En esta nota, reflexionaré sobre el rol de los juristas como intérpretes del derecho. En particular, me preguntaré acerca de la actitud que debería adoptar el jurista frente a sus preferencias morales o políticas. Para responder esa pregunta, contrastaré el rol de los juristas con el de dos figuras cuyos deberes resultan más claros: los abogados y los jueces. Hacia allá vamos.  

ABOGADOS

Es imposible analizar si la actitud de un intérprete del derecho es adecuada sin detenernos en el rol desde el cual esa interpretación es presentada. Probablemente, el caso más claro sea el del abogado: cuando asume el compromiso de defender los intereses de su cliente, eso lleva implícito el deber de hacer cuanto sea posible, dentro de los límites legales, para inclinar la balanza en favor de tales intereses. Parece indiscutible que esto implica defender aquellas interpretaciones de la ley que favorezcan la posición de su cliente, incluso si ellas no son las que el abogado personalmente cree correctas o más afines a sus propias convicciones morales o de otra índole. Así, un abogado que asume la defensa de una persona acusada de tenencia de estupefacientes para uso personal debería utilizar los argumentos de Bazterrica (1), Capalbo (2) y Arriola (3), y probablemente citar a Nino como fuente doctrinaria (4), por más que crea que la mejor reconstrucción del texto del art. 19 sea la opuesta o que el mejor resultado desde el punto de vista moral es alcanzado por la Corte en Montalvo (5). 

Obviamente, lo anterior tiene matices. Por ejemplo, si el abogado, con el sombrero de doctrinario, escribió artículos sosteniendo una posición diferente, deberá hacer algunos malabares para distinguir la situación de su cliente de aquella que tenía en mente al escribir al respecto en algún foro de doctrina (y que ahora el fiscal maliciosamente cita, sacándolo de contexto). Pero la razón para tomar como referencia sus escritos anteriores es eminentemente práctica: si no lo hiciera, dejaría a disposición de la contraparte un argumento demasiado sencillo y difícil de rebatir. Esa es una de las razones por las cuales no es común encontrar a un abogado que escriba en doctrina contra los intereses de sus clientes o potenciales clientes. Otra, más sutil y seguramente más interesante, es que es muy común convencerse de que los argumentos usados a favor de un cliente son los correctos, y no solamente los que se utilizaron por conveniencia. Este fenómeno se conoce como ponerse la camiseta.” 

En todo caso, nada podríamos reprocharle a un abogado que en su razonamiento parte del resultado interpretativo que conviene a su cliente y luego busca aquellos fundamentos que sirven de base para ese resultado. Desde ya que lo normal sería dejar la conclusión para el final, como resultado y no como punto de partida de la indagación, pero, insisto, no es eso lo que esperamos de un abogado ni –me atrevo a sugerir– lo que la ética profesional exige. En este sentido, para entender el razonamiento de un abogado, nada mejor que la ingeniería inversa. 

Los deberes del abogado frente a su cliente son el caso paradigmático para entender el modo de razonar antes descripto, pero desde ya que lo mismo se aplica a otros aspectos o perfiles de la labor profesional. Pensemos en el abogado militante o activista, quien defiende determinada causa por convicción moral o política, aunque no haya ningún cliente detrás. También en este caso, el mejor modo de entender el razonamiento interpretativo es de adelante hacia atrás, por más que no haya un deber profesional específico de defender determinada interpretación. En definitiva, ya sea que lo haga por deber profesional o por convicción moral o política, el abogado tratará a la interpretación de manera instrumental, como un medio para alcanzar la solución jurídica deseada.      

JUECES

De los jueces, por supuesto, esperamos algo bien distinto, y la forma más sencilla de plantearlo es precisamente por oposición a lo que acabo de señalar respecto de los abogados. Un juez no debe razonar de adelante hacia atrás; no debe partir de la solución del caso, como el abogado, sino que debe llegar a ella tras haber analizado e interpretado de manera neutral las fuentes jurídicas relevantes (6). 

