Pocas semanas atrás aparecieron en diversos lugares de la Ciudad de Buenos Aires afiches en los que, junto a la imagen de la vicepresidente de la Nación, se lee textualmente: “Culpable 35.000 muertes. Elegiste negocios con Putin en lugar de salvar vidas. Asesina”.

La pegatina dio lugar a una investigación penal instada por el titular de la Fiscalía Penal, Contravencional y de Faltas N° 4 de la Ciudad de Buenos Aires, Mauro Tereszko. En declaraciones públicas el fiscal informó que la investigación comenzó “cuando se detectaron en varios lugares de la Ciudad de Buenos Aires la presencia de estos afiches de características hostigantes e intimidatorias contra la expresidente”. Es decir que se trata de una investigación de oficio, para lo cual se requiere la existencia de un delito de acción pública.

Es difícil entender el justificativo detrás de esta investigación, teniendo en cuenta lo que disponen las normas aplicables y la interpretación uniforme de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, así como lo decidido por la Corte Interamericana en un caso en el que fue parte nuestro país. La libertad de expresión tiene un lugar primordial en nuestro sistema constitucional, similar al que le otorga su modelo estadounidense. Cooley destaca que “el propósito de las garantías constitucionales de la libertad de expresión es proteger el derecho a una libre discusión de los asuntos y medidas públicas y permitir a cada ciudadano en cualquier momento llevar al gobierno y a cualquier autoridad al estrado de la opinión pública (…) Los males a ser evitados no eran solamente la censura de la prensa, sino cualquier acción del gobierno por medio de la cual pudiera evitar aquella discusión libre y general de los asuntos públicos que fuera absolutamente esencial para preparar al pueblo para un ejercicio inteligente de sus derechos como ciudadanos” (Constitucional Limitations, II, pp. 885/886).

La Constitución Nacional no se limitó a reconocer la libertad de publicar las ideas por la prensa sin censura previa (art. 14), sino que agregó la prohibición de que el Congreso dictara leyes que limitaran la libertad de imprenta (art. 32). Vélez Sarsfield explicó la importancia de la protección constitucional de la libertad de expresión: “La libertad de imprenta puede considerarse como una ampliación del sistema representativo o como su explicación de los derechos que quedan al pueblo, después que ha elegido sus representantes al cuerpo legislativo. Cuando un pueblo elige sus representantes no se esclaviza a ellos, no pierde el derecho de pensar o de hablar sobre sus actos; esto sería hacerlos irresponsables. Él puede conservar y conviene que conserve el derecho de examen y de crítica para hacer efectiva [sic] las medidas de sus representantes y de todos los que administran sus intereses. Dejemos pues, pensar y hablar al pueblo y no se le esclavice en sus medios de hacerlo” (Convención del Estado de Buenos Aires encargada del examen de la Constitución federal, sesión del 1 de mayo de 1860).

Ese carácter esencial de la libertad de expresión fue reconocido expresamente por la Corte Suprema de Justicia de la Nación: “Entre las libertades que la Constitución Nacional consagra, la de prensa es una de las que poseen mayor entidad, al extremo de que sin su debido resguardo existiría tan solo una democracia desmedrada o puramente nominal. Incluso no sería aventurado afirmar que, aun cuando el art. 14 enuncie derechos meramente individuales, está claro que la Constitución al legislar sobre la libertad de prensa, protege fundamentalmente su propia esencia democrática contra toda posible desviación tiránica” (Fallos 248:291, cons. 25).

La garantía de la libertad de expresión tiene como misión fundamental (aunque no exclusiva) precisamente proteger a quienes critican a los que ejercen cargos públicos. La libertad de expresión se consagró en primer lugar para proteger al autor de una crítica de la persecución de quienes ocupan puestos de autoridad y, por ende, están en mejor condición de limitar esas expresiones críticas. Cualquier restricción de opiniones contrarias a los funcionarios públicos debe ser analizada con sospecha, ya que quienes se desempeñan como tales tienen necesariamente una posición sesgada: intentan protegerse a sí mismos. El fomento del debate y de la crítica política es esencial en una democracia liberal. En ese sentido, la Corte Suprema declaró: “Debe reputarse esencial manifestación del derecho a la libertad de prensa el ejercicio de la libre crítica a los funcionarios por razón de actos de gobierno, ya que ello hace a los fundamentos mismos del régimen republicano” (Fallos 269:200).

No existe sociedad libre sin libertad de expresión, ya que, como bien lo advirtió Vélez Sarsfield en el discurso antes citado, “sin la absoluta libertad de imprenta, no se puede crear hoy el gran poder que gobierna a los pueblos y dirige a los gobernantes: la opinión pública”. Los funcionarios deben estar sometidos a la censura y la crítica por parte de la ciudadanía. Quien asume un cargo de gobierno se somete voluntariamente al escrutinio y vituperio del público y debe estar dispuesto a soportar la censura mordaz e implacable de los gobernados. Los funcionarios públicos deben ser personas “con fortaleza de ánimo, capaces de sobrevivir en un clima hostil” (Suprema Corte de los Estados Unidos, Craig v. Harney 331 U.S 367, p. 376).

Incluso más, ese carácter central que tiene la libertad de expresión en nuestro sistema constitucional obliga a tolerar expresiones que generen rechazo, por muy generalizado que este fuera. La libertad de expresión no está destinada a proteger las expresiones que agradan a la mayoría. Para eso no sería necesaria ninguna protección constitucional. Lo que requiere especial tutela constitucional son las expresiones que generan repudio, que son despreciadas por la mayoría, las que están expuestas a la persecución estatal. Es por eso que la garantía de la libertad de expresión exige que los funcionarios públicos tengan menos derecho de defenderse contra la difamación que las personas privadas (Sotirios Barber, On What the Constitution Means, p. 149), precisamente para evitar que el debate público pueda verse restringido por quienes ejercer un cargo político.

