La actual embestida del Presidente de la Nación contra todos los jueces de la Corte Suprema pretende poner en marcha el mecanismo especial de remoción de funcionarios públicos que la Constitución Nacional regula en sus artículos 53, 59 y 60. Al momento de escribir estas líneas, a pesar del impulso que intentan imprimirle el mismo Presidente y un grupo de gobernadores y diputados del oficialismo, parecería que esta iniciativa está lejos de poder cumplir con las exigencias previstas en nuestra Constitución para lograr la remoción de los jueces de la Corte. De hecho, ni siquiera podría aprobarse el primer paso indispensable para poner en marcha ese mecanismo constitucional, ya que estaría lejos de poder alcanzar la mayoría especial requerida para que la Cámara de Diputados apruebe formalmente una acusación ante el Senado para que éste que pueda juzgarla después en juicio público. En ese marco, alguno podría argumentar, con razón, que reflexionar sobre este tema es una pérdida de tiempo. Sin embargo, creo que este tipo de ocasiones son especialmente propicias para revisar algunas cuestiones constitucionales que solemos dar por sentadas o que ni siquiera consideramos en tiempos de normalidad. Una de ellas se relaciona con el origen del nombre de ese procedimiento especial al que llamamos “juicio político”.
Hace muchos años, en su indispensable Notas sobre Derecho y Lenguaje (Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1971), Genaro Carrió advirtió que gran parte de las disputas entre los juristas están contaminadas por la falta de claridad acerca de cómo deben tomarse ciertos enunciados. Carrió también observó que existe una falta de sensibilidad general hacia las peculiaridades que tiene el lenguaje (p. 63 y sgtes.). Este es uno de los aspectos que tenemos que tener especialmente en cuenta cuando hablamos del llamado “juicio político”. Como suele ocurrir, a veces el lenguaje nos juega una mala pasada y no llegamos a advertir las trampas en las que podemos caer cuando utilizamos, como si se tratara de una expresión de carácter técnico, a un nombre ciertamente sugestivo, pero claramente coloquial, como lo es el llamado “juicio político”.
¿Por qué digo esto? Porque la Constitución Nacional no incluye la expresión “juicio político” en ninguno de sus artículos. De hecho, el art. 59 se refiere a un “juicio público” y no a un “juicio político”. La denominación “juicio político” induce a confusión, ya que pone el acento en un supuesto carácter “político” de este mecanismo de remoción de funcionarios públicos y no en su carácter de “juicio”. A partir de ese énfasis, hay quienes parecen sugerir que estamos ante un procedimiento de tipo más bien discrecional, que el Congreso puede poner en marcha para remover a funcionarios públicos que no sean del agrado del gobierno de turno, incluidos los jueces de la Corte Suprema, siempre que se cuente con las mayorías legislativas necesarias para llevarlo a cabo.
La expresión “juicio político” tampoco surge de la Constitución de los Estados Unidos de 1787, que tuvo decidida influencia en nuestra Constitución, incluyendo todo lo referido a este peculiar mecanismo de remoción que allí se conoce como impeachment. De hecho, en las traducciones al castellano de la Constitución de Filadelfia que circularon profusamente por el Río de la Plata antes de la sanción de nuestra Constitución en 1853 (incluidas la atribuida a Mariano Moreno, la de Manuel García de Sena y la de José Manuel Villavicencio), la palabra impeachment es traducida al castellano como “el poder de acusación” o “el poder de acusar a los funcionarios públicos”.
La influencia de lo que la Constitución de Filadelfia denomina como impeachment y que acá llamamos “juicio político” fue expresamente reconocida por el principal redactor de la Constitución Nacional. En su paso posterior por la Cámara de Diputados de la Nación, en la sesión del 27 de mayo de 1863, José Benjamín Gorostiaga explicaba que “por la Constitución se establece el juicio político, no para castigar ni para reparar el mal hecho sino solamente para separar al mal administrador, puesto que dada la acusación de la Cámara de Diputados ante el Senado, el único resultado que tendría la sentencia que pronunciara el Senado constituido en Corte de Justicia, sería el de separar al mal administrador […]. El juicio político establecido por la Constitución de los Estados Unidos que es la que nos ha servido de modelo, no tiene más alcance que el de destituir al mal administrador” (Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados del año 1863, Tomo I, Imprenta del Siglo, Buenos Aires, 1865, p. 84).
