En épocas de emergencia, como la que está atravesando el mundo desde la aparición del Covid-19, han cobrado valor múltiples debates jurídicos, en general asociados a los alcances de las facultades de los gobiernos. En el caso de la Argentina, uno de los temas que genera un mayor cuestionamiento (y preocupación) es la extensa utilización de decretos de necesidad y urgencia por parte del Poder Ejecutivo; y la correlativa pasividad del Poder Legislativo –que hasta hace poco se encontraba en una especie de “receso de facto”. Solo por citar algún ejemplo, en los últimos meses, dichos instrumentos fueron utilizados para, entre otras cuestiones, restringir la libertad ambulatoria en todo o parte del territorio argentino, y atribuir el manejo del presupuesto nacional al Jefe de Gabinete de Ministros.

El hecho de que se enciendan las alarmas frente a estas conductas de los funcionarios públicos es algo positivo, ya que significa que la sociedad sigue manteniendo una actitud de contralor frente a sus instituciones. En este sentido, es importante que se controle todo posible exceso fundado en la situación de emergencia y se inste al respeto de los límites constitucionales. Sin embargo, como si se tratase de una visita al médico, también debe evaluarse la presencia de enfermedades latentes que puedan ser las causantes de la actual dolencia. Este momento de nuestra historia debería servirnos para analizar de manera crítica a las instituciones que enmarcan el accionar del gobierno. Caso contrario, en el afán razonable de luchar contra los problemas jurídicos que puede traer aparejados la pandemia, se corre el riesgo de restar importancia, como hasta el momento, a aquellas enfermedades subyacentes que debilitan nuestro ordenamiento constitucional.

En el caso concreto de los decretos de necesidad y urgencia, estos se hallan contemplados en el artículo 99.3 de la Constitución Nacional y reglamentados por la Ley N° 26.122. Dicho cuerpo normativo fue sancionado por el Congreso de la Nación en el año 2006, con el fin de tornar operativo el control legislativo de los decretos dictados por el Poder Ejecutivo. Siguiendo el mandamiento constitucional, el Poder Legislativo, mediante la citada ley, dio origen a la Comisión Bicameral Permanente, un cuerpo integrado por ocho senadores y ocho diputados. La misión de este órgano consiste en controlar que los decretos dictados cumplan con los requisitos formales y sustanciales impuestos por la Constitución Nacional (art. 10, Ley N° 26.122). Como resultado de esta evaluación, la Comisión emitirá un dictamen de aprobación o rechazo, que será elevado a las dos cámaras legislativas. Estas, finalmente, por votación de la mayoría de sus miembros, decidirán si el decreto es derogado o se mantiene vigente en los términos de su redacción (arts. 21 y 22, Ley N° 26.122).

Con el fin de comprender los límites dentro de los que se mueve el Poder Ejecutivo, es necesario señalar algunas de las falencias del presente diseño institucional, que lo vuelven especialmente dañino para un adecuado balance de poderes.

En primer lugar, la Ley N° 26.122 no establece un plazo máximo para que las Cámaras legislativas den tratamiento al dictamen elaborado por la Comisión Bicameral Permanente. En consecuencia, los legisladores oficialistas conservan cierta discrecionalidad al momento de someter a votación el futuro del decreto. El momento de la votación puede verse aplazado en múltiples ocasiones y, si el calendario electoral lo permite, podría tratar de esperarse a que las composiciones de los bloques legislativos se modifiquen. En cualquier caso, esto ofrece ciertos modos de garantizar la perdurabilidad de los decretos, cuyos efectos se seguirán extendiendo en el tiempo.

En segundo lugar, cabe señalar graves problemas en el diseño de la Comisión Bicameral Permanente. Conforme lo dispone el artículo 3° de la Ley N° 26.122 y el artículo 99.3 de la Constitución, el órgano debe estar compuesto por ocho senadores y ocho diputados, designados por cada Cámara en respeto de las proporciones de las representaciones políticas. Esto conlleva que necesariamente los bloques políticos con mayoría en cada cámara también mantendrán la supremacía numérica hacia adentro de la Comisión. Si la existencia misma del órgano solo fuese una instancia previa al debate parlamentario, esta composición no tendría gran relevancia. No obstante, la tarea de quienes integran la Comisión es realizar un dictamen en el que se analice el grado de apego de un decreto presidencial a la Constitución Nacional. El ejercicio de este rol de contralor requiere, por razones evidentes, la adopción de una perspectiva crítica hacia lo que se pretende evaluar. Perspectiva que es susceptible de ser puesta en duda cuando el partido mayoritario en una o ambas cámaras coincide o es afín al partido del presidente. De esta forma, la misión de contralor constitucional de la Comisión Bicameral corre el riesgo de ser transformada en una actividad de apoyo partidario o acuerdos políticos. Esto es importante porque lo que muchos señalan como desidia legislativa es en realidad la consecuencia esperable de las reglas de juego. Como muestra de ello basta con remitirnos a algunos hechos. De los más de doscientos decretos de necesidad y urgencia dictados desde 2006, solo poco más de diez obtuvieron un dictamen de rechazo por parte de la Comisión. Más específicamente, algunos de esos rechazos se produjeron durante periodos de cierta paridad legislativa (2010-2011 o 2018-2019) y la mayoría de ellos tuvo lugar cuando el partido del presidente tenía minoría partidaria en ambas cámaras (2016-2017). En esta misma línea, desde el comienzo de la cuarentena obligatoria, según el Boletín Oficial, el Poder Ejecutivo ha dictado alrededor de treinta decretos de necesidad y urgencia. Pese al revuelo político que algunos han generado, la Comisión Bicameral (integrada por una mayoría de legisladores afines al partido del presidente) solo expidió dos dictámenes de rechazo. Aunque, en ambos casos, se refirieron a decretos del gobierno anterior.

