Guido Calabresi es uno de los juristas más influyentes de las últimas décadas. Fue uno de los fundadores del Law & Economics (Análisis económico del derecho), junto con Ronald Coase y Richard Posner, y algunas de sus obras, como El costo de los accidentes y Decisiones trágicas, cambiaron el modo de entender el derecho en todo el mundo. Calabresi nació en Italia, pero cuando era muy pequeño su familia se mudó a Estados Unidos, huyendo del fascismo. Estudió en Yale y en Oxford y, entre 1985 y 1994, fue decano de la Facultad de Derecho de Yale, donde hoy ocupa la posición de profesor emérito.

Entre sus alumnos se cuentan varios de los actuales jueces de la Corte Suprema de los Estados Unidos, entre muchas otras figuras destacadas de la política y el derecho. En 1994, Bill Clinton, otro célebre egresado de Yale Law School, lo nominó como juez de Cámara del Segundo Circuito, posición que ocupa desde entonces. Para los amantes del cine, no pasará desparecido que su apellido materno es Finzi Contini.

En 1998, tuve la suerte de tomar su clase de Torts (Derecho de daños). Aunque nunca me dediqué a esa rama, Calabresi cambió radicalmente mi modo de entender el derecho en general y, en especial, su relación con la economía. Fue, sin dudas, uno de los mejores profesores que tuve. Hoy, ante algunas de las preguntas que en forma recurrente nos planteamos en relación con la actual pandemia y cómo combatirla, me viene a la mente una de sus clases en particular.

Las clases de Calabresi eran de lunes a jueves, muy temprano a la mañana, y ni bien terminaba de dictarlas el profesor partía raudo a Nueva York a ocupar su estrado de juez. Un lunes, justo después del feriado de Thanksgiving, Calabresi llegó al aula con el botón de su saco visiblemente exigido por los excesos del fin de semana, y nos planteó un problema que, me enteré después, presentaba año tras año a sus estudiantes, aunque cada vez con algunas variantes.

El problema era el siguiente: imaginen que ustedes son la autoridad máxima de su país. Un buen día se les acerca un duende maléfico y les ofrece una máquina mágica que traerá muchísima prosperidad y desarrollo a su comunidad, generará un salto tecnológico mayúsculo, redefinirá positivamente casi todas las actividades productivas y recreativas que conocemos y nos abrirá las puertas a muchas nuevas que hoy ni imaginamos. La máquina generará un enorme bienestar y mejorará de manera significativa la vida de la gente; habrá un antes y un después de la máquina, y una vez que la conozcamos, no podremos concebir vivir sin ella. Pero este duende, como dije, es maléfico: para funcionar, la maquina demanda que cada mes el país sacrifique la vida de 3.000 personas. ¿Aceptarían ustedes la oferta del duende?

Aquí se abría el debate. Los estudiantes interpelados por Calabresi planteaban algunas preguntas razonables: ¿Cómo se elegían las personas que serían sacrificadas? Al azar, respondía el profesor. Si la máquina traerá tanto desarrollo, ¿no serán más las vidas que se salven que las que se pierdan como sacrificio?, preguntaba otro. Se salvarán vidas, efectivamente, decía Calabresi, pero no serán tantas como las que se perderán. Aquí la cosa entraba en un terreno pantanoso: ¿cuántas más? ¿Es eso relevante?, preguntaba Calabresi; ¿es una cuestión de números?

El problema resultaba incómodo, especialmente porque su discusión se enmarcaba dentro del típico método socrático que se utiliza para enseñar derecho en el mundo angloamericano, donde el profesor pregunta y repregunta, los alumnos argumentan y contra-argumentan, y los problemas nunca tienen una respuesta sencilla…

En todo caso, en general los alumnos interpelados tendían a rechazar la propuesta del duende maléfico. Ante esto, y tras un silencio escénico, Calabresi les respondía: «Tengo una noticia. Ya la aceptamos: la máquina del duende maléfico se llama automóvil».

El poder de la analogía radica en que 3.000 es, aproximadamente, la cantidad de muertes por accidentes de tránsito que ocurren por mes en Estados Unidos. Obviamente, hay diferencias. Una muy importante es que tenemos cierta capacidad para reducir esas muertes, a diferencia de las demandadas por la máquina. Pero más allá de eso, el ejemplo nos enfrenta a una verdad incómoda: como sociedad, estamos dispuestos a convivir con cierta cantidad de muertes en pos del progreso o del bienestar. Prohibir los automóviles (y los camiones, ómnibus, etc.) salvaría muchas vidas, pero implicaría otro tipo de sacrificios que, evidentemente, no estamos dispuestos a hacer.

Sin llegar tan lejos, podríamos imponer regulaciones que hicieran que estos medios de transporte fuesen muchísimo más seguros. Por ejemplo, podríamos establecer que todos los automóviles tuvieran de fábrica las medidas de seguridad más sofisticadas, aquellas que hoy solo tienen unos poquísimos autos, los extremadamente caros. O podríamos exigir que, tras unos pocos años, los vehículos saliesen de circulación, para evitar los riesgos vinculados con el deterioro o la obsolescencia tecnológica por el paso del tiempo. O podríamos, desde ya, elevar sustancialmente la vara de los requisitos para conducir.

Podríamos hacer todo esto y mucho más para reducir la cantidad de accidentes de tránsito. Ahora bien, ¿en qué medida aceptaríamos que mucha menos gente pudiera acceder a los vehículos, y a todos los productos que dependen de ellos, como consecuencia del encarecimiento y las limitaciones que esas regulaciones traerían? Esta pregunta no tiene una respuesta igual para todas las sociedades, pero resulta claro que no basta que una regulación reduzca el riesgo sobre la salud para que estemos dispuestos a adoptarla sin importar los costos. De ello no se sigue que sea una mala idea profundizar nuestras exigencias en materia de seguridad vehicular. Estoy convencido de que, en más de una dimensión, debemos hacerlo. Pero resulta evidente que la cuestión no se presta a soluciones simplistas o absolutas.  

