En su libro Estrategia judicial en los procesos políticos, Jacques Vergès explica que el juicio a Luis XVI, “el primer proceso de la época moderna”, fue bastante extraño ya que mientras que el acusado “reclama respeto a las leyes”, “la acusación las niega abiertamente”. La estrategia de ruptura en la que se especializaba Vergès como abogado defensor fue utilizada por la acusación.
De hecho, se trató de un juicio bastante extraño por varias razones. La Constitución de 1791 estipulaba que el rey tenía fueros (su persona era “inviolable” y “sagrada”) y que en caso de que hubiera cometido algún delito solo correspondía destronarlo. El rey solo podía ser acusado penalmente por los delitos cometidos con posterioridad a su destronamiento. De ahí que el caso en contra del juicio a Luis XVI era bastante fácil, o para ser más precisos, era bastante fácil que no existía un caso en su contra.
Esta fue precisamente la posición jacobina representada por Saint-Just y Robespierre. El inicio de la argumentación del primero es bastante claro: “La única meta del comité fue la de persuadirlos de que el rey debía ser juzgado como un simple ciudadano; yo digo que el rey debe ser juzgado como enemigo, que tenemos menos que juzgarlo que combatirlo y que, no estando para nada en el contrato que une a los franceses, las formas del procedimiento no están en absoluto en la ley positiva, sino en la ley del derecho de gentes. A falta de estas distinciones, se ha caído en las formas sin principios que conducirían al rey a la impunidad”.
Saint-Just se pronuncia entonces abiertamente a favor de lo que hoy se suele designar como “derecho penal del enemigo”. El acusado no es parte de la sociedad, sino que es un enemigo que debe ser combatido. Por lo tanto, no se puede usar contra él la ley y/o las formas jurídicas—que después de todo benefician al acusado—, sino que hay que recurrir a los principios que toda persona sensata tiene que aceptar, que a la vez sí permiten hacerle daño al acusado. De ahí que Saint-Just base su argumentación en el “derecho de gentes”, es decir el derecho de la guerra. “Las formas, en el proceso, son hipocresía”. ¿Para qué perder tiempo con tecnicismos procesales cuando sabemos que el acusado es culpable con anterioridad al juicio?
Lo mismo se aplica a los derechos humanos del acusado, que por aquel entonces ya habían sido reconocidos en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1791. No tenía sentido aplicar el principio de legalidad y/o el de inocencia. Como explica Saint-Just, “nosotros demandamos el exilio de los Borbones, que son inocentes, ¡cómo podríamos no ser inflexibles con aquellos que son culpables!”. En sus Anales Tácito ya había indicado hacía tiempo que “en la paz se atiende a los motivos particulares y a los méritos; cuando estalla la guerra, lo mismo caen inocentes que culpables”.
Para darnos una idea del retroceso jurídico que implicó la posición jacobina habría que recordar que ya en el siglo XIII el cardenal y canonista Jean Lemoin sostenía que: “se presume que cualquiera es inocente a menos que se pruebe que es culpable” y que “el derecho está más pronto a absolver que a condenar”. A fines del mismo siglo, el canonista Guillermo Durando (Guilielmus Durantis) defendía la idea de que “incluso al diablo, si está en juicio, no se le negará la defensa”, incluyendo la presunción de inocencia.
Robespierre sale en apoyo de Saint-Just y termina de mostrar todas las cartas jacobinas. Robespierre se lamenta: “Invocamos formas porque no tenemos principios”. Hacerle juicio al rey “es una idea contrarrevolucionaria, pues significa poner en cuestión la propia Revolución. En efecto, si Luis puede todavía ser objeto de un proceso, es que puede ser absuelto; puede ser inocente. ¿Qué digo? Se supone que lo es hasta que sea juzgado. Pero si Luis es absuelto, si se puede suponer que es inocente, ¿en qué se convierte la Revolución?”.
Como explica Carl Schmitt, la distinción entre derecho y revolución “era sacrosanta también para un terrorista como Robespierre”. Todo juicio es contrarrevolucionario porque supone la aplicación de reglas preexistentes, esas “convenciones arbitrarias” que reconocen los derechos humanos del acusado, mientras que la revolución siempre mira hacia el futuro aplicando reglas y principios nuevos. Robespierre se ve obligado a recordarle a la Convención: “Ciudadanos, ¿queréis una revolución sin revolución?”. Todas las decisiones y los actos de la Revolución eran ilegales “como la caída del trono y de la Bastilla, tan ilegales como la propia libertad”. “La Constitución os prohibía todo lo que habéis hecho. No tenías derecho a mantenerlo en prisión; él tiene el de pedir su excarcelación y a una indemnización por daños y perjuicios”.