Si la expresión “juicio político”, que usamos en nuestro país desde por lo menos 1853, no fue incluida en la Constitución Nacional y tampoco surge del modelo usado por los convencionales constituyentes, ¿de dónde fue que la tomamos? Aunque poco conocida, la respuesta es sencilla: la tomamos de esa gran obra del francés Alexis de Tocqueville, De la Démocratie en Amérique, cuya primera edición se publicó en 1835 en París, Londres y Bruselas. Este libro tuvo enorme influencia en nuestro país antes de la sanción de nuestra Constitución. En el Capítulo VII de la Primera Parte de esa obra, De Tocqueville se refiere al impeachment de la Constitución de los Estados Unidos y lo traduce al francés como “jugement politique” (“Du jugement politique aux États-Unis”, p. 172).
La primera traducción al castellano de La Democracia en América fue hecha al año siguiente por Antonio Sánchez de Bustamante, un estudiante avanzado de la Facultad de Medicina de París. Sánchez de Bustamante tradujo la cuarta edición del libro original publicado en París y no cuestionó esa expresión en francés. Por eso, la tradujo en forma literal al castellano como “juicio político” (p. 201). A partir de entonces es que usamos la expresión “juicio político” como un sinónimo del impeachment norteamericano.
Aunque la influencia de Alexis de Tocqueville en nuestros constituyentes fue decisiva en varios aspectos, no ha sido debidamente estudiada por nuestra doctrina constitucional. Si bien no voy a detenerme en este tema, doy dos ejemplos concretos que demuestran lo que digo: (i) entre los papeles inéditos de Gorostiaga hay traducciones de extractos de quien el mismo llamara “el inmortal autor de La Democracia en América” (AGN, Sala VII, Doc. 14.059); y (ii) en una carta inédita a Juan Bautista Alberdi, fechada el 24 de febrero de 1860, Salustiano Zavalía le reconoce al tucumano que “Su libro de las ‘Bases’ era el prontuario favorito de los miembros del Congreso, que dio la Carta de Mayo. Ud., Tocqueville y Story fueron nuestras lumbreras al producir aquella obra…”. Esto no significa que toda la regulación del mecanismo para la remoción de funcionarios públicos establecido en la Constitución Nacional tenga su origen en las enseñanzas volcadas por De Tocqueville en La Democracia en América, sino que una de las cosas que debemos a esa obra en este punto es el uso de la denominación “juicio político”.
Todo esto, por supuesto, no quiere decir que lo que llamamos “juicio político” no exista. La llamada “separación de poderes, con frenos y contrapesos”, por ejemplo, tampoco es una expresión que la Constitución use como tal, y, obviamente, nadie podría poner en duda seriamente que estamos frente a uno de los pilares centrales sobre los que se asienta todo el edificio constitucional en nuestro país. Además, lo que conocemos como “juicio político” es, precisamente, uno de esos frenos y contrapesos que integran esa compleja regulación del control recíproco entre los poderes que la Constitución reconoce y regula desde 1853, siguiendo su modelo principal, la Constitución de los Estados Unidos.
El problema es que, tal vez por esta denominación específica que usamos por influencia de De Tocqueville, se suele poner indebidamente el acento en la naturaleza política de este mecanismo de remoción de funcionarios públicos. Dada la evidente ambigüedad del término “político”, esto genera después distorsiones en cómo se interpreta el rol del Congreso a la hora de poner en marcha este procedimiento constitucional. Un ejemplo de esa distorsión es el haber aceptado y repetido, sin mayor cuestionamiento, un error histórico que venimos arrastrando hace casi 100 años. Me refiero a una cita extranjera que, frecuentemente, es traída a colación por quienes ponen el acento en lo “político” del juicio público a que se refiere la Constitución. Esa cita la toman a partir de un tratado de derecho constitucional publicado por uno de nuestros grandes publicistas: Juan Antonio González Calderón.
