En esta entrada quiero desarrollar una defensa de la política, en particular, de la política que se expresa en la actividad legislativa, contra la concepción de la actividad judicial que cree detentar el monopolio de la justicia. Esta defensa de la política viene motivada por la convicción de que es necesario reivindicar -aunque sin desconocer sus miserias- la importancia de la política en la organización social. La crítica consiguiente se justifica por la impresionante expansión del poder de los jueces que, en buena medida, se ha alcanzado a través del activismo judicial y alimentado del desprestigio de la actividad política.

El término activismo judicial alude a una concepción específica de la actividad judicial. ¿Cuál? Aquella que concibe la actividad de los jueces como una función que les autoriza para sobrepasar las limitaciones convencionales/políticas (i.e. normas positivas) cuando su noción de lo que es justo así lo exige. Como se puede apreciar, en esta definición es decisiva la idea de una convención o acuerdo de carácter normativo que establece un contenido de justicia (contenido que ha sido y será objeto de debate). Esta convención separa en dos el ámbito de actividad del juez: en una parte su margen de discrecionalidad está delimitado por la convención y en la otra, no. Para quien desconozca la existencia de una frontera que separe estos dos ámbitos de actuación del juez, esta caracterización del activismo judicial carecerá de sentido: todo será actividad judicial, sin más. En cambio, podemos coincidir en la existencia de dicha frontera, pero disentir acerca de dónde está; entonces, aceptaremos la diferencia entre actividad y activismo existe, aunque disintamos respecto de qué es actividad y qué activismo.

En la teoría jurídica de Dworkin hay una distinción que en este contexto es iluminadora: aquella entre “principio” (principle) y “política” (policy). Simplificando las cosas, diremos que la primera categoría corresponde a los derechos y la segunda a las definiciones convencionales sobre lo que mejor conviene a la sociedad (A Matter of Principle, 1985, p. 69). En este esquema, hay una tensión entre los derechos individuales y las convenciones políticas expresadas normativamente, que se proyecta en una tensión institucional entre los tribunales (el forum of principles) y el legislador (el forum of policies). Esta tensión debe ser resuelta por los tribunales, salvo en “circunstancias extraordinarias”, en favor de los derechos (A Matter of Principle, 1985, p. 6). Subyace a este esquema un tácito pero inequívoco enaltecimiento de los jueces (defensores de los principios/derechos) por sobre los políticos, que se moverían en el terreno de lo opinable, lo contingente, siempre sujetos al juego de la política, que es decir el sucio juego de los intereses grupales e individuales. En este marco teórico, la actividad judicial está enteramente justificada para traspasar las fronteras establecidas por la convención (policies), que es lo que nosotros caracterizamos como activismo.

Este resultado se ve reforzado -y alimentado- por una concepción “juridizante” de la Constitución, que la entiende como norma jurídica y, por lo tanto, directa e inmediatamente aplicable por los tribunales de justicia en toda su extensión. Los tribunales de justicia se erigen así en los guardianes últimos de la supremacía constitucional. De esta manera parecería materializarse el Estado de Derecho, porque todo el poder quedaría sometido al Derecho, que eso sería la Constitución. Y los tribunales de justicia serían los llamados a darle eficacia a este principio (porque a ellos toca pronunciarse acerca de lo que el Derecho es), y el órgano judicial supremo, de manera suprema. Así pues, el activismo judicial vendría a ser expresión de la primacía de la justicia por sobre la política (o también, la eliminación de la política: todo es Derecho).

Es necesario hacer notar aquí dos ideas. La primera, es que se estaría asumiendo una suerte de identificación entre poder y política, que vendría a resultar en una justificación del control judicial sobre el poder político. El punto que este discurso pierde de vista es que el judicial también es un poder y, en cuanto tal, también requiere control. En el fondo, se trata de limitar el poder, no la política. La segunda idea es que la política es ella misma una restricción/control del poder. El poder político es una forma “domesticada” del poder (v. Bernard Crick, A Defense of Politics, p. 88). Aharon Barak, expresidente de la Corte Suprema de Israel, lo resumió bien: “Nada cae más allá del alcance de la revisión judicial; el mundo está lleno de derecho; cualquier cosa y todo es justiciable”. Cualquier fórmula convencional por la que se exprese la voluntad política (la ley sería su forma paradigmática), puede y debe ser corregida por la sentencia, cada vez que así lo exigen los derechos fundamentales.