En realidad, el rey ya estaba condenado de antemano porque los jacobinos deseaban establecer una república en el sentido estricto de la expresión, que es precisamente incompatible con toda forma de gobierno monárquico o unipersonal, incluso la monarquía constitucional. Como dice Saint-Just, Luis “debe reinar o morir”. El razonamiento que emplean los jacobinos no es jurídico, sino fundamentalmente político: “¿cuál es la decisión que una sana política prescribe para cimentar la República naciente? Es grabar profundamente en los corazones el desprecio hacia la realeza y dejar estupefactos a todos los partidarios del rey”. Por todo lo expuesto, Robespierre le pide a “la Convención que lo declare [a Luis] desde este momento traidor a la nación francesa, culpable de crímenes contra la humanidad”. El proceso al rey fue el primero en imputar crímenes contra la humanidad.
Todas las apreciaciones jacobinas son compartidas por la defensa: Luis XVI no podía ser llevado a juicio. La única diferencia era que los jacobinos no estaban interesados en aplicar el derecho y la defensa obviamente sí lo estaba.
Vamos a dar solamente una idea del alegato de la defensa del rey llevado a cabo por Raymond Desèze. Habiendo enfatizado que el rey tenía fueros constitucionales, Desèze empieza a preguntarse retóricamente:
“Si ustedes quisieran juzgar a Luis como ciudadano, les preguntaría dónde están esas formas conservadoras que todo ciudadano tiene el derecho imprescriptible de reclamar. ¿Dónde está la separación de los poderes sin la cual no pueden existir ni la Constitución ni la libertad? ¿Dónde están los Jurados de acusación y de juicio, especies de rehenes dados por la ley a los ciudadanos para la garantía de su seguridad y de su inocencia? ¿Dónde está esa facultad tan necesaria de la recusación que la ley misma ha ubicado frente a los odios o las pasiones para alejarlos? ¿Dónde está esa proporción de votos que la ley ha establecido tan sabiamente para alejar la condena o para suavizarla? ¿Dónde está el escrutinio silencioso que provoca al juez a reflexionar antes de que se pronuncie, y que encierra, por así decir, en la misma urna, tanto su opinión como el testimonio de su conciencia? En una palabra, ¿dónde están esas precauciones religiosas que la ley ha tomado para que el ciudadano, incluso culpable, no fuera golpeado sino por ella? Ciudadanos, les voy a hablar con la franqueza de un hombre libre: busco entre ustedes a los jueces y veo acusadores. Ustedes quieren pronunciarse sobre la suerte de Luis y son ustedes mismos los que acusan. Quieren pronunciarse sobre la suerte de Luis y ya han emitido vuestro voto. Quieren pronunciarse sobre la suerte de Luis y vuestras opiniones recorren Europa. Luis será entonces el único francés para el cual no existirá ley ni forma algunas. No tendrá los derechos de los ciudadanos ni las prerrogativas del Rey. No gozará ni de su antigua condición ni de la nueva. ¡Qué extraño e inconcebible destino!”.
Como dice Paul Lombard, el rey era “un ectoplasma jurídico”. Su situación era la de un enemigo ilegítimo, muy similar a quienes hoy en día están detenidos en Guantánamo.
La posición que terminó prevaleciendo en el juicio no fue obviamente la de la defensa—que con razón alegaba el derecho vigente—pero tampoco fue la jacobina, que proponía directamente que, como dice Saint-Just, Luis XVI fuera asesinado “sin otras formalidades que veintitrés golpes de puñal, y sin otra ley que la libertad de Roma”.
Fue entonces una tercera posición la que se impuso, que podríamos denominar como “es más complejo”. Para usar la terminología dworkiniana, interpretado en su mejor luz el derecho francés no contenía los fueros constitucionales que figuraban en la Constitución y tampoco había que aplicarle al rey ya convertido en ciudadano las garantías penales reconocidas no solo en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano sino además en el Código Penal de 1791, que había sido sancionado el año anterior.
Si bien Condorcet estaba a favor de la culpabilidad pero en contra de la pena de muerte que termina recibiendo el rey, su discurso muestra el razonamiento girondino en su mejor luz, que, en las palabras bastante pythonescas de Michel Pertué, permitió asegurarle “a Luis XVI un proceso equitativo a la vez que presumía sin embargo su culpabilidad”.