La anterior conceptualización del rol del juez es intencionalmente vaga, ya que pretende dejar espacio en ella para distintas concepciones de lo que constituye una fuente jurídica relevante. En particular, por tratarse de una de las cuestiones más debatidas dentro de la filosofía del derecho, intento dejar a salvo posiciones permeables a contar a la moral o al razonamiento moral entre tales fuentes. Pero ello no obstante, tal amplitud no debería incluir una concepción en la cual un juez considera que una fuente resulta relevante por la sola razón de que ella avala la solución que se adecua a sus preferencias, sean estas morales o de otra índole.    

En línea con lo anterior, un juez no estaría tratando de manera neutral a las fuentes jurídicas relevantes si, por ejemplo, seleccionase aquellos pasajes del debate legislativo que abonan su postura precisamente porque lo hacen; o si hiciese algo similar con fuentes jurisprudenciales o doctrinarias, o con otras normas del sistema legal que, potencialmente, podrían ser relevantes para sugerir una interpretación armónica. Ese juez estaría razonando como un abogado. Es posible que lo haga porque tiene un cliente detrás, alguien cuyos intereses desea proteger, en cuyo caso se trataría, simplemente, de un juez corrupto o, al menos, permeable a algún tipo de presión impropia; pero también es posible que ello obedezca a que se trata de un juez que, como el abogado militante o activista, antepone determinada convicción y, dejándose guiar por ella, trata instrumentalmente al derecho. Cualquiera de los dos supuestos, insisto, implica un modelo inaceptable de juez, y queda fuera del margen de amplitud que intencionalmente deseo dejar a salvo cuando me refiero al análisis neutral de las fuentes de derecho relevantes. 

Veamos, entonces qué es lo queda del lado de adentro. En primer lugar, resulta distinguible del juez militante o activista aquel que encuentra que determinada concepción moral es de relevancia a la hora de dar un contenido más preciso a las cláusulas más abiertas de la Constitución, ya sea porque esa concepción era la que profesaban los constituyentes, o porque la Constitución contiene diferentes normas que reflejan esa concepción, o por alguna razón similar.  Es decir, una cosa es que el juez piense, por ejemplo, que el liberalismo debe servir de guía a la hora de dar sentido al art. 19 porque los constituyentes o la Constitución de 1853 eran liberales, y otra muy distinta que, como el juez es liberal, busque de manera no neutral pasajes o fuentes que sugieran tal cosa para justificar así la interpretación liberal del art. 19 (7).

Se me dirá, no sin algo de razón, que la anterior distinción es imposible de realizar desde un punto de vista práctico, y que el juez que acabo de describir no es más que un juez militante que sabe disimular o que no sabe reconocer sus pulsiones inconscientes como tales e, ingenuamente, toma como objetivo o neutral lo que en realidad no lo es. No puedo descartar que ello sea así. No obstante, creo en la utilidad conceptual de esta distinción, que es todo lo que necesito por el momento, pues ella me permite dejar a salvo al juez que introduce la moral en el razonamiento interpretativo de un modo potencialmente legítimo. Es verdad que, para que esto sea así, debería ser cierto, además, que el hecho de que los constituyentes fuesen liberales es jurídicamente relevante pues nos permite entender mejor su intención, o que el hecho de que existan otras normas de contenido claramente liberal que debe ser tenido en cuenta para darle contexto y coherencia al art. 19, o algo por el estilo. No pretendo dar por sentado que ese es el caso, pero creo que la posibilidad de que lo sea puede ser dejada a salvo. Llamaré al juez que razona de esta manera originalista moral”.

Hay otro tipo de juez, sin embargo, que no es fácilmente encuadrable en el esquema hasta aquí propuesto, pues no parece ser reductible ni al juez activista o militante ni al juez originalista moral. Me refiero a Hércules, el juez dworkiniano. Hércules no elige determinada interpretación moral del derecho porque cree que los antecedentes históricos indican que esa interpretación hubiese sido la sostenida por los legisladores o constituyentes, como el juez originalista moral. Lo que Hércules hace es interpretar moralmente las cláusulas constitucionales que, por el modo en que han sido redactadas y los valores a los que apelan, le exigen –a su juicio– incursionar en ese campo (8). 

