El 2 de mayo de 2017 la Corte Suprema decidió el caso Muiña, en el cual se debatía la aplicación de la ley 24390 (o “ley del dos por uno”) a los delitos de lesa humanidad. Esta ley establecía respecto de la prisión preventiva, luego de transcurridos dos años, un cálculo de dos días de prisión por cada día de encarcelamiento. La minoría del Tribunal (Lorenzetti y Maqueda) entendió que la ley no se aplicaba a este tipo de delitos, e invocó para ello textos y principios del derecho internacional. La mayoría de la Corte (Highton, Rosatti y Rosenkrantz) en cambio, sostuvo que los principios del derecho internacional no pueden desplazar a los derechos y garantías otorgados por la Constitución: cualquier cláusula contenida en un tratado que viole las prescripciones del artículo 27 de la Constitución es nula. Todo esto, desde luego, es cosa bien sabida.
Luego del fallo Muiña, el Parlamento dictó la ley 27362, que supuestamente “aclaraba” o “interpretaba” el texto de la ley 24390, lo cual creó una incertidumbre respecto dela forma en la que Corte decidiría casos posteriores similares a Muiña. Esa incertidumbre se disipó el 4 de diciembre de 2018, cuando el Tribunal falló el caso Batalla, adoptando la postura opuesta a la que prevaleció en Muiña. Por cuatro votos (Lorenzetti, Maqueda, Highton y Rosatti, contra uno de Rosenkrantz) se decidió que, “aclarada” ahora por la ley 27362, no se aplicaba a casos que involucraran delitos de lesa humanidad.
Este es el aspecto sustantivo del caso Batalla, asimismo cosa bien sabida, y es el que más llamó la atención sobre el mismo. Sin embargo, no me voy a ocupar aquí de esta cuestión, salvo para decir que comparto plenamente la disidencia de Rosenkrantz. Sí quisiera tratar ahora un aspecto formal del mismo, esto es, la manera en que se formó la mayoría y la minoría y las consecuencias de esta situación. La Corte quedó dividida en tres sectores, de los que voy a ocuparme de manera separada.
El primer sector está integrado por Lorenzetti y Maqueda, que ya habían votado en contra dela aplicación de la ley 24390 a delitos de lesa humanidad, incluso antes de que se sancionara la ley 27362. Para ellos, Batalla no era un caso de distinto de Muiña, sino que era la continuación de Muiña, una suerte de Muiña 2, como dijeron expresamente en su considerando 8°, y su voto concuerda con esta descripción. Se repite aquí el argumento del derecho internacional, y no hay ninguna mención a la ley aclaratoria, ni necesita tampoco haberla, porcuanto Lorenzetti y Maqueda no precisaron de ninguna “aclaración” para dejar de lado el dos por uno desde un comienzo.
El segundo sector está integrado por Rosatti y Highton, que habían votado en favor de aplicar el dos por uno en el caso Muiña, obviamente con anterioridad al dictado de la ley aclaratoria. Ellos tenían dos alternativas: a) declarar inválida la ley e insistir con la posición que habían adoptado en Muiña, o b) aceptar la ley, declararla constitucional y por lo tanto cambiar su voto. Como también todos sabemos, optaron por la alternativa b).
El tercer sector quedó integrado sólo por Rosenkrantz, que se encontraba en la misma situación que Rosatti y Highton, y enfrentó las mismas alternativas, pero que optó en cambio por la alternativa a).
Así las cosas, el aspecto formal que presenta ahora el caso Batalla es muy interesante. Hay dos jueces (Lorenzetti y Maqueda) que no dicen palabra alguna sobre la ley aclaratoria 27362, hay dos jueces (Rosatti y Highton) que dicen que esa ley es constitucional, y hay un juez (Rosenkrantz) que dice que es inconstitucional. Formalmente, no es un fallo con una mayoría de cuatro a uno: en relación a sus fundamentos, es un fallo sin mayoría alguna, de dos, dos y uno. Las objeciones sustantivas al fallo (que yo suscribo) pueden ser discutibles, pero la objeción formal que acabo demostrar no puede negarse.