Condorcet inicia su alegato de esta forma: “En una causa en la que una nación entera que ha sido víctima de un crimen es a la vez acusadora y jueza, ella debe dar cuenta de su conducta a la opinión del género humano, a la de la posteridad. Ella debe poder decir: han sido respetados todos los principios generales de la jurisprudencia, reconocidos por los hombres esclarecidos de todos los países”. Lo que propone Condorcet entonces es un razonamiento a cielo abierto, dirigido al género humano, urbi et orbi y para la posteridad, limitado solamente por “los principios generales de la jurisprudencia, reconocidos por todos los hombres esclarecidos de todos los países”. No habla entonces del derecho positivo, dispuesto en algún momento y lugar según cierta tradición o fuente, sino de razones para actuar que toda persona esclarecida o racional que merezca ser llamada tal debe aceptar. Después de todo, como explica Michael Walzer, al momento del juicio la “traición de los reyes todavía pertenecía a la teoría política, no al derecho, al menos no al derecho positivo”.
Así y todo, Condorcet trata de hacer descender su razonamiento desde las alturas de la moralidad hasta el derecho vigente en Francia. De ahí que comience reconociendo que: “No se puede punir legítimamente una acción si una ley anterior no la cuenta expresamente entre los crímenes, y ella no puede ser castigada sino por una pena que también ha sido discernida por una ley anterior. Este axioma es dictado por la humanidad y por la justicia”. Sin embargo, inmediatamente a continuación Condorcet sostiene que “si en la lista de crímenes la ley no distingue aquellos que las circunstancias agravantes vuelven más atroces, no se debe concluir que ella había querido sustraerlos de la pena, sino solamente que estas circunstancias agravantes no han parecido necesitar el establecimiento de una pena particular”. En otras palabras, “si las leyes francesas no se pronuncian en particular sobre un rey conspirador, aunque él sea mucho más culpable que un ciudadano, no se sigue en absoluto que él deba ser salvado, sino solamente que los redactores de las leyes no han querido distinguirlo de otros conspiradores”.
Por lo tanto, que la ley no haya previsto un castigo para el rey—un castigo que no fuera obviamente la abdicación prevista por la Constitución de 1791—no implica que ese castigo no exista en algún lado. Según Condorcet, el silencio de la ley—de una ley que en realidad es bastante expresa al respecto, solo que no expresa lo que quiere Condorcet—no es una omisión, sino que no es necesario decir aquello que es obvio, razonable, justo, bueno, etc., ya que esto último es parte del derecho penal por definición, siempre que—como diríamos hoy—veamos al derecho en su mejor luz. Precisamente, dice Condorcet, “es pues necesario discutir el sentido de estos dos artículos”, en referencia a la inviolabilidad del rey y a que “por los delitos cometidos después de la abdicación legal, él será juzgado como los otros ciudadanos”. La sociedad francesa se debía un debate sobre la Constitución.
Condorcet parte de la idea de que “en una buena legislación, la ley positiva no debe ser otra cosa que una consecuencia o una aplicación” de “reglas antecedentes y comunes”, de las “relaciones morales con los otros hombres, de las que el derecho natural ha puesto la base y determinado los principios legítimos”. Nótese cómo una discusión sobre cuál es el derecho aplicable a un juicio comienza con la mención de los artículos relevantes, es decir con el derecho positivo y por lo tanto la legalidad, y como por arte de magia termina hablando del derecho natural y la legitimidad.
Para Condorcet el silencio constitucional sobre el castigo que merece el rey “es más que suficiente, sin duda, para excitar la indignación de los hombres que tienen en el alma el sentimiento de la libertad y de la igualdad. De este modo, la impunidad del rey no está decretada por la constitución”. Es más, según Condorcet, “si esta impunidad hubiera sido decretada” por la asamblea constituyente, habría sido “un crimen contra el género humano”.
De ahí que el truco de magia que permite extraer de la galera de la legalidad el conejo de la legitimidad es la discusión interpretativa, la “búsqueda del sentido” de la Constitución. Se trata de un truco de magia ya que el propio Condorcet muestra sus cartas. Al más puro estilo interpretativista, él no quiere realmente llegar hasta el sentido de las normas sino discutirlas, valorarlas. Cualquier disposición jurídica que provoque indignación puede ser “interpretada” como inexistente.