Por tentador que resulte, no debemos apresurarnos a confundir a Hércules con el juez militante o activista. Recordemos que éste parte de una conclusión determinada por sus preferencias políticas, morales o de otra índole, para luego encontrar los fundamentos jurídicos que resulten instrumentales a esa conclusión. De hecho, en ese esquema la conclusión no es realmente tal, ya que no constituye la culminación de un análisis, sino que funciona como el punto de partida; tampoco son tales los fundamentos, ya que ellos no son la base sobre la que se asienta la decisión, sino los ropajes con los que se viste el razonamiento para llegar al resultado preferido. Muy diferente es el modo de razonar de Hércules, quien, parafraseando a su mentor, se toma en serio el razonamiento jurídico y trata a los fundamentos como fundamentos y a las conclusiones como conclusiones. En este sentido, Hércules no elige tal o cual interpretación instrumentalmente porque ella responde a sus preferencias morales, como el juez militante o activista, sino que lo hace porque entiende que se trata de la interpretación jurídicamente correcta.  Que incluya al razonamiento moral como un insumo en el proceso de dar contenido a las normas sin dudas complejiza su tarea, y probablemente dé lugar a dificultades epistemológicas insalvables a la hora de distinguirlo del juez militante; pero, como dije, a los fines de esta discusión basta con dejar a salvo la posibilidad de una distinción conceptual entre uno y otro. 

En consecuencia, podremos discrepar acerca de qué constituye una fuente jurídicamente relevante” en función de la teoría de interpretación del derecho que, explícita o implícitamente, tomemos como correcta, pero aun así será posible encontrar un terreno de acuerdo acerca de lo que significa analizar e interpretar de manera neutral y de buena fe tales fuentes. Cuanto menos, ese proceso no debería incluir el razonamiento en reversa” que identifiqué como propio del abogado.

Debo insistir en algo, para no ser acusado de ingenuo o de utópico: no estoy diciendo que sea realista pensar que el juez podrá aislarse de sus convicciones y preferencias, porque ellas operan en niveles que solo son advertidos en parte o superficialmente por nuestra conciencia. El juez, en efecto, probablemente será mucho menos neutral de lo que se proponga ser, sin siquiera advertirlo. Pero el punto, precisamente, es cuán neutral debería proponerse ser; cuán neutral deberíamos exigirle, razonablemente, que sea; en qué medida criticaremos o elogiáremos su falta de neutralidad, que abiertamente se proponga no ser neutral y que así lo declare públicamente o lo demuestre en sus sentencias. 

Por otra parte, cuando digo que debemos atender a la actitud del juez, cabe pensar que, en esa medida, su deber de neutralidad es una obligación de medios, no de resultados. Sin embargo, un juez que se propone concienzudamente ser neutral, pero que no lo logra, tampoco es un buen juez. Para serlo, además de la vocación de neutralidad, debe contarse con cierta capacidad mínima de alcanzar ese cometido. Esta consideración permite que sea posible evaluar a un juez con relativa independencia de la dificultad epistemológica de indagar en sus estados mentales. En efecto, tal vez en muchos casos no sea posible discernir si un juez ha llegado a una decisión jurídicamente injustificable porque (a) se propuso no ser neutral o (b) se propuso ser neutral, pero no lo logró en grado suficiente; pero esa dificultad no impedirá que concluyamos que ese juez no cumplió con su deber (9).     

En definitiva, podemos advertir un claro contraste entre lo que cabe esperar del abogado y del juez en lo que a la interpretación del derecho se refiere. Con esta base, pasemos a los juristas. 

JURISTAS

Los deberes profesionales de abogados y jueces están determinados por leyes, códigos de ética y jurisprudencia de distintos órganos disciplinarios. Nada de eso ocurre en el caso de los juristas y, por ende, la pregunta acerca de su rol no se refiere a sus deberes legales. Sin embargo, en tanto integrantes de una disciplina académica, los juristas se ven influidos por un conjunto de reglas informales y prácticas que moldean las expectativas de sus pares y, en general, de la comunidad de la que forman parte. 

