I. En tiempos de un garantismo selectivo cada vez más marcado quizás sea útil recordar que el triunfo primordial del constitucionalismo es precisamente el contrario: que hay un núcleo de derechos y garantías mínimas constitucionalmente reconocidos -entre ellos el debido proceso- que no puede ser franqueado por ningún gobierno ni por ninguna presión social o mayoría.

Para este recordatorio básico nos servirá traer a escena a Benjamin Constant, un pensador tal vez no tan recordado en ámbitos estrictamente jurídicos o que no se dedican a la teoría política; mucho menos por penalistas o procesal-penalistas. Después de todo, Constant no era abogado ni se dedicó al derecho penal, tampoco a escribir códigos procesales penales. Sin embargo, afortunadamente para nosotros, en sus obras políticas y de diseño constitucional trató la noción de debido proceso y escribió con llamativa lucidez acerca de varias garantías. No solo eso, sino que hace dos siglos que proféticamente adelantó una descripción y advertencia muy detalladas acerca de varios de los problemas que atentan hoy contra la buena salud del debido proceso. Por ejemplo, cuesta creer que Constant no haya hecho un viaje en el DeLorean hasta nuestros días para escribir esto en Principios de política aplicables a todos los gobiernos:

“Cuando los crímenes se multiplican o el Estado parece amenazado por algunos peligros, se nos dice que hay que abreviar los debidos procesos […] se suprimen los procedimientos, se aceleran los juicios, se establecen tribunales extraordinarios, se cercenan en todo o en parte las garantías judiciales” (Libro IX, cap. 2).

De este modo, criticó muy duramente algo que también es hoy uno de los principales problemas del derecho procesal penal: la tendencia a “tomar atajos” o “achicar” el debido proceso como “política criminal”, ya sea frente a la proliferación del delito o para crímenes puntuales que al Estado le interese especialmente perseguir.

Constant presentó a este fenómeno como un defecto lógico. A su ver, suprimir o reducir garantías procesales es una petición de principios, pues equivale a castigar a la persona acusada antes de juzgarla. Con toda razón consideró que si alguien es castigado es porque su crimen está probado de antemano y [s]i su crimen está probado, ¿de qué sirve un tribunal, cualquiera que sea, para decidir su suerte? Si su crimen no está probado, ¿con qué derecho ponen ustedes a un acusado en una clase particular y proscripta y lo privan, por una simple sospecha, del beneficio común a todos los miembros del estado social?” (Ídem).

Para hacer al absurdo todavía más evidente, Constant agregó que si se pudiera distinguir por signos exteriores e infalibles antes del juicio a inocentes y culpables, entonces el poder judicial sería inútil: [p]recisamente porque esos signos no existen, el debido proceso es necesario; precisamente porque el debido proceso parece ser el único medio de discernir al inocente del culpable, todos los pueblos libres y humanos reclamaron su institución. Por imperfecto que sea dicho proceso, tiene una facultad protectora que no se le puede arrebatar sin riesgo de destruirlo” (Ídem).

Cuando Constant hizo estas críticas, pensaba, entre otras cosas, en unas leyes procesales de Robespierre y también en los “juicios” llevados a cabo en los años posteriores a la Revolución Francesa. A propósito de ello decía -ingenuamente- que “nuestros descendientes, si tienen alguna idea de la libertad” no van a creer que hubo un tiempo en que sucedían estas cosas. ¡Ay si supiera que tanto tiempo después el atajo de las garantías procesales para llegar al resultado ‘condena’ se ha convertido en moneda corriente!

Hoy como ayer, eliminar o recortar garantías no tiene justificación ni aún para los delitos más graves. Para que haya debido proceso el secreto precisamente es que sea para todos, o no existe y cerramos los tribunales penales y nos vamos:

 “El debido proceso es o bien necesario o inútil para la condena […] Si el debido proceso es inútil, ¿por qué lo conservan en los procesos ordinarios? Si es necesario, ¿cómo lo cercenan en los procesos más importantes? ¡Cómo! ¡Cuando se trata de una falta leve y el acusado no es amenazado ni en su vida ni en su honor, se instruye la causa de la manera más solemne! ¡Se observan todas las formas […]! ¡Pero cuando se trata de alguna fechoría espantosa y por consiguiente de la infamia y de la muerte, se suprimen con una palabra todas las garantías tutelares! ¡Se cierra el código de las leyes, se abrevian las formalidades! Como si se pensara que cuanto más grave es una acusación más superfluo es examinarla” (Ídem).