En tercer lugar, finalmente, la Ley N° 26.122 establece que la derogación de un decreto de necesidad y urgencia requiere el rechazo por parte de ambas cámaras del Congreso (art. 24). De esta forma, no solo estamos ante un acto legisferante del Poder Ejecutivo que prescinde del consentimiento legislativo previo, sino de un acto cuyos efectos se extenderán (con posibilidad de ser prorrogados) en tanto la mayoría de ambas cámaras legislativas no se oponga. Lo que en la teoría aparenta tener límites constitucionales claros, en la práctica denota la flexibilidad de dichos límites. Si bien es la propia Constitución la que equipara el poder de los decretos de necesidad y urgencia al de las leyes, la Ley N° 26.122 refuerza este carácter al establecer un sistema que, casi con certeza, les asegura permanecer vigentes. En este punto, nuevamente, la realidad resulta contundente. En los más de doscientos decretos dictados desde el año 2006, las cámaras por separado han expresado su rechazo en menos de cinco ocasiones. Más aun, nunca en la historia institucional de la Argentina un decreto de necesidad y urgencia fue derogado siguiendo el proceso establecido por la Ley N° 26.122.

Como correlato de lo expuesto hasta aquí, se debería coincidir en que el modo elegido para controlar la emisión de decretos de necesidad y urgencia resulta controversial. Lo que en apariencia puede parecer un uso abusivo de facultades gubernamentales, es en realidad la consecuencia de un diseño legislativo extremadamente flexible. De aquí en adelante, frente al accionar del gobierno, es necesario preguntarse si se está ante un actuar abusivo o un actuar no deseado, pero conforme a la ley. Ello nos permitirá identificar con precisión el problema –o la enfermedad, en los términos de esta nota– a tratar, y los remedios con que se debe responder.

Ahora bien, antes de finalizar, me referiré brevemente a dos consideraciones que pueden ser levantadas en el marco de este tema. Por una parte, ante las críticas al sistema de contralor que ejerce el Congreso, es esperable que se recuerde que los tribunales siempre conservan la potestad de controlar el apego de los decretos al texto constitucional. Si bien ello es cierto, se debe evitar caer en la tentación de equiparar al control constitucional legislativo con el judicial. Ello es así ya que, primero, las sentencias judiciales son de efecto relativo, por lo que una potencial declaración de inconstitucionalidad no derogará la norma en cuestión. Segundo, el poder de los jueces queda sujeto a la presencia de un caso controversia. Muchas veces, aunque las disposiciones de un decreto sean cuestionables, dichos cuestionamientos se mantienen abstractos, sin llegar a causar un perjuicio concreto.

Por otra parte, dado que nos encontramos en medio de una pandemia mundial, podría argumentarse que el diseño de los decretos de necesidad y urgencia se encuentra justificado. La idea de “gobernar por decreto” pocas veces ha gozado de un ambiente tan idóneo como el presente, por lo que sería contraproducente comenzar a hablar de modificaciones a la función de control ejercida por el Congreso. Frente a tal objeción, sin embargo, debe tenerse en cuenta que mantener un grado mayor de interacción entre los poderes también es posible aun en esta situación. Por ejemplo, pueden apreciarse los casos de diversos países, como España o Francia, en los que el Poder Legislativo ha tomado medidas concretas frente a la crisis y ha mantenido una postura de control sobre el ejecutivo.

En síntesis, en la actualidad, en la Argentina, el acto de emitir decretos goza de límites sumamente laxos: el Congreso no está obligado a expedirse en un tiempo determinado; aquellos que controlan el apego a requisitos constitucionales pueden ser personas del partido del presidente; y si alguien busca que el Congreso lo derogue, deberá reunir mayorías legislativas en ambas cámaras. Esto conlleva que muchas veces no se pueda hablar de un abuso propiamente dicho, sino de un problema inherente a las reglas de juego. Con ello no se busca “justificar” el accionar del presente gobierno ni desincentivar el control sobre sus actos. El control judicial y ciudadano sobre posibles abusos debe ser más fuerte que nunca, pero no será suficiente para ver una Argentina “sana”. Para ello, una vez normalizada la situación, es necesario generar un compromiso robusto hacia la erradicación de estas enfermedades. Estas no serán tan actuales, pero siguen debilitando fuertemente nuestras instituciones.

Matías Toselli

Estudiante del último año de abogacía

Universidad de San Andrés

Dejar una respuesta