Aprovechando que nuestros constituyentes tomaron el impeachment norteamericano como modelo de nuestro mecanismo constitucional de remoción, en el tomo III de su monumental tratado, al referirse concretamente a la naturaleza de este procedimiento, González Calderón citó la opinión que expresara el senador republicano Charles Sumner durante el impeachment seguido contra el presidente Andrew Johnson en 1868. Sumner sostuvo allí que, “en su verdadero carácter, el juicio político, tal como he podido entenderlo y debo declararlo, es un procedimiento político, con propósitos políticos, que está fundado en culpas políticas, cuya consideración incumbe a un cuerpo político y que está subordinado a un juzgamiento político tan solo” (Derecho Constitucional Argentino, Historia, Teoría y Jurisprudencia de la Constitución, Tomo III, 3ra. ed., Lajouane, Buenos Aires, 1931, p. 360). La cita continúa con una oración que se suele omitir al momento de recordar las palabras del senador estadounidense: “Aun en los casos de traición y soborno (bribery) el juzgamiento es político y nada más” (ídem).
Esa referencia histórica peculiar fue repetida luego en muchas ocasiones por la doctrina (entre muchos otros, Armagnague, J., Juicio Político y Jurado de Enjuiciamiento, Depalma, Buenos Aires, 1995, p. 51; Linares Quintana, S., Gobierno y Administración de la República Argentina, Tomo I, TEA, Buenos Aires, 1959, p. 399, etc.). También fue citada en pedidos de remoción recientes como, por ejemplo, el que presentó la diputada Vanesa Siley en septiembre de 2020 contra el entonces Presidente de la Corte, el juez Carlos Rosenkrantz.
Sin embargo, quienes pretenden encontrar un soporte en esta referencia histórica para justificar la existencia de un mecanismo de remoción de naturaleza meramente “política” en nuestra Constitución, cometen un grueso error. Los que citan las palabras del senador por Massachussets, referidas en el libro de González Calderón, omiten aclarar que, por un lado, Sumner era considerado como un partisano fanático. Tan es así que, en su clásico estudio sobre el impeachment, Raoul Berger lo llama “el Gran Inquisidor” (Impeachment. The Constitutional Problems, Harvard University Press, Boston, 1973, p. 282). Ignoran también que Sumner expuso una postura minoritaria aun dentro de su propio partido, el Partido Republicano (opositor al presidente Johnson). De hecho, otros senadores de su partido, tales como William Pitt Fessenden, James Grimes o Lyman Trumbull, sostuvieron la postura exactamente contraria y afirmaron que el impeachment era esencialmente de carácter judicial y que el Senado debía garantizar que se diera “justicia de forma imparcial, de conformidad con la Constitución y las leyes” (ver Rehnquist, William H., Grand Inquests. The Historic Impeachments of Justice Samuel Chase and President Andrew Johnson, Quill, New York, 1992 p. 242).
Vale la pena recordar los fundamentos del voto de absolución del senador Grimes, también del partido Republicano como Sumner, quien sostuvo: “mi juicio respecto de la ley aplicable a este caso no puede ser afectado por consideraciones políticas. No estoy de acuerdo con destruir la obra armónica de la Constitución por el solo afán de destituir a un Presidente que no es aceptado por mi partido. Cualquiera sea mi opinión sobre él, no puedo dar mi consentimiento a un ataque al alto cargo que él ocupa. No puedo hacer nada que se interprete, aun en forma implícita, como aprobación del impeachment para ser usado en futuras maquinaciones políticas” (Rehnquist, Grand Inquests…, p. 243)
Y no podía ser de otra manera, ya que, si fuera cierto que el impeachment tiene un carácter meramente político, en el caso del Presidente (que es otro de los funcionarios sujetos a este mecanismo de remoción), estaríamos en presencia del voto de confianza propio de los sistemas parlamentarios de gobierno y ajeno completamente al sistema presidencial.
