El presidente de la Nación propuso recientemente el establecimiento de límites temporales a la duración en el cargo de los jueces federales. Para justificar su planteo, sostuvo ante estudiantes de derecho de todo el país que “la Constitución dice que un juez dura en su cargo mientras dure su buena conducta, lo mismo dice del presidente y de sus ministros y lo mismo dice del procurador”. Esa supuesta semejanza permitiría limitar la duración en el cargo de los jueces, de la misma manera en que el mandato presidencial es limitado. Agregó que, así como se discute establecer por ley un límite al mandato del procurador general, lo mismo podría hacerse con los jueces, ya que, nuevamente según el jefe del Estado, si bien no está previsto, no estaría prohibido.

Es difícil superar el estupor que causan las afirmaciones del titular del Poder Ejecutivo, desde que la Constitución, que ha jurado observar y hacer observar, no dice en ninguna parte que el presidente, sus ministros o el procurador general conserven sus cargos mientras dure su buena conducta. Si la Constitución nacional dispusiera eso, el mandato presidencial sería vitalicio. Por el contrario, el artículo 90 de la Constitución dispone, en su parte pertinente, que “el presidente y vicepresidente duran en sus funciones el término de cuatro años y podrán ser reelegidos o sucederse recíprocamente por un solo período consecutivo”. Por si quedara alguna duda, el artículo 91 establece que “el presidente de la Nación cesa en el poder el mismo día en que expira su período de cuatro años; sin que evento alguno que lo haya interrumpido, pueda ser motivo de que se le complete más tarde”.

Tampoco existe una norma así referida a los ministros, los que ni siquiera tienen un mandato fijo, sino que su permanencia en el cargo depende de la voluntad discrecional del Poder Ejecutivo (y, en el caso del jefe de Gabinete, también de una eventual censura del Congreso). El artículo 99, inc. 7, es tan contundente, que dispone que el presidente los nombra y remueve “por sí solo”.

La Constitución nada dispone respecto del mandato del procurador general de la Nación, limitándose a indicar que el Ministerio Público es un órgano independiente. Esta grave omisión de la reforma constitucional de 1994 es lo que permite que actualmente la independencia de ese organismo esté severamente amenazada por un proyecto de ley que apunta a limitar su mandato y sus facultades. Si la Constitución nacional dispusiera que el procurador general conserva su cargo mientras dure su buena conducta, la discusión respecto de su mandato sería irrelevante y la independencia del Ministerio Público estaría mejor protegida.

A diferencia de lo que dispone para esos funcionarios, el artículo 110 de la Constitución nacional establece, en su parte pertinente, que “los jueces de la Corte Suprema y de los tribunales inferiores de la Nación conservarán sus empleos mientras dure su buena conducta”. La diferencia es evidente, lo que hace más llamativa la interpretación presidencial. Además, la reforma de 1994 ya estableció un límite temporal a la duración en el cargo de los jueces federales. El artículo 99, inc. 4, dispone que los jueces deben contar con un nuevo acuerdo cuando alcancen la edad de 75 años. Esa modificación no estaba habilitada por la ley declarativa de necesidad de la reforma, fue correctamente declarada inconstitucional por la Corte Suprema de Justicia de la Nación en el caso Fayt, pero fue convalidada posteriormente por ese mismo tribunal en el lamentable fallo Schiffrin.

Los jueces federales son los únicos funcionarios a los que la Constitución otorga estabilidad en el cargo mientras dure su buena conducta. El citado artículo 110 fue copiado del artículo III, primera sección, de la Constitución de los Estados Unidos de América. Esta norma dispone que los jueces federales conservan sus cargos mientras dure su buena conducta (shall hold their offices during good behaviour), texto casi idéntico al de nuestra Constitución.