Si alguien cree que esta conclusión es producto de perversiones políticas o de alguna conspiración internacional, lo invito a pensar en cómo funciona esto mismo a nivel personal.  Constantemente decidimos involucrarnos en actividades que ponen en riesgo nuestra vida, no porque la despreciemos, sino porque entendemos que una vida que vale la pena necesariamente involucra asumir ciertos riesgos. Más aún, no destinamos hasta el último peso disponible a proteger nuestra salud, sino que optamos por un paquete de gastos en el que la salud sin dudas ocupa un lugar importante, pero donde también hay espacio para la educación, la vivienda, la movilidad y hasta la recreación. ¿Podríamos reducir aún más los riesgos que asumimos gastando más en salud? Seguramente. Pero llegará un punto en que hacerlo nos impondrá costos que no estaremos dispuestos a aceptar, porque ello, en un mundo de recursos escasos, implicaría renunciar a otras cosas a las que no queremos renunciar. 

Por eso, está más allá de todo debate que existe una tensión entre la protección de la salud y la realización de actividades productivas, culturales o recreativas. Esta tensión existe siempre, más allá de la actual pandemia, aunque ésta nos fuerce a tomar de manera explícita ciertas decisiones que, en tiempos normales, tomamos de manera implícita o desapercibida.

Sería un error negar esa tensión, y también lo sería creer que ella siempre se resuelve a favor de la salud. Por otra parte, y para agregar complejidad al análisis, la salud suele estar presente en los dos términos de la ecuación, y debemos tener cuidado de no dejarnos obnubilar por los riesgos más visibles o palpables, que no son siempre los más relevantes. Por eso, la pregunta interesante no es si debemos permitir que existan los autos (o lo que fuera), sino en qué condiciones los permitimos, para lograr un balance entre los distintos intereses en juego que resulte razonable en nuestra sociedad. Al duende maléfico no le podemos cerrar la puerta en la cara, pero le debemos negociar las condiciones. Es eso, precisamente, lo que estamos discutiendo en estos días en que nuestras decisiones trágicas se tornan más explícitas.  

Lucas Grosman

Universidad de San Andrés

2 Comentarios

  • Ignatius dice:

    Un gusto leer este artículo, que invita a la reflexión desde un enfoque tan original, y con la pandemia como disparador.
    Una de las dudas que me surge es si puede interpretarse, como expresó el Dr. Rosatti, que la Constitución ofrece una solución (o al menos delimita las respuestas posibles) en cuanto a la forma de afrontar la pandemia: frente a la posible solución utilitaria de hacer prevalecer la economía sobre la salud, él citó el deber del Congreso de «proveer lo conducente […] al progreso económico con justicia social» (75 inc. 19). ¿Descartaría esto una solución como la de Brasil o EE.UU. donde las medidas contra el COVID fueron ínfimas en comparación con las cuarentenas obligatorias?
    Por otro lado, me surge otra duda relacionada también con la interpretación constitucional. Si según la escuela del análisis económico del derecho los jueces deben ponderar las consecuencias económicas de sus decisiones. ¿Sería compatible con el originalismo? O más aún ¿implicaría en ciertos puntos apartarse de la letra de la constitución? Más concretamente estoy pensando en casos como «Peralta» o los relacionados con la pesificación y el corralito. Creo que la interpretación más fiel del derecho de propiedad hubiera implicado hacer lugar a los amparos en esos casos (con una interpretación originalista). Pero paradójicamente (y ya desde el análisis económico), dado que la cantidad de dinero en el sistema financiero era insuficiente para que todos los ahorristas lo retirasen, dicha decisión llevaría a violar la igualdad (solo los primeros en demandar llegarían a retirar los fondos antes de que se acaben). Si los jueces decidieran ponderando el impacto económico ¿no estarían eligiendo el resultado de la sentencia primero, y luego buscando que argumento o ropaje dentro del derecho puede haber para convalidarlo?

    • Lucas dice:

      Estimado Ignatius:
      Muchas gracias por tu comentario. No creo que el utilitarismo te lleve necesariamente a privilegiar la economía sobre la salud. El utilitarismo pretende reducir la pregunta a una métrica única, el bienestar, y entonces se pregunta cuál es la solución óptima de acuerdo con esa métrica. La respuesta, por cierto, no es nada obvia. Yo personalmente creo que esa reducción no es posible o deseable, pero esa es otra historia. Más allá de eso, la conexión entre AED y utilitarismo no es lineal. Posner, por ejemplo, la cuestiona, y se inclina por el criterio de eficiencia, que no es lo mismo.
      Creo que la CN no nos dará una respuesta precisa sobre estas preguntas, aunque sí pone ciertos límites a la acción u omisión estatal. El margen es amplio, pero eso no quiere decir que no exista.
      La relación entre AED e interpretación es compleja. Es verdad que la preocupación por las consecuencias de las decisiones, si se pone en cabeza del juez, llevaría a buscar estándares más flexibles de interpretación (the living constitution, etc) que es lo opuesto a lo que el originalismo pretende. Calabresi, como juez, no invoca como fundamento de sus decisiones especulaciones acerca de las consecuencias económicas, sino que se apoya en el derecho vigente, aunque es verdad que en cuestiones regidas por el common law (e.g. torts) al haber poca legislación, suele haber un margen de apreciación mayor para el juez. Muchos creen que e AED tiene más sentido en cabeza de un legislador que de un juez, por el tipo de consideraciones que vos sugerís. Gracias nuevamente.

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