La esclavitud de los párrafos es el título de un trabajo de Hans Frank, Reichsleiter de las organizaciones jurídicas nacionalsocialistas, luego gobernador general de Polonia y criminal de guerra, condenado a muerte en los juicios de Nuremberg y ejecutado. En ese escrito, Frank sostenía que “inevitablemente, el derecho se convierte en una mera técnica de conceptos y párrafos cuando se independiza del sentimiento vivo del pueblo, se convierte en un fin en sí mismo y, por lo tanto, no solo pierde todo uso para las personas, sino que incluso resulta en su perdición”. El apego (esclavitud, al decir de Frank) a la letra de la ley era para los juristas nazis, símbolo del anquilosado formalismo defendido por el positivismo jurídico, en especial por la escuela de Viena representada por “el judío” Hans Kelsen.

El principal enemigo de los juristas nacionalsocialistas fue el positivismo jurídico y su relativismo moral y contra él dirigieron sus principales ataques. Karl Larenz, uno de los más destacados representantes del pensamiento jurídico nacionalsocialista, sostenía en 1934 que “la filosofía del derecho alemana de los últimos años [es decir, nacionalsocialista] está caracterizada en gran parte por el signo de la lucha contra el positivismo, en especial contra la Teoría Pura del Derecho” (Deutsche Rechtserneuerung und Rechtsphilosophie).

Eran muy comunes las apelaciones a la moral del pueblo, a la conciencia jurídica de la comunidad y a los valores trascendentes de una determinada comunidad del pueblo. Otro autor nazi, Ernst Rudolf Huber, afirmaba que “el derecho constitucional escrito es siempre imperfecto e inadecuado. Esto no significa, sin embargo, que la Constitución propiamente dicha sea inadecuada. Bajo la superficie de las disposiciones legales formales, vive una ordenación básica como un sistema completo e indivisible y en todos los casos en los que las normas escritas se presenten como incompletas o defectuosas, deficientes o inadecuadas, emerge en forma directa esta Constitución no escrita del pueblo” (Verfassungsrecht des Grossdeutschen Reiches).

El mismo autor expresa que “cada Constitución se compone en lo esencial de principios, que determinan la totalidad del orden constitucional, que forman el alma de la Constitución. Entre las numerosas disposiciones de un texto constitucional no existe un mismo rango, sino que los axiomas fundamentales de la norma tienen una clara primacía: de ellos se derivan las restantes disposiciones. En la interpretación de la Constitución, todas las normas individuales deben remitirse a esos principios fundamentales. De una Constitución puede solamente decirse que tiene vigencia, en tanto ese núcleo mantiene su contenido. Si se destruye el núcleo de la Constitución, se aniquila la totalidad de la Constitución, aun cuando normas constitucionales individuales de menor rango mantengan su vigencia” (ibídem).

Esta liberación del texto de la Constitución y de la ley, permitió al nacionalsocialismo modificar radicalmente el derecho alemán vigente, sin siquiera tener que reformarlo. Simplemente los jueces debían interpretar el derecho vigente a la luz del nuevo espíritu, del sano sentimiento popular. En este sentido, Larenz manifiesta que “la ley debe entenderse como una expresión de la voluntad común que se hace realidad a través de ella, se expresa a través del legislador y se hace visible como referencia del contenido de la ley a los valores e ideas básicos que gobiernan la vida común. Al hacer efectiva esta relación de la norma con la idea concreta del derecho y, por lo tanto, con la conciencia jurídica viva de la comunidad, el juez no aplica nada ajeno a la norma, sino que la rescata de la rigidez en la que cae en el pensamiento positivista y así extrae de ella el derecho vivo” (Rechtserneuerung und).

Esta apelación a principios y valores subyacentes, los que determinan el contenido de la ley escrita más allá y hasta con independencia de su texto, es muy cercana a las modernas corrientes de la interpretación dinámica de la ley o de la Constitución como orden de valores. Esto no significa, por supuesto, afirmar que quienes sostienen estas teorías son nazis. Fácil sería refutar esa absurda afirmación. Sí permite observar el peligro que conllevan esas teorías interpretativas que, en la práctica, liberan al juez de su apego al texto de la ley. Cierto es que ni el neoconstitucionalismo, ni los “dworkianos” ni los defensores de la living Constitution afirman que pueda prescindirse del texto. Tampoco lo afirmaban los autores nazis. Sin embargo, la invitación a interpretar una norma en su mejor luz, a invocar supuestos valores supraconstitucionales o a aplicar en la interpretación de la Constitución los evolucionados estándares de decencia que marcan el progreso de una sociedad madura, en la práctica liberan al intérprete del texto normativo.

Todo eso puede ser muy cautivante, siempre que el resultado coincida con nuestros valores o principios. Pero el ejemplo del nazismo demuestra crudamente que eso lejos está de ser una garantía. Para quienes supongan que el nazismo fue una excepción, vale recordar que en los Estados Unidos de América hasta 1967, cuando la Corte Suprema declaró su inconstitucionalidad en el caso Loving v. Virginia, numerosos estados prohibían los matrimonios entre personas de distinta raza. Aún hoy en muchos países del mundo se penaliza el matrimonio entre personas de distinta raza o religión o se condena a muerte a personas por su orientación sexual. El holocausto no fue el único genocidio en la historia reciente de la humanidad. Eso demuestra que no todos coincidimos en lo que son los principios de decencia de una sociedad madura.

Se descalifica a ciertos jueces que se apegan al texto de la ley, con independencia de cuál sea el resultado de su aplicación, tildando su postura de “obstinado formalismo”. Sin embargo, esa forma de interpretar la Constitución nos defiende de los peligros que la aplicación arbitraria de principios y valores apareja. Es la legislatura la que debe reflejar en las normas los estándares de decencia que crea convenientes, dentro de los límites que le impone la Constitución. Son esos representantes del pueblo quienes están en mejor posición para determinar cuáles son esos principios. Si los mismos son contrarios a lo que dispone la Constitución, corresponde su reforma a través del procedimiento establecido para ello. Si el texto constitucional ya no refleja el acuerdo básico de organización política de la comunidad, es a través de su reforma como debe adaptársela y no a través de antojadizas interpretaciones basadas en supuestas aspiraciones del pueblo, nunca expresadas por este.

No son los jueces, a quienes nadie ha elegido para esa tarea, los encargados de adulterar la Constitución bajo el ropaje de una interpretación dinámica que, en la práctica, solamente destruye la normatividad de la Constitución. El único contrato social que existe es la Constitución. La esclavitud de los párrafos, a la que despreciativamente se refería Frank, nos libra de ser siervos de la cambiante interpretación judicial. Es la misma “esclavitud” que recomendaba enfáticamente el Congreso Constituyente de 1853 en su arenga final cuando recomendaba postrarse ante la ley, porque es la que permite a los pueblos evitar arrodillarse frente a los tiranos.

Como tardíamente reconoció Erwin Bumke, presidente del Reichsgericht (la Corte Suprema alemana) desde 1929 hasta 1945, en la carta que dejó al suicidarse, “que mi destino sirva como advertencia para aquellos que creen que deben dar prioridad a necesidades políticas por sobre la majestad del derecho”.

Ricardo Ramírez Calvo

Universidad de San Andrés

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