El concepto de buena conducta proviene del derecho inglés y es habitual que se afirme que su origen está en el Act of Settlement de 1701, cuyo principal objetivo fue excluir a los pretendientes católicos de la sucesión al trono de Inglaterra. El Act of Settlement también garantizó estabilidad a los jueces mientras durase su buena conducta, utilizando la fórmula legal latina quamdiu se bene gesserint, que se traduce como “mientras se comporten bien”. En realidad, el Act of Settlement solamente extendió esa garantía a todos los jueces ingleses, para evitar los abusos sufridos durante el reinado de la dinastía de los Estuardo, quienes otorgaban o negaban ese privilegio de manera arbitraria. Su origen se remonta a tiempos tan antiguos como el reinado de Eduardo III, entre 1327 y 1377 (Raoul Berger, “Impeachment of Judges and ‘Good Behaviour’ Tenure”). En algunos casos los monarcas otorgaban a ciertos magistrados la garantía de que conservarían su cargo mientras durase su buena conducta, pero otros desempeñaban su función durante beneplacito del rey, lo que los transformaba en serviles criaturas (Frederic Maitland, The Constitutional History of England). La extensión de esa protección a todos los jueces tuvo por objeto contrarrestar la influencia de la Corona sobre ellos (William S. Carpenter, “Repeal of the Judiciary Act of 1801”).

La seguridad de la conservación del cargo mientras dure la buena conducta implica, en la práctica, que los jueces gozan de un mandato vitalicio. Solamente en caso de no observar esa buena conducta, pueden ser removidos. En nuestro país, la Constitución nacional previó la única manera de hacer efectiva esa remoción: el juicio político. En 1994, la reforma constitucional modificó parcialmente ese procedimiento de remoción, manteniendo el juicio político exclusivamente para los jueces de la Corte Suprema de Justicia de la Nación y previendo que la remoción de los jueces inferiores sería hecha por el Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados, previa acusación del Consejo de la Magistratura.

Es decir que lo que la Constitución prevé es que los jueces federales permanecen en sus cargos hasta los 75 años de edad, salvo que sean removidos a través del juicio político o por el Jurado de Enjuiciamiento, según sea el caso. La Constitución no admite ninguna otra limitación a la duración del cargo de un juez federal. El motivo es el mismo que indujo a los ingleses a establecer la garantía quamdiu se bene gesserint en el Act of Settlement y a los estadounidenses a consagrar esa misma protección en el Artículo III de la Constitución de 1787: proteger a los jueces contra cualquier influencia de los restantes poderes. Recuérdese que en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América se menciona, como una de las faltas del monarca británico, “haber hecho a los jueces dependientes de su voluntad en cuanto al mantenimiento de sus cargos”.

El carácter vitalicio de los cargos judiciales es uno de elementos primordiales del sistema constitucional estadounidense, cuyos principios fundamentales adoptó nuestro país. En El Federalista Nº 78, Alexander Hamilton destacó la importancia esencial de esta garantía:

“La regla de la buena conducta para la continuación en el cargo de magistrado judicial es por cierto uno de los más valiosos adelantos modernos en la práctica de gobierno. En una monarquía es una excelente barrera para el despotismo del príncipe; en una república no es menos barrera para las usurpaciones y opresiones del cuerpo de representantes. Y es lo más conveniente que pueda idearse en cualquier gobierno para garantizar una administración de las leyes firme, recta e imparcial”.

Hamilton agrego que “nada puede contribuir tanto a su firmeza e independencia [la del Poder Judicial] como la permanencia en el empleo. Esta condición debe pues mirarse con razón como un ingrediente indispensable en su constitución y en gran manera como el baluarte de la justicia pública y de la pública seguridad”.

James Madison sostuvo similares ideas en El Federalista Nº 51: “[…] el carácter vitalicio con el que son ejercidos los cargos en ese departamento [el judicial] debe destruir muy pronto todo sentido de dependencia respecto de quienes efectuaron esos nombramientos”. Pese al inútil esfuerzo de quienes pretenden encontrar una inexistente filiación española en nuestro Poder Judicial, no hay duda alguna de que la Constitución copió su organización casi textualmente de la Constitución estadounidense.