Esta previsión de sentido común no fue tenida en cuenta en nuestro país durante el proceso de remoción seguido contra cuatro de los cinco jueces de la Corte Suprema y contra el Procurador General de la Nación durante la primera presidencia de Perón. De hecho, el Diputado Joaquín Díaz de Vivar sostuvo una postura idéntica a la expuesta por el senador Sumner. Respecto del carácter político del procedimiento de remoción iniciado en 1946 contra los jueces Roberto Repetto, Antonio Sagarna, Benito Nazar Anchorena y Francisco Ramos Mejía y el procurador Juan Alvarez, el Diputado Díaz de Vivar, después de afirmar de que se trata de “un juicio eminentemente político”, argumentó que: “se trataría de algo así como un gabinete parlamentario que va a recabar la confianza del Parlamento y que por un disenso en la forma de conducir los asuntos de interés común, es puesto en minoría. Así entiendo yo este aspecto del juicio político. Es decir, cuando enjuiciamos a los miembros de la Corte y al procurador general, lo hacemos solamente por mal desempeño en el ejercicio de sus funciones. Entiendo, señor presidente, que en cierto modo este episodio importaría retirarle la confianza del Parlamento, que una función constitucional le dispensa a esa Corte, el más alto tribunal de justicia argentina” (ver sesión del 19 de setiembre de 1946, Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados – Año 1946, Tomo IV, Imprenta del Congreso de la Nación, Buenos Aires, 1947, p. 797).
La posición de Díaz de Vivar y la de todos los que repiten mecánicamente la opinión fanática del senador Sumner demuestra claramente la peligrosidad de pregonar, sin aclaración alguna, el carácter meramente político del proceso de remoción previsto en la Constitución. Obviamente, la analogía que se pretende trazar entre la remoción de un juez de la Corte Suprema y el retiro de la confianza propio de los sistemas parlamentarios de gobierno es inaceptable. La razón es obvia: esa concepción choca directamente con la Constitución que exige la demostración de causales concretas en el marco de un juicio público que respete el debido proceso para poder remover válidamente a un juez de la Corte. Esas causales son las enumeradas concretamente en el art. 53 de nuestra Constitución: mal desempeño, delito en el ejercicio de sus funciones o crímenes comunes.
Para que quede claro: la tesis que prevaleció en los Estados Unidos es la contraria a la expuesta por Sumner en 1868 y erróneamente repetida por González Calderón en su tratado. De hecho, el carácter meramente político del procedimiento de impeachment fue rechazado expresamente (i) durante el proceso de remoción seguido contra el Justice Samuel Chase en 1804, a instancias del Presidente Thomas Jefferson, y (ii) en el seguido por impulso del partido Republicano contra el Presidente Johnson en 1868 (cfr. Schwartz, Bernard, A commentary on the Constitution of the United States, Tomo I, The Macmillan Company, Nueva York, 1963, p. 114). Por eso, el Chief Justice William Rehnquist afirma que el impeachment no es “un referéndum sobre la actuación del funcionario público, sino un procedimiento de tipo judicial en donde la Cámara de Representantes formula cargos específicos, las pruebas se presentan en el Senado y este decide si los cargos han sido probados o no”. Rehnquist aclara también que no es suficiente cualquier violación técnica de la ley para remover a un funcionario público, “sino aquella que, en sí misma, justifique la remoción del cargo”, es decir, la que se ajuste a alguna de las causales que exige la Constitución (Cfr. Rehnquist, Grand Inquests…, p. 271).
En los Estados Unidos, la doctrina mayoritaria considera que el Senado actúa durante el impeachment no como un cuerpo legislativo, sino como uno de tipo judicial y que, aunque no está obligado a seguir escrupulosamente algún procedimiento en especial, debe ajustar su funcionamiento en forma similar al de un tribunal de justicia, es decir, garantizando el debido proceso. Y así se hizo en todos los casos de procedimientos de remoción seguidos contra jueces federales a lo largo de su historia, incluido el célebre impeachment al Justice Chase, único juez de la Suprema Corte estadounidense sometido a un proceso de remoción que fue finalmente rechazado en el Senado (al respecto, ver García-Mansilla, Manuel J., “Historia de los juicios políticos a los jueces federales norteamericanos”, en Santiago (h), Alfonso (Director), La responsabilidad judicial y sus dimensiones, Tomo I, Editorial Ábaco, Buenos Aires, 2006, pp. 569/629 y “El impeachment al Justice Samuel Chase. El contexto y las consecuencias del caso”, en Santiago (h), Alfonso (Director), La responsabilidad de los jueces por el contenido de sus decisiones jurisdiccionales. Marco teórico y análisis de algunos casos paradigmáticos, Thomson Reuters La Ley, Buenos Aires, 2016, pp. 185/214).
