A propósito de anteriores notas mías en este mismo blog, invité a Pedro Caminos a publicar sus críticas al originalismo, en las que afirma que esa teoría tiene la capacidad de autodestruirse. Lamento desilusionarlo, pero el originalismo goza de estupenda salud. El originalismo es una familia de teorías contemporáneas de interpretación (Solum), por lo que no hay un solo originalismo, sino varios (así como también existen varias teorías de la “living constitution”). Algunas de las críticas de Caminos podrían alcanzar al originalismo de intenciones, pero no al originalismo moderno (o nuevo originalismo), que defiende el uso del significado público original.
Es inexacto que el deber de interpretar el texto de la CN con su significado público original sea una decisión moral. Acá no hay nada de moral, sino estricta lógica y uso corriente del lenguaje. Las palabras se usan para transmitir ideas entre las personas. Es lo que los originalistas denominan el contenido comunicativo de un texto. Cuando alguien escribe un texto, ya sea literario, una norma o hasta una receta de cocina, usa las palabras en el sentido que comprende y las usa en un determinado contexto y para comunicar algo. Cuando en esta nota yo hablo de Pedro, es obvio que no me refiero al apóstol. Las palabras no se usan en un sentido que en ese momento no existe (y que no se conoce) y que tal vez dentro de 100 años tengan. Quienes escribieron la Constitución lo hicieron utilizando las palabras con el sentido que ellos conocían y en el contexto de redactar una norma jurídica destinada a perdurar. Distinto es darle a ese texto autoridad o fuerza normativa. Esa sí puede ser considerada una decisión de carácter moral o política, pero no la hemos tomado los originalistas, sino los autores de la Constitución y su decisión ha continuado en vigencia hasta el día de hoy, ya que nadie sostiene, como en Europa del siglo XIX, que la Constitución sea una mera guía política para el legislador. Mezclar interpretación con autoridad es incurrir en una clara confusión conceptual.
El segundo motivo que esgrime Pedro creo que se refiere a que no siempre el sentido original está exento de discusiones. Por supuesto que es así, pero eso no descalifica al originalismo sino que lo justifica. Es más que obvio que el originalismo no da una respuesta exacta a cada cuestión. Lejos está de ser perfecto, pero es mucho más ajustado que las teorías no originalistas, que renuncian a entender el significado de un artículo y lo reemplazan por mecanismos que en definitiva son visiones subjetivas de quien las expresa. Schmitt poco tiene que ver con el constitucionalismo estadounidense que nosotros adoptamos y nuestra Constitución es una norma jurídica, no un documento político. Tampoco es exacto que la Constitución estableciera un sistema de separación de poderes departamentalista. Esa es una visión propia del constitucionalismo francés posterior a la revolución, pero no es el concepto estadounidense, que no crea una separación rígida entre los poderes.
La tercera objeción de Pedro parte de un equívoco. El originalismo no nace en el Siglo XX, sino que es bastante antiguo. De hecho, es la primera teoría de interpretación constitucional y es la que se aplicó en los Estados Unidos hasta fines del Siglo XIX, cuando una combinación de factores hizo que comenzara a abandonarse por la influencia de autores como Christopher Langdell, Woodrow Wilson, Edward Corwin, entre otros. A diferencia de lo que erróneamente se cree, el originalismo no es conservador ni se identifica con una corriente política determinada. Lochner v. New York es un fallo muy criticado por algunos originalistas y no precisamente por ser de izquierda. Por ende, a la pregunta de Pedro de si los originalistas estamos dispuestos a pagar el precio de nuestro originalismo, la respuesta es por supuesto. Hasta me atrevo a decir que somos los únicos que estamos dispuestos a pagar el costo del Estado de Derecho.
En cuanto a la discusión sobre los fondos que el Estado paga a la Iglesia Católica, lamento decir que Caminos recurre al mismo método que Gargarella: deforma lo que dije. Yo no sostuve que el Congreso no tenga cierta libertad para regular el sostenimiento del culto, ni que la obligación surja de algo que haya dicho alguien en el Congreso Constituyente. Pedro sostuvo que el Congreso podía asignar recursos destinados exclusivamente para la reparación de los edificios religiosos, algo que yo rechacé porque viola el art. 2 de la Constitución Nacional. Es decir que sí cité un artículo, que es precisamente el que regula específicamente la cuestión e impone la obligación del sostenimiento del culto católico. Pedro citó una norma general, que otorga al Congreso la facultad de sancionar el presupuesto. Esta atribución encuentra su límite en el artículo 2; en otras palabras, el Congreso, cuando sanciona el presupuesto, debe respetar lo normado en el artículo 2. Eso pasa en varios casos en la Constitución. Por ejemplo, la facultad constitucional de sancionar el presupuesto encuentra otro límite en el artículo 14 bis y la obligación del Estado de garantizar un régimen de jubilaciones y pensiones móvil. Citar una norma general para dejar de lado una norma específica, es, precisamente, hacerle decir a la Constitución lo que la Constitución no dice. En la interpretación que propone Pedro el artículo 2 es letra muerta.