La propuesta de limitar el mandato de los jueces no es novedosa. En los Estados Unidos, Jefferson lo intentó en 1807, luego de fracasar en su empeño de modificar la composición de la Suprema Corte a través del impeachment a Samuel Chase, y propuso mandatos de entre cuatro y seis años. Andrew Johnson hizo lo propio como representante (1845), como senador (1860) y como presidente (1868). Más recientemente, en 1973, el senador Byrd de Virginia propuso una enmienda constitucional para fijar un plazo de ocho años de mandato, con posibilidad de reconfirmación. Actualmente se discute establecer mandatos de 18 años. En todos los casos el objetivo fue el mismo: alinear a los jueces con el sentir popular, lo cual no es más que una forma elegante de disfrazar la intención de tener un poder judicial sumiso.

Idéntica finalidad persigue la propuesta bajo examen, sin perder de vista su grosera inconstitucionalidad. Es parte de un ataque más amplio, cuyo propósito es acabar con los pocos vestigios de independencia que todavía perduran en el Poder Judicial y en el Ministerio Público. No es una idea nueva: su primera etapa fue cumplida en 2006 con la sanción de la ley 26.080 de reforma de la integración del Consejo de la Magistratura y del Jurado de Enjuiciamiento. Esa norma, notoriamente contraria a lo dispuesto en la Constitución nacional, sirvió para permitir al oficialismo de turno tener mayoría en el Consejo de la Magistratura. Fue impugnada oportunamente por el Colegio de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires y solo nueve años después, en 2015, fue declarada inconstitucional por la Cámara de Apelaciones en lo Contencioso Administrativo Federal. El daño irreparable ya estaba hecho. Además, el fallo fue apelado por el Estado y hasta hoy duerme el sueño de los justos en la Corte Suprema. Cabe destacar que la apelación fue interpuesta luego de que asumieran las nuevas autoridades del Gobierno nacional, lo que demuestra que el deseo de contar con un poder judicial obediente no es patrimonio de un solo sector político.

Igual objetivo tienen los proyectos de reforma del Poder Judicial y del Ministerio Público. En ambos casos lo que se busca es imponer condiciones para socavar todo atisbo de independencia en aquellas instituciones que la Constitución creó para que fueran contrapeso del Poder Ejecutivo y del Poder Legislativo. Se pretende con eso adulterar las bases fundamentales de nuestro sistema constitucional.

Peter Oborne, comentarista político británico, dijo en 2007:

“la clase política es profundamente hostil al Estado de Derecho. Constantemente se esfuerza por socavar al Poder Judicial, prefiriendo instintivamente gobernar a través de órdenes del Ejecutivo y evidenciando continuamente su enojo cuando los jueces frustran decisiones ilegales tomadas por los ministros […]. En general, la clase política está imbuida de una hostilidad inflexible hacia todos los centros de poder o valores que no puede controlar o manipular” (citado por Héctor A. Mairal en el Prólogo a La Constitución Nacional y la obsesión antinorteamericana).

No es sorprendente que los políticos quieran subyugar al Poder Judicial. Lo que sí es incomprensible es que la sociedad civil se muestre anestesiada ante un atropello tan impúdico de las instituciones y después se sorprenda cuando los jueces se someten dócilmente a los dictados del poder de turno. Que nadie se equivoque creyendo que lo que está en juego es algo que no tiene impacto en la vida cotidiana.

Como explicó John Marshall en 1830 en la Convención Constituyente de Virginia:

“El Poder Judicial llega a través de sus efectos a la chimenea de cualquier persona: atraviesa su propiedad, su reputación, su todo. ¿No es de principal importancia que un juez sea perfecta y completamente independiente, sin nada que lo influya o controle salvo Dios y su conciencia? La independencia de todos aquellos que juzgan causas de las personas entre sí y entre las personas y su gobierno, solamente puede ser mantenida por su inamovilidad en el cargo. […] Siempre he creído, desde mi juventud más temprana hasta ahora, que el mayor castigo que un Cielo enojado infligió jamás a un pueblo desagradecido y pecador, es un Poder Judicial ignorante, corrupto o dependiente”.

Está en cada uno de nosotros impedir que esa maldición siga oprimiéndonos.

 

Ricardo Ramírez Calvo

Universidad de San Andrés

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