remover empleados de la administración: “Corresponde distinguir entre “declaración de inconstitucionalidad” y “abstención de aplicar una norma considerada inconstitucional”. Así como el poder ejecutivo no puede declarar la inconstitucionalidad de una ley, por corresponderle esto al poder judicial, sí puede, en cambio, abstenerse de aplicar una ley que considere inconstitucional. Es evidente que el poder ejecutivo tiene atribuciones para no ejecutar una ley que juzgue inconstitucional, pues, si así no lo hiciere, transgrediría el orden jerárquico normativo establecido en el artículo 31 de la Constitución nacional.[…] El artículo 38 de la Ley Marco [de Regulación del Empleo Público] es inconstitucional, en razón de que […] cercena la potestad disciplinaria de la administración pública nacional hasta casi extinguirla, y le impide al poder ejecutivo nacional ejercer su facultad constitucional de remover a sus empleados. […] Por ende, y de acuerdo con la tesis expuesta en Dictámenes 84:102, el poder ejecutivo nacional y la administración pública nacional deben abstenerse de aplicar dicho artículo” (Dictámenes 293:205; Dictamen N° 128/15 del 1 de junio de 2015).
El hecho de que las normas que imponen restricciones a las facultades presidenciales hayan sido emitidas por el propio poder ejecutivo no purga su inconstitucionalidad. Como expresó la Suprema Corte de los Estados Unidos, “quizás un determinado presidente encuentre alguna ventaja en atarse de manos, pero la separación de poderes no depende de la opinión de determinados presidentes”. El tribunal estadounidense agregó que el presidente carece de facultades para “obligar a sus sucesores reduciendo sus atribuciones” (Free Enterprise Fund v. Public Company Accounting Oversight Board, 561 U.S. 477). En función de ello y con el limitadísimo alcance descripto, el poder ejecutivo estaría habilitado a abstenerse de aplicar el límite de edad previsto en el decreto-ley 18.777 para la designación del procurador del Tesoro.
Los cultores del neoconstitucionalismo tendrán una difícil tarea para resistir a quienes pretendan justificar el límite etario para ser designado procurador del Tesoro basándose en consideraciones de justicia, conveniencia o razonabilidad. Quienes somos textualistas nos atenemos a la letra clara (e incluso fría) de la Constitución: el ejercicio de la facultad presidencial no requiere del concurso de nadie, salvo cuando está expresamente previsto en aquella. La desventaja de los textualistas es que nos vemos forzados a aceptar resultados incluso reñidos con nuestras preferencias. Los neoconstitucionalistas y similares tienen la enorme fortuna de poder acomodar los argumentos para que las conclusiones sean siempre de su agrado. Poseen la envidiable habilidad de encontrar siempre el principio exacto que les permite derrotar a la regla en el sentido que más los complace. Es que nadie pondera para perder.
En mi caso, el respeto estricto del texto constitucional y de su interpretación originalista me impone una sola respuesta, aunque pueda llevar a una consecuencia no deseada: el límite de edad antes referido es inconstitucional. La fórmula utilizada por la Constitución nacional respecto de la atribución presidencial de nombramiento y destitución de funcionarios no quedó librada al azar y sus redactores extremaron los recaudos para que la inteligencia de la norma en cuestión no diera lugar a dudas. No se limitaron a establecer que el presidente nombra y remueve al jefe de gabinete, a los demás ministros, a los secretarios, a los agentes consulares y a los restantes empleados cuyo nombramiento no estuviera reglado de otra manera en la propia Constitución. Agregaron a eso, para despejar toda posible discusión, las palabras “por sí solo”.
De allí que, con independencia de quién sea la persona que el presidente de la Nación elija para ocupar el cargo de procurador del Tesoro de la Nación, el análisis constitucional arroja una sola conclusión: ninguna ley puede limitar las atribuciones que el artículo 99, inc. 7 de la Constitución otorga al poder ejecutivo. La limitación establecida en el artículo 2 del decreto-ley 18.777 no obliga al presidente de la Nación, quien tiene libertad para designar a quien crea más conveniente. Su única limitación es que esa persona sea idónea.
Ricardo Ramírez-Calvo
Universidad de San Andrés
Excelente muy claro y didáctico. Muchas Gracias por compartirlo