No contento con su truco de magia, Condorcet quiere tranquilizar su conciencia y la de los convencionales, y por eso se embarca en la defensa irrestricta del principio “sagrado” de impedir “toda especie de sospecha de la imparcialidad de los jueces”. Sin embargo, al hacerlo, Condorcet sin darse cuenta nos muestra cómo en el fondo él mismo ha abandonado el derecho penal y ha entrado en el territorio del derecho penal del enemigo:
“los hombres que según estos proyectos [del rey] bien conocidos estaban marcados para ser víctimas ante los tribunales del nuevo despotismo, los miembros de las dos asambleas [legislativa y constituyente], ¿podrían ellos seguir siendo los jueces de aquel que ya los había consignado a sus verdugos? ¿Se dirá entonces que todos los ciudadanos, todos los amigos de la libertad estaban igualmente amenazados, y que al adoptar este razonamiento, sería imposible encontrar jueces? Pero un bandido que propaga el terror en una comarca y amenaza a todos los habitantes, es sin duda su enemigo y todos tienen interés en que él no sea impune”.
Tal como se puede apreciar, Condorcet se hace una objeción que él no puede superar. Su defensa de la imparcialidad de los jueces lo lleva a reconocer implícitamente que todos los habitantes de Francia—al menos los de simpatías republicanas—se sentían amenazados por Luis XVI y por lo tanto no podían ofrecerle un juicio justo; sin embargo, para que el rey no quedara impune debía ser combatido como un enemigo. Lo que había escrito con la mano de Beccaria—para quien el criminal no es un enemigo sino un ciudadano que dispone de derechos y garantías—, Condorcet termina borrándolo con el codo de Rousseau, tal como figura en el Contrato Social (II.5): “al atacar el derecho social, todo malhechor deviene por sus crímenes rebelde y traidor a la patria, cesa de ser un miembro al violar sus leyes, e incluso le hace la guerra. Entonces, la conservación del Estado es incompatible con la suya, es necesario que uno de los dos perezca, y cuando se hace morir al culpable, es menos como Ciudadano que como enemigo”.
Cabe preguntarse por qué la Convención—de la cual uno de cada dos miembros era abogado—pudo llamar “juicio” o “proceso” a esta “comedia ridícula” como dice Robespierre. Una primera explicación la provee la idea de “interpretación” como emoción moral (aquello que nos indigna no existe). Una segunda aparece en la respuesta de Saint-Just ante las acusaciones de imparcialidad de la Convención, que no solo no era un tribunal sino que acumulaba las tareas legislativas y judiciales, y dentro de las judiciales las de acusación, instrucción y las de sentencia: “¿Se dirá que al opinar contra el rey uno se ha vuelto su acusador? En absoluto; se ha deliberado”. La deliberación es el agua bendita del derecho. Toda violación de los derechos humanos puede ser salvada invocando una deliberación. Saint-Just se ufana de que mientras que los “reyes perseguían la virtud en las tinieblas, nosotros juzgamos los reyes a la faz del universo. Nuestras deliberaciones son públicas, para que no se nos acuse en absoluto de conducirnos sin miramientos”.
En algunos casos las revoluciones son inevitables, pero, como muy bien explica Raymond Aron, “no cabe presentar los procedimientos de los tiempos excepcionales como si constituyeran una justicia distinta, cuando no son más que la simple negación de esta”. No hay que confundir poder dormir de noche y/o el mero formalismo de los labios para afuera con el razonamiento jurídico: “Si desaparecen las formas liberales, desparece la esencia de la justicia: la justicia revolucionaria es su caricatura”.
Andrés Rosler
Universidad de San Andrés
Excelente artículo. En el fondo es la razón política la que decide y el derecho el que la justifica. Si está justificación es correcta o no, es otra cosa. No es el imperio de la ley, es el imperio de la decisión. Por eso cuando se hace el análisis inductivo de «falsación» se encuentra el error. Pero es porque se dieron vuelta los términos antes: el decisionismo político por sobre el derecho. Puede ser similar, salvando distancias y cuestiones morales, en algunos aspectos de aplicar la ley de gentes para la nulidad de las leyes de punto final, etc.
La revolución es romper reglas para imponer otras.
Ese momento originario es una expresión de fuerza y la fuerza no se atiende a las reglas que pretende romper con su acción.
Luego ese hecho de fuerza se traduce en derechos del nuevo orden.
Quienes sean castigados en el marco del conflicto no son juzgados sino derrotados en combate