Sin embargo, cabe hacer una aclaración. Jurista” es un término muy amplio (10). A los fines de la presente discusión, estoy pensando en el jurista normativo, esto es, el jurista que postula determinada solución para un problema legal; por ejemplo, según vengo ilustrando, cuál es el alcance del art. 19. En este sentido acotado, el jurista desempeña un papel singular, que no resulta fácilmente subsumible en la lógica propia de otras disciplinas o sub-disciplinas académicas. Así, por ejemplo, al historiador del derecho lo podemos juzgar con el mismo lente que al historiador en general, aplicándole los estándares propios de la historiografía. De modo similar, al jurista que se dedica a la sociología del derecho lo mediremos con la vara de las ciencias sociales, y al que profesa el análisis económico del derecho, con la de la economía. 

El jurista normativo, que es el que me interesa, obedece a una lógica diferente a todas las anteriores. Un primer rasgo sobresaliente es que lo que hace este jurista no es ciencia; o no lo es, al menos, en un sentido relativamente acotado del término. Es verdad que el jurista normativo puede apoyarse en disciplinas particulares que sí son científicas o que se rigen por estándares académicos más precisos; por ejemplo, si cree que para dar sentido al art. 19 debemos entenderlo en su contexto histórico o debemos conocer las opiniones de los constituyentes, deberá desempeñar el rol propio del historiador. Pero ese rol no es el decisivo en el caso del jurista normativo: si él postula que el mejor modo de dar sentido al art. 19 es observar su historia, los argumentos que ofrece para ello no son históricos, sino, justamente, normativos. Es eso lo que hace Antonin Scalia, por ejemplo, cuando defiende –qua jurista– una interpretación originalista de la Constitución. Claro está, hay un aspecto de su argumento que deberá ser evaluado según los cánones de la historiografía; pero, insisto, un jurista normativo podría, potencialmente, defender con éxito su visión originalista del derecho, aunque luego falle su lectura histórica en un caso concreto. Como el anterior ejemplo revela, es relativamente claro el estándar para evaluar si un historiador del Derecho está desempeñando adecuadamente su tarea, pero es mucho menos claro qué cabe esperar de un jurista normativo. 

¿Qué determina que un jurista sea un buen jurista? En otra época, probablemente se habría pensado que el jurista modelo era un erudito del Derecho, alguien que recordaba de memoria una cantidad importante de normas, jurisprudencia y doctrina. Aunque esa visión aún goza de alguna aceptación, ella es muy difícil de sostener en tiempos en los cuales basta un teléfono para acceder velozmente a más información de la que cualquier jurista podría retener en su cabeza. Más aún, esta habilidad difícilmente valga para destacar a un jurista normativo, pues si de lo que se trata es de proponer determinada solución legal, no bastará con citar diversas fuentes, sino que habrá que ofrecer criterios para priorizar algunas sobre otras. En este sentido, el jurista normativo se mueve en el reino de los casos polémicos o difíciles, frente a los cuales la acumulación de información es una virtud meramente subsidiaria. Para ser un buen jurista, conocer el Derecho es una condición necesaria (y cada vez menos necesaria), pero de modo alguno suficiente.     

Pero si no es la memoria, ¿qué es lo que hace de un jurista normativo un buen jurista normativo? Algo más diré sobre este punto más adelante, pero por el momento me quiero detener en lo siguiente: como la anterior discusión sugiere, en alguna medida, nuestra evaluación de los méritos del jurista normativo dependerá de la calidad de las razones normativas que brinda en apoyo de su conclusión. Ahora bien, como ocurría en el caso del juez, para evaluar la calidad (o la bondad) de una razón normativa, deberemos apoyarnos en una teoría acerca de qué vale como razón normativa para propiciar tal o cual interpretación; en otras palabras, es imposible determinar si un jurista normativo es bueno o malo sin una teoría detrás que nos diga qué tipo de razones deberían contar. Nuevamente, para determinar si Scalia es un buen jurista normativo, debemos primero decidir si el originalismo es la teoría correcta de interpretación constitucional. Para quienes crean, como yo, que esta decisión dependerá en alguna medida de consideraciones no objetivables, resultará claro que la evaluación que hagamos del jurista con frecuencia estará teñida de manera decisiva de elementos subjetivos. Vale aclarar que no pretendo con esto que la evaluación sea puramente subjetiva: siempre existirán elementos objetivos a tener en cuenta, como por ejemplo aquellos que dependan de consideraciones fácticas o que hagan referencia a la corrección lógica de los razonamientos del jurista; pero el punto es que, en general, tales consideraciones no bastarán para resolver las disputas interpretativas en las que un jurista normativo pretende intervenir.  