El punto, obviamente, es determinar qué quiere decir la palabra sostener. El diccionario de esa época muestra que las acepciones aplicables son: (i) “Sustentar o mantener alguna cosa. Úsase en lo físico y moral y como recíproco”; (ii) “Sustentar o defender alguna proposición”; y (iii) “Dar a alguno lo necesario para su manutención”. Es decir que los constituyentes usaron la palabra sostener con alguno de esos tres significados. Si analizamos el debate en el Congreso Constituyente, veremos que el artículo 2 no pretendió adoptar una religión por parte del Estado ni obligarlo a defenderla desde el punto de vista religioso, sino algo mucho más limitado: proveer lo necesario para su manutención. Esto no implica echar mano a una intención oculta de los constituyentes, sino darle el sentido preciso a la palabra sostener. Dado el funcionamiento del lenguaje, es lógico recurrir al contexto para despejar una ambigüedad (que en este caso es casi inexistente). Así como el Congreso no puede dejar de garantizar un régimen de jubilaciones y pensiones móviles so pretexto de la facultad presupuestaria, tampoco puede dejar de sostener el culto católico. El artículo 2 de la CN no está de adorno, sino que tiene un sentido claro y concreto. Si no quiere decir eso, entonces por favor que alguien me diga qué quiere decir, porque algún sentido tiene que tener. Salvo, por supuesto, que creamos que debe ser letra muerta porque nos molesta (y en esto último puedo coincidir). Pero si molesta, lo que hay que hacer es suprimirlo a través de una reforma. Cierto es que la Constitución creó órganos para ser interpretada. Lo que Pedro Caminos parece olvidar es que creó también órganos para ser reformada y los diferenció de los que están encargados de interpretarla.
Ricardo Ramírez Calvo
Profesor de Derecho. Universidad de San Andrés
Hola Ricardo:
Muchísimas gracias por tu respuesta. Vengo a proponer que fumemos la pipa de la paz. Los términos son los siguientes: yo estoy dispuesto a aceptar el originalismo, en la medida en que vos hagas una serie de concesiones, que explicaré a continuación. Me temo que no las vas a aceptar porque la principal de ellas es que admitas que sos “interpretativista”. Pero creo que vale la pena que intentemos construir un puente.
I) Originalismo(s): Un primer punto relevante del debate es entender sobre qué estamos debatiendo. Vos sostenés que algunas de mis objeciones “podrían alcanzar al originalismo de intenciones, pero no al originalismo moderno (…) que defiende el uso del significado público original”. Desde hace ya algunos años, autores como Randy Barnett y Lawrence Solum desarrollaron una concepción sobre el originalismo que busca apartarse de la versión denominada “originalismo de intenciones”. Aquí no puedo detenerme en el análisis de las distintas concepciones. Sólo diré que el enfoque más novedoso, el que “defiende el uso del significado público original”, es el que tuve en mente al dirigir mis objeciones al originalismo. Ello puede constatarse fácilmente con usar la función de búsqueda del navegador: la palabra “intención” no aparece mencionada ni una sola vez. En cambio, hago varias referencias al “significado público original”. De modo tal que, si asumimos que a vos te interesa defender esta concepción más reciente, entonces estamos hablando de lo mismo, salvo, por supuesto, que yo haya malentendido al originalismo (cargo este que, afortunadamente, no esgrimiste en mi contra, así que consideraré saldado ese punto).
II) ¿Qué significa la Constitución? ¿Qué deben hacer los jueces?: Vos afirmás que “el deber de interpretar el texto de la CN con su significado público original” no tiene fuente moral, sino que se fundamenta en “estricta lógica y uso corriente del lenguaje”. Pues bien, este enunciado encierra varios problemas, pero ahora me interesa señalar tres puntos relevantes para buscar consensos. El primer punto de acuerdo es que, como sostuve en mi posteo, los originalistas aceptan la distinción entre texto y significado, y en este pasaje parecería que vos también la aceptás. El segundo punto de acuerdo es que todos aceptamos que el texto de la Constitución tiene, al menos, un significado (original o contemporáneo, eso no importa, por ahora). Hasta aquí los acuerdos. Donde genuinamente no alcanzo a ver si mantenemos un desacuerdo o no es en el tercer punto, que es el siguiente: una distinción relevante para este debate es la que tiene lugar entre establecer el significado de la Constitución (la pregunta interpretativa) y determinar de qué modo los jueces DEBEN interpretar y aplicar la Constitución (la pregunta institucional).