Si la lógica no es lo nuestro y lo dicho hasta aquí por Constant aún no nos convence, tal vez sí nos interese la siguiente razón que nos da para preferir un “debido proceso en serio” al laxo “garantías para algunos sí y para otros no” de nuestros días: [el debido proceso] es el enemigo innato, el adversario inflexible de la tiranía, popular o de otro tipo. Mientras el debido proceso subsista, los tribunales oponen al despotismo una resistencia más o menos generosa, pero que siempre sirve para contenerlo” (Ídem).

De allí que podamos afirmar, sin temor a equivocarnos, que el debilitamiento del debido proceso es sintomático de que, al fin y al cabo, dos siglos después de aquellos tiempos de Constant aún no hemos podido deshacernos de los despotismos ni tiranías  “populares o de otro tipo”.  

¿Qué hacer ante este panorama? La respuesta es tan difícil para nosotros como lo debe haber sido para Constant. Sin embargo, tal vez valga la pena programar al DeLorean en 1810, y darnos una vuelta por el año en que el suizo escribió la versión extendida de los Principios de política aplicables a todos los gobiernos, para ver qué podemos aprender. Veremos entonces que Constant destinó buena parte de estos escritos a pensar los límites de la autoridad política, pues creía que esto era imprescindible para compatibilizar el principio de soberanía popular con las libertades y garantías básicas (entre ellas por supuesto las del debido proceso). También combatió decididamente contra el “falso límite” que representa la idea de una justicia natural o preexistente a las leyes positivas ante una autoridad política desbocada.

II. El problema es el arma y no las manos que la sostienen 

Uno de los tramos más conocidos de la obra de Constant es su crítica a Rousseau y a la idea de soberanía popular ilimitada. Según explica, de la teoría del Contrato Social se derivan dos principios:

1) el primero, sobre la fuente de la autoridad política: toda autoridad que gobierna una nación debe emanar de la voluntad general (soberanía popular);

2) el segundo, sobre la extensión de la autoridad política: la voluntad general ejerce una autoridad ilimitada sobre la existencia individual; “las cláusulas del contrato social [dice Constant] se reducen a una sola, a saber, la enajenación total de cada asociado con todos sus derechos a la comunidad” (Libro I, cap. 3).

Dicho eso, Constant rápidamente aclara que no es el primer principio de Rousseau el que pone en tela de juicio, sino el segundo, pues considera inadmisiblemente peligroso que el poder político, cualquiera sea la fuente de su autoridad, sea ilimitado:  

“Confíenselo a uno sólo, a varios, a todos, siempre será un mal. Culparán a los depositarios de dicho poder y, según las circunstancias, acusarán alternativamente a la monarquía, la aristocracia, la democracia, los gobiernos mixtos, el sistema representativo. Y se equivocarán. Es el grado de fuerza y no los depositarios de esa fuerza a quien hay que acusar. Es contra el arma y no contra el brazo con quien hay que obrar con rigor. Hay mazos demasiado pesados para la mano de los hombres”.

Este “mazo demasiado pesado” es causa de todo tipo de iniquidades, sin que esto cambie en absoluto en caso de gobiernos legitimados por la soberanía popular. En lo que aquí nos interesa, Constant utilizó precisamente como ejemplo de ese peligro a la tergiversación de las reglas del debido proceso para los juicios penales:

“Cuando no se reconocen límites a la autoridad política, los líderes del pueblo, en un gobierno popular, no son defensores de la libertad sino candidatos de la tiranía, aspirando no a quebrar sino a conquistar el poder ilimitado que pesa sobre los ciudadanos […] Fácil sería demostrar que los sofismas más groseros de los fogosos apóstoles del Terror, en las circunstancias más indignantes, no eran otra cosa que consecuencias perfectamente justas de los principios de Rousseau” (Libro I, cap. 6).

Con “los sofismas más groseros de los apóstoles del Terror” Constant se refiere específicamente a los fundamentos de condena dados en el juicio a Luis XVI. Así lo dice en su propia nota al pasaje citado: “Cuando se quería condenar al Rey a muerte se decía que la voluntad del pueblo hacía la ley, que la insurrección, al demostrar la voluntad del pueblo, era una ley viviente y que Luis XVI era condenado por esa ley” (Libro I, cap. 6, Nota D).