Existe una manera alternativa, mucho menos demandante desde el punto de vista teórico, de determinar los méritos de un jurista normativo: el exitismo”; esto es, prestar atención a cuán efectivo es un jurista a la hora de persuadir a otros de que su razonamiento es correcto. Más aún, dentro de este enfoque se podría atender a cierta audiencia en particular, típicamente los jueces, para determinar el éxito del jurista; así, el hecho de que un jurista sea citado en apoyo de una decisión judicial sería una prueba determinante de su influencia y, por ende, de su valía. 

Esta alternativa, sin embargo, solo abarca una dimensión de la evaluación, y ciertamente no la más relevante. Que un juez suscriba la visión de un jurista normativo da cuenta de su influencia, pero no de su corrección. Si la razón por la cual un juez se apoya en un jurista normativo es que ese juez comparte con ese jurista una visión normativa particular, para quien no comparta esa visión, este antecedente difícilmente resulte una evidencia de la calidad del jurista: será, antes bien, precisamente lo contrario. 

Esta discusión acerca de la influencia de los juristas normativos sobre los jueces nos obliga a hacernos una pregunta más básica: ¿es el rol primario del jurista normativo influir en las decisiones judiciales, es decir, dar argumentos para que el juez decida de determinada manera? En otras palabras, ¿deberíamos asimilar el rol del jurista al del abogado? ¿O, por el contrario, su rol se acerca más al del juez?

Al jurista-abogado lo podríamos concebir en más de un sentido. Por un lado, podría tratarse de un abogado en el más llano de los sentidos: al servicio de su cliente, procura avanzar su causa por distintos medios, entre los que se cuentan obviamente los escritos judiciales, pero también los académicos. Para seguir con nuestro ejemplo, supongamos que un abogado cuyo cliente está siendo perseguido por tenencia de droga refuerza su estrategia judicial con artículos de doctrina que sostienen que el art. 19 veda tal persecución. Es posible que el jurista actúe así no con un cliente en particular en mente, sino pensando en una clase de clientes cuyos intereses este abogado habitualmente defiende. Piénsese, por ejemplo, en un abogado especializado en defender a consumidores de droga, o en el abogado laboralista que suele defender a la “parte actora” o a la “parte demandada” en juicios laborales, y que desde su cátedra respalda posiciones afines a la parte que habitualmente defiende. Es interesante que esta dinámica muy probablemente tome la forma de un círculo vicioso: el doctrinario que escribe a favor de determinada clase de cliente difícilmente sea contratado, luego, por la clase opuesta, lo cual tenderá a encasillarlo cada vez más, tanto desde lo profesional como desde lo doctrinario, como abogado de tal o cual clase (11).  

Por el otro lado, encontramos al jurista que se propone valerse de su rol para brindar argumentos doctrinarios que respalden una posición acorde con sus preferencias morales. Este jurista también razona como un abogado, en el sentido de que busca los mejores argumentos para promover su causa, pero ella no depende de quién contrata sus servicios, sino de sus preferencias morales. Ahora bien, justamente porque razona como abogado, este jurista usará todos los argumentos que considere efectivos, y por ende seleccionará las fuentes normativas de manera no neutral: tomará los antecedentes parlamentarios, jurisprudenciales y doctrinarios que respalden su posición, y cuidadosamente procurará dejar de lado o distinguir aquellos que no lo hacen. Partirá de la solución legal más cercana a sus preferencias morales, y a partir de allí razonará de manera inversa, de adelante para atrás, buscando los mejores argumentos jurídicos para llegar a ella. 