Toda pretensión de limitar o restringir expresiones críticas contra funcionarios públicos es una muestra de autoritarismo y un socavamiento del régimen democrático. La investigación penal en el caso de los afiches es un intento inconstitucional de silenciar las críticas y suprimir el debate público. La Corte Suprema rechazó en diversas oportunidades los intentos de acallar opiniones críticas y afirmó que aquel que ejerce funciones estatales “no puede sustraerse al contralor de la opinión pública” (Fallos 257:308, cons. 9).

En similar sentido se ha dicho que la libertad de expresión significa “que las críticas al ejercicio de la función pública no pueden ser sancionadas aun cuando estén concebidas en términos cáusticos, vehementes, hirientes, excesivamente duros e irritantes” (Fallos 269:200, del dictamen del Procurador General al que remite la Corte).

La Corte Interamericana de Derechos Humanos sostuvo un criterio similar en el caso Kimel vs. Argentina. Allí el tribunal internacional afirmó: “Respecto al derecho a la honra, las expresiones concernientes a la idoneidad de una persona para el desempeño de un cargo público o a los actos realizados por funcionarios públicos en el desempeño de sus labores gozan de mayor protección, de manera tal que se propicie el debate democrático. La Corte ha señalado que en una sociedad democrática los funcionarios públicos están más expuestos al escrutinio y la crítica del público. Este diferente umbral de protección se explica porque se han expuesto voluntariamente a un escrutinio más exigente. Sus actividades salen del dominio de la esfera privada para insertarse en la esfera del debate público. Este umbral no se asienta en la calidad del sujeto, sino en el interés público de las actividades que realiza (…)”.

De modo similar a lo dicho por nuestra Corte Suprema desde muchos años antes, la Corte Interamericana agregó: “El control democrático a través de la opinión pública fomenta la transparencia de las actividades estatales y promueve la responsabilidad de los funcionarios sobre su gestión pública. De ahí la mayor tolerancia frente a afirmaciones y apreciaciones vertidas por los ciudadanos en ejercicio de dicho control democrático. Tales son las demandas del pluralismo propio de una sociedad democrática, que requiere la mayor circulación de informes y opiniones sobre asuntos de interés público”.

El fallo Kimel tuvo como consecuencia la reforma de los arts. 109 y 110 del Código Penal para excluir de los delitos de calumnias e injurias a las expresiones referidas a asuntos de interés público. En otras palabras, una expresión injuriosa o calumniosa no es delito si está referida a asuntos de interés público. La publicación de los afiches contra la vicepresidente de la Nación no puede considerarse delito en ningún caso. En primer lugar, no hay una imputación concreta de un delito, sino una crítica política a la decisión del gobierno nacional de adquirir vacunas rusas. Es más que obvio que no se está imputando a la Sra. de Kirchner haber cometido 35.000 homicidios, sino que se afirma que la preferencia por las vacunas rusas habría tenido como consecuencia la muerte de esas personas por Covid. No basta con una mera atribución genérica de una conducta delictiva, sino que la norma, recogiendo una firme corriente jurisprudencial, exige la imputación de un delito concreto. Para eso es necesario que se indiquen las circunstancias de lugar, tiempo y espacio en que se cometió el delito (ver fallos de la Cámara Nacional en lo Criminal y Correccional en las causas Balbín, Claudia, Verbitzky, Horacio y otros y Ramos, Julio A.).

En segundo lugar, se trata sin lugar a dudas de un asunto de interés público, quizá el de mayor interés público desde marzo de 2020. Por ende, aun si se considerara que hay una imputación de un delito concreto, el hecho de estar referido a cuestiones de interés público hace que quede excluido del tipo penal. Pretender eludir esa exclusión recurriendo a vagas imputaciones de hostigamiento o intimidación, que no constituyen, por sí solas, delito alguno, implica recurrir a la analogía en materia penal, algo prohibido por el art. 18 de la Constitución.

A nadie se le ocurriría perseguir penalmente al exjuez Eugenio R. Zaffaroni por imputar a los integrantes de la Corte Suprema el delito de homicidio culposo por haber dictado el fallo que declaró la inconstitucionalidad del cierre de los colegios de la Ciudad de Buenos Aires ordenado por el gobierno federal. Por muy absurdas que puedan resultar esas críticas, son simplemente el ejercicio de la libertad de expresión y, como tal, protegido por la Constitución Nacional.

A todo ello se agrega que la calumnia y la injuria no son delitos de acción pública, sino acciones privadas (art. 73, Código Penal). Eso impide la investigación de oficio iniciada por el fiscal de la Ciudad de Buenos Aires. Hasta donde se ha informado públicamente, la vicepresidente de la Nación no ha ejercido la acción.

Fácil es advertir que esta investigación es una absurda pantomima destinada exclusivamente a amedrentar y a disuadir a quienes osen criticar a los que ejercen cargos públicos. Se trata de un dispendio de actividad jurisdiccional cuyo único resultado tendrá que ser, necesariamente, la desestimación de la imputación por inexistencia de delito. Sin perjuicio de ello, no deja de ser preocupante que se utilice el aparato estatal para perseguir a quienes piensan diferente. Al decir de Benjamin Franklin, “aquel que quiera destruir la libertad debe comenzar suprimiendo la libertad de expresión”. Ese es, en definitiva, el objetivo.

 

Ricardo Ramírez Calvo

Universidad de San Andrés 

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