Dos decretos de designaciones de funcionarios del gobernador Kicillof han sido muy comentados en las últimas horas. El debate que se dio en torno a ellos no se centró en las condiciones de las personas designadas, sino en algunos considerandos muy curiosos, que son idénticos en ambos.
Las designaciones fueron del ministro de Salud, Daniel Gollán, y del Director Ejecutivo de la Agencia de Recaudación de la Provincia de Buenos Aires, Cristian Girard.
Los decretos de designaciones suelen ser bastante parcos, sobre todo los de aquellas que son políticas y, por lo tanto, no requieren ninguna motivación especial. Pero en los dos decretos a los que me estoy refiriendo el gobernador sintió que, dado que ambos funcionarios estaban procesados en la justicia federal, debía decir algo más. Del primero de ellos (el otro caso es igual), sostuvo, luego de afirmar que el doctor Gollán “reúne las condiciones y aptitudes sustanciales para desempeñarse en el cargo”:
“Que, no obstante lo expuesto, el doctor Gollán ha declarado bajo juramento que se encuentra procesado en la causa judicial identificada como ‘CFP 6606/2015/TO1/13’, bajo una injusta persecución penal;
Que, en tal sentido, dicho proceso se encuadra bajo el concepto de ‘lawfare’, entendido como el uso indebido de instrumentos jurídicos para fines de persecución política, destrucción de imagen pública e inhabilitación, donde se combinan acciones aparentemente legales con una amplia cobertura de prensa.
Que una causa judicial iniciada en el marco de un proceso de persecución política, judicial y mediática inédito en la República Argentina, desde el retorno de la democracia en 1983, no puede implicar impedimento alguno o inhabilidad para que ningún ciudadano pueda cumplir una función pública”.
Ante las críticas que despertaron estos considerandos, que a primera vista constituyen una injerencia indebida del poder político provincial en causas que tramita la justicia federal, el ex Jefe de Gabinete de Ministros de la Nación, Aníbal Fernández (casualmente procesado en la misma causa que Gollán), emitió una serie de tuits en los que explicó, en medio de insultos a quienes sostenían otra posición (a mí me dijo, entre otras cosas, “otario”, lo que revela un conocimiento de mi persona que no deja de enorgullecerme), que los decretos eran válidos porque no había ninguna norma provincial que estableciera que en los funcionarios políticos el procesamiento era una causal de inhabilitación.
Pareciera que así es, porque si bien la ley provincial 10.430 dispone en su art. 3º que no puede ser funcionario provincial quien tenga un “proceso penal pendiente o haya sido condenado en causa criminal por hecho doloso de naturaleza infame, salvo rehabilitación, y el que haya sido condenado en causa criminal por genocidio o crímenes de lesa humanidad”, en su art. 1º excluye a los funcionarios políticos.
Uno podría cuestionar la razonabilidad de una norma que exige estándares éticos más elevados para los funcionarios inferiores que para los superiores, pero esa es harina de otro costal. A los fines de este comentario, consideraremos que efectivamente Gollán y Girard podían ser designados.
Si es así, ¿cuál era la necesidad de toda esa parrafada del “lawfare”? Tal vez, el gobernador, sabiendo que la designación de personas procesadas le generaría críticas, aunque legalmente pudiera hacerlo, quiso limpiarles de alguna forma el prontuario.
Eso es lo inadmisible. Ignoro si los procesamientos de Gollán y Girard son correctos, pero el ámbito para que se demuestre que no lo son es el de las causas judiciales en las que están imputados, en las que disponen de un enorme arsenal de argumentos, planteos y recursos antes diversas instancias para ejercer su defensa.
Que los funcionarios procesados juren ante el gobernador que son inocentes es de una absoluta irrelevancia jurídica. Pero es preocupante que el gobernador, con el único antecedente de esos juramentos, pase a manifestar en un decreto que ellos son víctimas de una “persecución política, judicial y mediática”.
Hubiera sido improcedente en cualquier caso, pero lo es más cuando se trata de una afirmación puramente dogmática, ya que no nos aporta a quienes leemos el decreto ningún elemento que permita siquiera sospechar que esa conspiración tenga algún viso de seriedad.
Otros defensores públicos del decreto han expresado que tales considerandos son solo de carácter político y que los decretos muchas veces se fundan en razones políticas, o, como suele decirse, de oportunidad, mérito y conveniencia. Que los decretos de un gobernador tengan un contenido político es una perogrullada que no permite justificar cuál es la vinculación en estos decretos específicos de los fundamentos de la polémica con la parte dispositiva.
En cuanto al cacareado “lawfare”, si significa que a lo largo de la historia muchas veces los tribunales han sido usados para la persecución política, es una obviedad que no necesitaba de ningún neologismo. El problema es el carácter arbitrario y sesgado con que se usa ese concepto. Por un lado, nada se dice del “lawfare” que perjudica a los adversarios ideológicos; por otro, respecto de los compañeros o camaradas, es empleado como un bill de indemnidad. Por definición, si se investiga a uno de los nuestros, es una persecución política. Que haya acumulado, por ejemplo, una fortuna de origen inexplicable en su paso por la función pública, es solo un detalle intrascendente.
Los insólitos considerandos de los decretos de Kicillof no son solo un grosero error técnico. Indican un grave desprecio por el Estado de Derecho que desmienten en los hechos las loables palabras en defensa de la independencia judicial que el flamante presidente de la Nación pronunció en su discurso inaugural. Al tomarle el juramento a sus ministros, el gobernador señaló: “Quiero un gobierno solidario, pero sobre todo militante”. Él dio el ejemplo al inaugurar acaso una nueva categoría de decretos: los decretos militantes.
Osvaldo Pérez Sammartino
Universidad de San Andrés