En definitiva, Constant insistió hasta el cansancio en que no hay soberanía popular alguna que pueda legitimar un poder político ilimitado y eso implica que hay ciertas cosas sobre las que no se puede avanzar. Repitió sin parar que “la universalidad de los ciudadanos es el soberano […] pero de allí no se deduce que la universalidad de ciudadanos, o quienes por ella son investidos del ejercicio de la soberanía, pueda disponer soberanamente de la existencia de los individuos. Por el contrario, hay una parte de la existencia humana que, necesariamente, permanece individual e independiente y que, por derecho, está fuera de toda competencia política” (Libro II, cap. 1).

Más adelante, remató esta idea diciendo que [e]l consentimiento de la mayoría no basta en todas las circunstancias para dar a sus asuntos carácter de ley”. Y que -oh casualidad- un derecho individual básico, no disponible para ninguna mayoría ni gobierno, es el de ser juzgado en debida forma: “no ser arbitrariamente tratado, como si se hubiese excedido los límites de los derechos individuales, vale decir, en la garantía de no ser arrestado, detenido ni juzgado sino según las leyes y el debido proceso” (Libro II, cap. 6). 

III. Justicia natural, buenos y malos

Finalmente, tanto en los tiempos de Constant como en los nuestros, la referencia a una justicia no escrita pero superior a las leyes sigue siendo el lugar común de las violaciones a las garantías procesales básicas de enjuiciamiento penal. Eso se traduce, naturalmente, en una moralización indebida del derecho penal, que lo convierte en una arena de la lucha contra “los malos”. La clasificación de quienes integran esa categoría de gente mala muy mala va cambiando en el tiempo y en las sociedades, pero la lógica es la misma.

A propósito de ello, Constant criticó ya no a Rousseau sino a Montesquieu, en relación a la combinación de dos ideas presentes en El espíritu de las leyes: la primera, cuando en un pasaje del Libro Undécimo, capítulo 3, define a la libertad como “el derecho de hacer lo que las leyes permiten” y, la segunda, cuando en el Libro Primero habla de una “justicia natural” y “preexistente” a las “leyes positivas”.

Constant cuestionó fervientemente este combo de “libertad como hacer lo que la ley permite” anclada a una idea de “ley natural” y de “justicia precedente a la legislación positiva”, entre otras cosas, por encontrarlo particularmente peligroso para la vigencia del debido proceso: 

 “Decir que la justicia existía antes que las leyes (Esprit des lois. Libro I) es en verdad implicar que las leyes, y por consiguiente la voluntad general, cuya expresión no es otra cosa que las leyes, deben estar subordinadas a la justicia. Pero ¡cuántos desarrollos requiere todavía esta verdad para ser aplicada! A falta de estos desarrollos, ¿qué ocurrió con esa afirmación de Montesquieu? Que a menudo los depositarios del poder partieron del principio de que la justicia existía antes que las leyes para someter a los individuos a leyes retroactivas o para privarlos del beneficio de las leyes existentes, cubriendo de tal modo de un fingido respeto por la justicia la más escandalosa de las iniquidades” (Libro I, cap. 3, énfasis añadido).

Y aquí el parecido con la realidad de nuestro tiempo podría ser también una mera coincidencia, a poco que pensamos, por ejemplo, en la ley penal retroactiva n° 27.362, pero más bien parece que Constant “volvió al futuro” otra vez. Por otra parte, esta crítica al “iusnaturalismo” de Montesquieu es incluso más potente de lo que él mismo dimensiona en su formulación, teniendo en cuenta algunos “desarrollos” teóricos iusnaturalistas. Parece ser que el problema conduce hacia una idea de justicia flotante e inasible.

Para cerrar, Constant llega a la conclusión de que “el pretexto de esta subversión de la justicia es que la naturaleza del tribunal está determinada por la naturaleza del crimen”, pero que ese pretexto “es absurdo, pues disfraza la acusación como crimen, trata al acusado como condenado, presupone la condena antes del examen y hace preceder la sentencia por un castigo”

Con esto ya dimos toda la vuelta y es hora de bajarnos del DeLorean; aquellos pensamientos de 1810 son más que suficientes para convencernos de una vez por todas de que hay un núcleo de derechos y garantías mínimas constitucionalmente reconocidos que no puede ser franqueado por ningún gobierno ni por ninguna presión social o mayoría. Constant nos señala que, lejos de ser en alguna forma contrario a la democracia, este punto le da sustancia y estabilidad. De allí que nos invita a cuidar de ello con el máximo celo, para proteger a nuestras democracias constitucionales. Si lo logramos y queda algo del debido proceso para el futuro, habrá entonces, como él dijo, alguna “resistencia más o menos generosa” al despotismo y a las tiranías de cualquier tipo, incluyendo a las populares.

 

Lisi Trejo

Universidad de Buenos Aires 

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