Contrastemos a este jurista, ahora, con el que concibe su rol bajo el prisma del juez. Recordemos que lo que resulta distintivo del rol del juez es que toma su decisión tras haber analizado e interpretado de manera neutral las fuentes normativas relevantes; que su decisión es la conclusión, y no el punto de partida, de su razonamiento legal. Para el jurista-juez, su tarea es conceptualmente comparable a la judicial, aunque obviamente las consecuencias reales de sus razonamientos sean muy diferentes a las de una sentencia. Este jurista se esforzará por dejar de lado sus prejuicios y preferencias y llegar a la decisión más neutral posible a la luz de las fuentes de derecho relevantes. Brindará argumentos en favor de posturas con las que no simpatiza desde el punto de vista moral, pero que le parecen inescapables desde el punto de vista jurídico. Como en el caso del juez, el punto no es que este cometido sea factible en esos términos, sino que esa es la vocación o actitud que cabe esperar de él. Y, como dije antes, su desempeño exitoso dependerá no solo de esa vocación o actitud, sino también de su capacidad de alcanzar ese cometido.

Planteé hasta aquí dos tipos ideales de juristas normativos, el jurista-abogado y el jurista-juez. En realidad, resulta más atinado ubicar a los distintos juristas normativos a lo largo de un continuo, con los dos tipos ideales en cada extremo. Con este marco en mente, me atrevo a formular la siguiente hipótesis: no es esperable que un jurista sea totalmente asimilable a un juez, es decir, que sea alguien que se pone a escribir de un tema proponiéndose ser absolutamente neutral, ciego a su preferencia moral por una solución u otra; pero, en la medida en que lo concibamos como parte de una práctica académica, tampoco es esperable que sea totalmente asimilable al jurista-abogado, aquel que manipula de manera intencional las fuentes seleccionando algunas en desmedro de otras, no porque eso resulta de lo que ese jurista considera la mejor teoría interpretativa, sino porque favorece, en el caso concreto, a su cliente, a su concepción moral preferida o a alguna combinación de ambas. Bajo esta hipótesis, el jurista normativo, en tanto integrante de una práctica académica, debe exhibir cierto grado de neutralidad frente a su objeto de estudio. Ese umbral básico no será superado por el jurista cuya concepción de su rol resulte demasiado cercana al abogado.  

No se sigue de lo anterior que la calidad del jurista normativo dependa de cuán cerca se encuentra del tipo ideal de jurista-juez; su excelencia dependerá de virtudes tales como la originalidad, la solvencia teórica, la contundencia y elegancia de sus argumentos, la calidad de su expresión, etc. Más aún, dado el terreno en el que nos movemos, parece inevitable que nuestra evaluación de un jurista esté teñida por nuestra opinión sobre los méritos de las teorías normativas en las que sustenta su postura y la solución concreta que propone.  

Finalmente, es improbable que un jurista se posicione siempre en el mismo lugar del continuo juez-abogado con independencia de la cuestión de fondo que está analizando. En tal sentido, cabe conjeturar que, cuanto más intensa es su preferencia por determinada solución, mayor será su inclinación, consciente o inconsciente, a acercarse al rol de abogado. Lo mismo, por su puesto, cabe esperar del juez, aunque a éste debamos exigirle una mayor vocación y capacidad para refrenar esa inclinación.   

* * *

La incomodidad interpretativa probablemente sea inherente al rol del jurista normativo, quien con frecuencia se encontrará en el medio de un conflicto, consciente o inconsciente, entre sus convicciones morales sobre el fondo de la cuestión y aquellas referidas a los modos de determinar el contenido del derecho. Este conflicto se ve mediado por la concepción que ese jurista tiene de su rol qua integrante de la peculiar práctica académica en la que se encuentra involucrado. 

