Tres distinguidos juristas se han referido aquí a los requisitos necesarios para ocupar el cargo de Procurador General del Tesoro, lo cual me tienta a participar del debate. La norma cuestionada es le ley 18777, la cual, en su artículo 2, dispone que el “procurador del Tesoro de la Nación deberá ser ciudadano argentino, no menor de treinta años ni mayor de setenta, abogado con el título expedido o revalidado por universidad argentina, y contar por lo menos con ocho años de antigüedad en la profesión”. De todos los requisitos que la norma menciona el que motiva el debate es el de la edad máxima admitida para desempeñar el cargo, ya que el candidato entonces propuesto –y hoy designado – excedía ese límite etario.
Quien inicia el debate en este blog es Ricardo Ramírez Calvo, el que sostiene que el Poder Ejecutivo tiene libertad para elegir a la persona que crea conveniente, en virtud del artículo 99, inciso 7, de la Constitución Nacional, el cual establece que el presidente nombra en esos cargos “por sí solo”, facultad cuyas excepciones deben mencionarse explícitamente. El diagnóstico de Ramírez Calvo, entonces, es terminante: la ley es inconstitucional. Pero no es por el diagnóstico que estamos debatiendo ahora, sino por el tratamiento que sugiere. En efecto, él propone que el poder ejecutivo directamente no aplique la norma objetada.
Gabriela Seijas disiente vigorosamente de esta propuesta. No critica el diagnóstico anterior–o, al menos- no lo critica expresamente- pero se opone con decisión al tratamiento, puesto que piensa que para abstenerse de aplicar una norma hace falta primero una declaración de inconstitucionalidad, facultad exclusiva de los jueces. Y respecto de la facultad del Poder Ejecutivo, acepta que el Congreso puede establecer sobre ella una regulación razonable. Frente al problema de la inconstitucionalidad de la norma, entonces, Ramírez Calvo recurre al propio poder ejecutivo, mientras que Seijas apela al Poder Judicial, en el caso que esa inconstitucionalidad existiera, con el propósito declarado de respetar el estado de derecho.
Ahora llega el turno de Osvaldo Pérez Sammartino. El Poder Ejecutivo adoptó el tratamiento sugerido por Ramírez Calvo y directamente derogó por decreto la ley cuestionada., aunque no por las razones sugeridas por él. Pérez Sammartino cuestiona entonces el decreto aludido por no existir urgencia, y por basarse en argumentos endebles y citas equivocadas, por lo cual no existían razones para soslayar al Congreso. Mientras Ramírez Calvo resolvía el tema dentro del Poder Ejecutivo y Seijas lo remitía al Poder Judicial, Pérez Sammartino sugiere que intervenga eventualmente el Poder Legislativo.
Esto parecería agotar las opciones disponibles, pero no es así: ninguno de los participantes del debate (salvo tal vez Seijas) cuestiona el diagnóstico inicial, que sostuvo la inconstitucionalidad de la ley. Yo voy a hacerlo decididamente, y voy a sostener que no puede actuar ni el Poder Ejecutivo, (pese a que lo hizo) porque no tiene facultades para hacerlo, ni el Poder Judicial, porque la norma es constitucional. Pero como el contenido de la norma no es la única alternativa constitucionalmente posible, no objeto que intervenga el Poder Legislativo para modificarla. Veamos con algún detalle mi posición.
Ya hemos visto lo que dice el artículo 99, inciso 7, respecto de la facultad del ejecutivo acerca de nombramientos como el que motiva este debate. El artículo 16 de la Constitución, a su vez, establece que todos los habitantes de la Nación “son iguales ante la ley, y admisibles en los empleos sin otra condición que la idoneidad”. Por supuesto que Ramírez Calvo no ignora esto, y dice expresamente que “el único requisito previsto constitucionalmente (para limitar al Poder Ejecutivo) es la idoneidad”.
Ahora bien: la idoneidad no es un concepto preciso, y puede dar lugar a divergencias atendibles. Ante todo, la idoneidad se vincula con la capacidad, pero no con la excelencia. (El diccionario define “idóneo” como “adecuado” o “apropiado”.) Es una condición necesaria para poder realizar una actividad, pero hay quienes no la considerarían una condición suficiente. Si yo tengo que realizarme una operación quirúrgica compleja, y me dicen que tengo que elegir entre dos cirujanos, uno idóneo y el otro excelente, no vacilaría en elegir al segundo.