La división entre principles y policies es, no obstante su poder persuasivo, criticable. Caben muchos puntos de vista diferentes para la crítica. Me gustaría hacerlo desde la distinción que hiciera Aristóteles entre lo justo legal y lo justo natural (Ética a Nicómaco, V, 7 1134b). Existe una “distancia” entre las exigencias de la justicia natural (v.gr. no matar al inocente) y la concreta formulación de dicha exigencia (v.gr. las prestaciones médicas disponibles para evitar que un niño muera como consecuencia de una determinada enfermedad). La existencia de esta “distancia” se expresa en la pluralidad de soluciones idóneas para satisfacer una misma exigencia de justicia natural. La determinación de qué solución adoptar es política, es decir, contingente a las concretas circunstancias del tiempo y el lugar en que tendrá efecto esa decisión.Al afirmar que la determinación de lo justo legal es política, se está afirmando un vínculo entre la política y la justicia, que no es disuelto por el acto “arbitrario” de la decisión autoritativa. El político le da forma a la justicia natural, interpretando sus exigencias a la luz de las circunstancias particulares de la sociedad a la que sirve. Así como hay una prudentia iuris que designa la virtud del juez para resolver adecuadamente un conflicto conforme a las exigencias de la justicia, puede hablarse de una prudentia legis, que designaría la virtud de los legisladores para resolver conforme a la justicia las necesidades/tensiones sociales. Desde esta perspectiva, la distinción entre el forum of principle y el forum of policies, en la medida que reserva un compromiso con la justicia sólo para el primero, sería errada, porque también los legisladores estarían comprometidos por y con la justicia. Sólo que de una manera diferente a los jueces. En otras palabras, los jueces no detentan el monopolio de la justicia.

Con lo dicho, podríamos caracterizar ahora el activismo judicial como aquella actividad judicial que no reconoce en lo justo legal un límite que le impida satisfacer las exigencias de la justicia natural. Si aceptamos este resultado, entonces deberemos admitir que el activismo judicial implica una negación de la política en cuanto actividad con una especificidad propia, y su consiguiente autonomía respecto del control judicial. Me explico. Al desconocer la definición legislativa de lo justo legal como límite de su actividad, el activismo judicial significa o bien que no existe una distancia entre las exigencias de la justicia natural y sus expresiones concretas en el espacio y el tiempo, o bien que esa distancia existe, pero superarla uniendo los extremos (primeros principios – caso particular) es una tarea que depende absolutamente del juez, no del político, siquiera parcialmente. En cualquiera de los dos casos, la política en cuanto actividad distinta a la judicial carecería de razón de ser, porque su cometido, o bien resultaría completamente inútil (las exigencias de la justicia natural no requieren ser especificadas con carácter general y vinculante), o porque su cometido recaería sobre los jueces (ellos determinarán las exigencias concretas de lo justo natural en cada caso).

Afirmar la relevancia práctica de la distinción entre lo justo legal y lo justo natural es indispensable para justificar la política como una actividad necesaria para el (buen) gobierno de la sociedad: aquella que determina lo que es justo allí donde existe una pluralidad de opciones, según criterios de conveniencia y oportunidad. Lo contrario -el activismo judicial- representa una amenaza contra la política. Esta amenaza se proyecta en el plano del sistema institucional: si la actividad política carece de justificación, ¿cómo podrá justificarse entonces la proyección institucional de dicha actividad? Sin embargo, lo más grave de esto es la idea que nos formamos acerca de la vida en sociedad. Porque el activismo judicial elimina -o estrecha significativamente- los márgenes de discrecionalidad relativos a las concreciones de la justicia, haciendo parecer que para (casi) todo existe una única respuesta correcta. Esto acarrea como resultado una mayor dificultad para alcanzar compromisos amplios (por definición respetuosos de la diversidad) y un natural decaimiento de su búsqueda. Se resquebraja la amistad cívica. Se va imponiendo una lógica del todo o nada -propia del proceso judicial- incapaz de sostener la diversidad: se verifica un inevitable proceso uniformador, esencialmente incompatible con la libertad. En el fondo de este movimiento palpita la amenaza de la tiranía (aquí me remito a una frase de Montesquieu que a su vez puede ser descripta como un lema de este blog: “En los Estados despóticos, no hay leyes: el juez es él mismo la ley”).

En definitiva, el activismo judicial implica un cuestionamiento a la política en cuanto actividad de agentes libres y, por extensión al sistema institucional tal y como lo concebimos hoy. Y este efecto es negativo. ¿Por qué? Porque persiguiendo la promesa de una justicia limpia de interferencias/mediaciones políticas, despoja al individuo de la protección que representa la política. En otras palabras, el activismo judicial alimenta -y se alimenta de- una quimera: el imperio de la justicia sin limitaciones políticas. Pero en realidad, lo que construye es finalmente un reino en que la política (hecha por los jueces) no conoce las limitaciones de la justicia (establecidas por los políticos).

Luis Alejandro Silva Irarrázaval

Universidad de los Andes, Chile

Dejar una respuesta