Si ello es así, no deja de ser interesante que los juristas entiendan esa práctica de formas tan diferentes. Acaso esto nos sugiera que se trata de una disciplina académica con reglas aún inmaduras o demasiado porosas; o, tal vez, que el influjo de las consecuencias normativas, siempre al acecho en esta práctica, sea demasiado potente y desplace a un plano secundario a otro tipo de consideraciones. Sea como fuere, la magnitud de las implicancias morales, políticas e institucionales de esta disciplina sugiere que ella merece una reflexión crítica más intensa. Espero que estas páginas contribuyan a ese proyecto. 

 

Lucas S. Grosman

Universidad de San Andrés

  1. Fallos 308:1392.
  2. Fallos 308:1468.
  3. Corte Suprema, 25 de agosto de 2009.
  4. Fundamentos de derecho constitucional, Astrea, 1992, p. 316-7. Quien defienda la posición contraria, encontrará sólidos argumentos en el artículo de Martín Farrell, “¿Existe un derecho constitucional a la tenencia de estupefacientes?”, que integra su libro Entre el derecho y la moral (2021).
  5. Fallos 313:1333.
  6. Cuando digo que el juez razona de atrás hacia delante, no pretendo implicar que lo hace de manera lineal; a riesgo de forzar la metáfora cinética, me animo a señalar que lo anterior es compatible con que razone de manera zigzagueante o espiralada, por ejemplo. Por otra parte, cuando apelo a la idea de neutralidad, no pretendo sugerir que el razonamiento judicial deba desenvolverse en aislamiento ni que los argumentos de los abogados de las partes interfieran con esa tarea. Creo, por el contrario, que los argumentos contrapuestos, propios de la dinámica adversarial, son un insumo muy útil, acaso esencial, en este proceso. Agradezco a Alfredo Urteaga por haberme forzado a ser más claro sobre este punto.
  7. Claro está, que se llegue a una conclusión por las razones incorrectas no obsta a que la conclusión pueda ser correcta. En este punto, me estoy enfocando en la actitud del intérprete, en el modo en que razona para llegar a un resultado interpretativo, no en el resultado en sí mismo.
  8. Dworkin sostiene que, si Scalia fuese un auténtico originalista, debería suscribir la lectura moral del Derecho que Dworkin propicia, pues los constituyentes tenían la intención de que los conceptos morales abstractos incluidos en la Constitución fuesen interpretados, precisamente, de manera moral por las generaciones venideras, a la luz de sus propias convicciones. (Dworkin, “Comment,” en A Matter of Interpretation, Princeton University Press, 1997, p. 115). El (hipotético) juez originalista moral sostiene algo distinto –de hecho, opuesto– a lo que plantea Dworkin: para aquél, determinada postura moral, la de los constituyentes (e.g. su visión liberal), debe ser usada como guía para interpretar la Constitución en la actualidad. Scalia, por su parte, sostiene que lo relevante para poner en contexto los conceptos morales vagos incluidos en la Constitución es su significado original, es decir, el modo en que se los entendía y el alcance que se les daba en la sociedad en la que los constituyentes estaban inmersos. Eso lo lleva a sostener, por ejemplo, que la pena de muerte no puede ser considerada un castigo cruel e inhumano a los fines de la octava enmienda. (Scalia, “Common-Law Courts in a Civil-Law System: The Role of United States federal Courts in Interpreting the Constitution and Laws,” en A Matter of Principle, p. 3, y “Response”, id., p. 144).
  9.  Aunque muchas veces neutral e imparcial funcionan como sinónimos, tal vez valga la pena realizar alguna aclaración conceptual. Entiendo que el juez parcial es un tipo de juez no neutral: aquel que busca favorecer a una de las partes. Por eso, un juez puede ser imparcial, en el sentido de que no tiene preferencia por una parte en sí misma, pero así y todo no cumplir su deber de neutralidad, por el modo en que analiza e interpreta las fuentes de derecho. Soy consciente de que la anterior no es la única conceptualización posible.
  10. Probablemente, también resulte algo arcaico y pomposo, pero no encuentro otro mejor.
  11. Desde ya, a esto se lo puede ver, desde el otro lado, como un círculo virtuoso.

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