¿Cuál es, entonces, la situación jurídica de la ley 27362? ¿Es constitucional o inconstitucional? No me parece que en este momento podamos dar una respuesta seria a estas preguntas, y ciertamente no voy a intentar hacerlo ahora. Lo que me propongo examinar es otra cosa: por qué pudo llegarse a esta situación, que es desafortunada y de mala técnica jurídica, y qué podría hacerse en el futuro para que ella no se repita.
Esta confusión actual proviene del hecho de que la Corte Suprema no respeta en su accionar los principios que exige—en cambio—que respeten tribunales colegiados inferiores, específicamente, el requerimiento de que no solo exista una concordancia en cuanto al resultado, sino también respecto del fundamento del voto de los jueces. En el caso Onofre, del 5 de septiembre de 2002, la Corte hizo suyo el argumento del Procurador General en el sentido de que “la sentencia configura un todo indivisible demostrativo de una unidad lógico-jurídica y no es sólo el imperio del tribunal ejercido puntualmente en la parte dispositiva lo que da validez y fija sus alcances”. Las razones de los jueces, en otras palabras, son parte del resultado. La Corte—sin embargo—no respetó este principio enBatalla. ¿Cómo lograr que el principio se respete en casos complejos como el que me ocupa aquí, en los que puede no ser sencillo unificar los fundamentos de la decisión?
La solución consiste en que en este tipo de casos el Tribunal no resuelva “caso por caso” sino “punto por punto”. Me explico mejor: en Batalla debería haberse dividido el tema a decidir en más de una cuestión, en más de un punto. La primera cuestión debería haberse planteado así: ¿Es constitucional la ley 27362?, o—si se prefiere una opción más amplia—¿es aplicable al caso la ley 27362? (La segunda alternativa es más amplia que la primera, porque la ley puede ser constitucional pero no aplicable al caso).
De este modo, los cinco jueces tendrían el deber de pronunciarse sobre esta primera cuestión, y esto hubiera incidido en la solución del caso. Supongamos que Lorenzetti y Maqueda hubieran dicho que la ley era constitucional (y aplicable al caso): en esta situación, Rosenkrantz habría debido modificar sus argumentos para respaldar la ley 24390, o habría debido dejarla de lado.Supongamos ahora que Lorenzetti y Maqueda hubieran dicho que la ley era inconstitucional (o inaplicable al caso): en esta situación, Rosatti y Highton no habrían podido utilizarla para descartar a la ley 24390, y—me imagino—hubieran debido mantener los votos emitidos en Muiña. En Batalla, entonces, habría habido una mayoría, no solamente de resultados, sino también de fundamentos.
Propongo, en conclusión, tres reformas que debería adoptar la Corte en su accionar, puesto que permanentemente elogia la transparencia que se supone que guía su trabajo: la primera consiste en exigir una concordancia de fundamentos en la decisión mayoritaria. Si es dificultoso obtenerla decidiendo el caso como un todo, la segunda reforma consiste en decidir la cuestión “punto por punto” y no “caso por caso”, con concordancia de fundamentos en la mayoría de cada uno de los puntos. La tercera reforma es independiente de las dos primeras, pero constituye otro aporte a la transparencia: consiste en que los jueces de la Corte deban votar siempre, o explicar en caso contrario por qué no lo hacen en ese caso concreto, tal como se exige ahora a los tribunales colectivos inferiores.
Estas reformas pueden lograrse de manera externa a la Corte, por vía legislativa, por ejemplo, pero yo preferiría que la Corte mostrara su vocación de transparencia adoptándolas de manera voluntaria, bajo la forma de una auto-regulación. Se las recomiendo con énfasis al presidente Rosenkrantz.
Martin D. Farrell
Universidad de San Andrés