De modo que la Constitución le otorgó facultades amplias al Poder Ejecutivo en este aspecto: no le exige que elija a los mejores, pero sí que elija a los idóneos, a los que son –al menos- capaces, adecuados. Pero si es una exigencia mínima, el Poder Legislativo puede estar interesado en que esa exigencia mínima se respete, y puede, por lo tanto, establecer ciertos requisitos para asegurarse ese respeto.
Aquí la posición de Ramírez Calvo acerca de la ley 18777 no es unívoca, ya que él puede estar planteando dos objeciones distintas: 1) puede objetar todos los requisitos exigidos por la ley en cuestión, o 2) puede objetar sólo el requisito de la edad máxima. Las dos posiciones le plantean problemas. Si cuestiona todos los requisitos, entonces tendría que aceptar que el Poder Ejecutivo designara Procurador General de la Nación –posición que implica desempeñarse como abogado del Estado- a alguien que no fuera abogado, y esto suena extraño. Pero si cuestiona sólo el requisito de la edad máxima, entonces acepta que el Poder Legislativo puede reglamentar la facultad del inciso 7 del artículo 99 de la Constitución, y no se aprecia por qué, entonces, mientras puede reglamentar el título profesional, la edad mínima y la antigüedad en la matrícula, le está prohibido reglamentar la edad máxima.
Entre los requisitos, de hecho, figura la edad del aspirante, en este caso del aspirante a ser designado como Procurador General del Tesoro, y no parece una exigencia caprichosa. Porque una de las maneras de adquirir idoneidad, por ejemplo, es la práctica profesional, y allí cobra importancia la edad mínima del aspirante (requisito que elimina el decreto que deroga la ley que nos ocupa). Usualmente un abogado se gradúa a una edad que oscila entre los veintitrés y los veinticinco años de edad, por lo que una edad mínima de treinta años, como establece la disposición que estoy examinando, garantiza en principio una práctica que se ajusta a lo que también exige la ley. No parece un requisito exagerado, ni una restricción indebida al privilegio del Poder Ejecutivo a nombrar a quien desee, sin consultar con ningún otro poder. No nos sentiríamos tranquilos si el designado fuera un abogado de veintidós años, recién recibido, y tendríamos razón al no estarlo, porque su falta de práctica profesional pondría en duda su idoneidad.
Pero alguien podría objetar, con razón, que esto no es lo que se discute aquí: el problema no es la edad mínima sino la edad máxima: si lo que me preocupa es la práctica profesional, cuanto más años tenga el candidato más habrá practicado. Esto es cierto, por lo que el argumento ahora debe tomar otro rumbo. Así como –en un comienzo – la capacidad profesional se robustece con la práctica, a partir de una cierta edad no parece irrazonable pensar que puede tender a disminuir. Pasa en el deporte, donde un futbolista de cuarenta años no es mejor usualmente que uno de dieciocho, y un golfista de sesenta años no es tan bueno como uno de treinta y cinco. Y así como ocurre en el ámbito físico, tampoco es irrazonable que puede ocurrir un fenómeno similar en el ámbito mental, y un abogado de ochenta años no es usualmente mejor que uno de cincuenta.
Ya conocemos los ejemplos usuales: la Universidad de Buenos Aires retira a sus profesores a los setenta años, y los jueces nacionales deben cesar en sus funciones a los setenta y cinco años. Puede no ser el mejor sistema, puede desaprovecharse talentos disponibles, pero en ninguno de esos casos la decisión se calificaría como irrazonable.