Ese carácter eminentemente judicial del juicio público a que se refiere nuestra Constitución fue adoptado por nuestros constituyentes por influencia del modelo norteamericano. Y así fue destacado en la Convención Constituyente de Santa Fe por el convencional Salustiano Zavalía en la sesión del 26 de abril de 1853 cuando, al momento de discutir la incorporación de los gobernadores como sujetos pasibles de remoción, explicó que el procedimiento previsto en la Constitución es administrativo en cuanto al resultado, que es la pérdida del empleo del funcionario acusado y removido, pero judicial en sus formas (Ravignani, Emilio, Asambleas Constituyentes Argentinas, Tomo 4, Casa Jacobo Peuser, Buenos Aires, 1937, p. 521)
Este es el enfoque que entiendo correcto, ya que es el que mejor se ajusta al texto, historia, antecedentes y precedentes usados por nuestros convencionales constituyentes a la hora de diseñar y establecer lo que coloquialmente llamamos “juicio político”. Y así es como deberían concebirse y conducirse los procesos de remoción que actualmente se impulsan contra los jueces de la Corte Suprema. Pero, como dije al principio, esas denuncias no van a prosperar. Lo llamativo del caso es que aquí aparece nuevamente la influencia del francés De Tocqueville. Hace exactamente 170 años, nuestros constituyentes originarios se apartaron del modelo norteamericano y, siguiendo las advertencias que formulara el francés al final del Capítulo VII de su célebre obra, se imaginaron situaciones de potenciales abusos a través del llamado “juicio político”. Por eso fue que, en lugar de copiar del modelo la exigencia de una mayoría simple para aprobar la acusación, pusieron la vara más alta y requirieron en el art. 53 de la Constitución una mayoría calificada de dos tercios de los diputados presentes para poder avanzar en la acusación contra los funcionarios públicos a los que se pretende someter a un proceso de remoción.
Esa influencia de De Tocqueville en nuestros constituyentes de 1853 y 1860 es la que impide hoy que cualquiera de los pedidos de remoción contra todos los jueces de la Corte pueda dar siquiera el primer paso necesario e indispensable para poder avanzar y, de esta forma, mover en serio lo que el inglés James Bryce llamara en 1888 “la pieza de artillería más pesada en el arsenal del Congreso” (The American Commonwealth, Tomo I, Indianápolis, Liberty Fund, 1995, p. 190) y que un frustrado Jefferson, al fracasar en su intento de remover a Samuel Chase, considerara apenas un mero espantapájaros.
Manuel García Mansilla
Universidad Austral
Magnífico análisis. Las conclusiones son coincidentes con las que la mayor parte de la doctrina presentamos respecto del Derecho uruguayo.
Un trabajo necesario, breve, lucido, profundo y fundado, que denota una solida formacion juridica y academica. Felicitaciones, Manuel.
En este elogiable artículo se expone claramente la importancia de respetar textualmente cada expresión, para evitar que la utilización de un término “coloquial”altere su verdadero significado, con la especial relevancia que adquiere cuando se trata de intentar someter a juicio el accionar del Tribunal Supremo de la Nación
Excelente análisis y explicación de la previsión constitucional sobre el «poder de acusar a funcionarios públicos» por parte del Congreso Nacional. Habría que dejar de usar la expresión «juicio político».
Muy buen artículo, muy acertado y oportuno recalcar el carácter «judicial» de nuestro juicio político. Ello implica que se debe respetar el debido proceso y que las causas son las que expresamente establece la Constitución Nacional. Impresionante la bibliografía citada, tan difícil de consultar . Felicitaciones.
Excelente análisis, felicitaciones para el autor