Con el Procurador General del tesoro ocurre lo mismo. Así como el legislador se preocupó porque tuviera alguna práctica profesional, y exigió una edad mínima de treinta años, también se preocupó por el posible deterioro de su capacidad profesional –se preocupó por su idoneidad- e impuso una edad máxima de setenta años. Si el Poder Ejecutivo tiene una franja etaria de cuarenta años para elegir, como la tiene, ¿puede considerarse esta exigencia como irrazonable? La irrazonabilidad aparecería, por ejemplo, si el legislador exigiera una edad mínima de treinta años y una edad máxima de treinta y cinco, ya que aquí sí el Poder Ejecutivo podría quejarse –sin duda- de que se restringe indebidamente su derecho constitucional de elegir a sus funcionarios, pero con la amplitud de opciones que le otorga la legislación actual esa queja carecería de sentido.
¿Qué ha hecho el legislador, entonces? Ha interpretado un concepto vago, como lo es el de idoneidad, tratando de precisar su contenido, y ha cumplido con dos exigencias de razonabilidad: 1) ha utilizado un criterio objetivo, como lo es el de la edad, y 2) ha otorgado discrecionalidad suficiente al Poder Ejecutivo para su elección, con una franja etaria generosa. ¿Por qué deberíamos concluir entonces que actuó de manera inconstitucional? El legislador aumentó la probabilidad de que el candidato seleccionado por el Poder Ejecutivo sea idóneo, luego de lo cual el Ejecutivo designa a quien desea, por sí solo, sin consultar para ello con ninguno de los otros dos poderes.
Todo esto no quiere decir, por supuesto, que la ley en cuestión no puede ser reformada, o derogada (aunque no en la forma en la que se la reemplazó): no es constitucionalmente obligatorio que se fije una edad mínima y máxima para el Procurador General del Tesoro, y ni siquiera estoy seguro de que sea el mejor sistema acotar de esta forma el accionar del Poder Ejecutivo. Pero estoy seguro –en cambio- que hacerlo así no es inconstitucional.
Hay otro problema adicional para Ramírez Calvo: si el presidente es su candidato para defender la Constitución, entonces en el clásico debate sobre el tema que inspiró la Constitución de Weimar, él se encuentra en la compañía de Carl Schmitt, lo cual es incómodo para un incuestionable demócrata y liberal como él (aunque sin duda el propósito central de Schmitt era otro, lo reconozco). Gabriela Seijas, en cambio, que eligió al Poder Judicial para desempeñar esa tarea, se mueve en la confortable vecindad de Hans Kelsen. Pero hay otro problema, del cual Ramírez Calvo no tiene por qué hacerse cargo. El Poder Ejecutivo recurrió al tratamiento sugerido en su artículo para librarse de la ley, pero no utilizó los argumentos que el propio artículo le proporcionaba. Se puede disentir de Ramírez Calvo, pero su argumento es sin duda inteligente y atendible. En cambio, los argumentos del decreto 21/2023, que deroga la ley 18777 son pésimos, como muy bien explica Pérez Sammartino. No puede tomarse en serio, supongo, que la ley en cuestión viola el derecho humano a trabajar de las personas mayores, lo cual provocaría la inconstitucionalidad de los regímenes que, como hemos visto, regulan las actividades de los jueces (que deben retirarse a los 75 años), y de los profesores universitarios (que deben retirarse a los 70 años), a los que agrego los aeronavegantes (que se retiran obligatoriamente a los 65 años). Es un decreto de necesidad y urgencia que no demostró ni su necesidad ni su urgencia. Ramírez Calvo sugirió un tratamiento y proporcionó razones –atendibles e interesantes- para fundarlo. No tiene la culpa de que hayan aceptado el tratamiento, al par que ignoraban sus razones.
Este es mi diagnóstico, entonces: la ley 18777 no es inconstitucional. ¿Y cuál es mi tratamiento? Ofrezco dos, a falta de uno. El primero es cumplir con sus disposiciones (lo que no se hizo), como el derecho ordena, y designar un procurador General del Tesoro que tenga entre treinta y setenta años de edad. (No se preocupen: hay muchos candidatos idóneos que cumplen con ese requisito.) El segundo es derogar la ley y eliminar el requisito en cuestión, pero no hacerlo por decreto, como se hizo, sino como el derecho ordena.
El doctor Rodolfo Barra, que es un muy buen jurista, no fue designado como el derecho manda. No ingresó al espectáculo con su entrada en orden ¿Habrá entrado como Barra brava?
Martín D. Farrell
Universidad de San Andrés