Mis objeciones al originalismo se dirigen al modo en que podría responder a ambas preguntas. Pero no estoy seguro de que vos aceptes la distinción pues, por momentos, parecerías defender la tesis según la cual “Si la Constitución significa X, entonces los jueces deben interpretar que su significado es X”. Ciertamente, este razonamiento, por sí solo, configura una falacia. Si quisiera ser caritativo, no debería adscribirte la comisión de una falacia, y debería asumir que, en verdad, formulaste un entimema, cuyas premisas “ocultas” podrían ser: “Los jueces deben aplicar el derecho” y “La Constitución es derecho”. Sin embargo, me temo, no formulaste un entimema pues expresamente sostuviste que el “deber de interpretar el texto de la CN con su significado original” se sigue de “estricta lógica y uso corriente del lenguaje”. Es decir que explícitamente afirmaste que de la “estricta lógica” (punto este que me resulta un tanto obscuro en cuanto a su significado) y del “uso corriente del lenguaje” (un hecho social) se deriva un deber.
Más adelante, volveré sobre esta cuestión y aclararé que, en verdad, sí ofreciste una premisa normativa, así que no incurriste en ninguna falacia. El punto anterior tiene únicamente la finalidad de mostrar que, para vos, la pregunta interpretativa no es distinta de la pregunta institucional. Parecería que una vez que advertimos cuál es el significado de la Constitución, entonces ya sabemos también qué deben hacer los jueces. Sin embargo, la primera objeción al originalismo que expuse en este blog presupone tal distinción. Distinguir ambas preguntas es relevante porque permite entender mejor sobre qué es la discusión. Si, de debatir sobre el significado de la Constitución, pasamos a polemizar sobre los deberes de los jueces, entonces tenemos dos formas de determinar cuáles son. Por un lado, podemos hacer una pregunta moral, es decir, indiferente del derecho, sobre qué deben hacer los jueces.
Por otro lado, podemos tratar de identificar cuáles son los deberes jurídicos de los jueces. Aquí sí, el originalismo podría ayudarnos en la tarea de identificar cuáles son esos deberes, colaborando con la interpretación de las disposiciones constitucionales que se refieren al poder judicial. Sin embargo, y este es el punto decisivo, para que podamos afirmar que los jueces tienen un deber constitucional de ser originalistas, tendríamos que identificar ese deber como un significado (original) de la Constitución. O sea: encontrar una cláusula de la Constitución que les imponga a los jueces el deber de realizar interpretaciones originalistas de la Constitución. Para poder identificar un deber jurídico no podemos sencillamente apelar “a la estricta lógica y al uso corriente del lenguaje”, sino que debemos identificar una fuente de derecho que imponga dicho deber. Todavía estoy esperando a que me indiques (vos u otra persona, el peso no tiene por qué recaer todo sobre tu espalda) cuál es la cláusula de la Constitución Nacional cuyo significado original sea el de imponerles a los jueces el deber de interpretar el texto constitucional según su significado original. Y si no hay tal cláusula, entonces sería importante que se reconozca ese hecho, para poder avanzar en la discusión.
III) Originalismo de primer y de segundo nivel: El argumento analizado en el apartado anterior indica que la pregunta sobre el significado de la Constitución es distinta de la pregunta sobre el deber de los jueces. La razón de ello es relativamente sencilla: podría ocurrir que el significado original de la función judicial en la Constitución NO LES IMPONGA A LOS JUECES EL DEBER DE INTERPRETAR EL TEXTO DE LA CONSTITUCIÓN DE ACUERDO CON EL SIGNIFICADO ORIGINAL. La noción de que la Constitución podía requerir interpretaciones judiciales innovadoras, porque ella es un “instrumento de gobierno”, pensada para los tiempos por venir, no fue un invento de Bruce Ackerman o de Germán Bidart Campos. Es una concepción que tiene su formulación más famosa en el caso “MacCulloch v. Maryland” (17 US 316, 1819), escrita por John Marshall, un contemporáneo a la redacción de la Constitución de los Estados Unidos.
Es más, los propios redactores de la Constitución podían tener plena consciencia de que su obra era incompleta y daría lugar a disputas que deberían ser resueltas en el futuro, SIN PODER UTILIZAR A LA PROPIA CONSTITUCIÓN COMO BASE PARA UNA RESPUESTA. James Madison, por ejemplo, sostuvo en “El Federalista N° 37” que: “All new laws, though penned with the greatest technical skill and passed on the fullest and most mature deliberation, are considered as more or less obscure and equivocal, until their meaning be liquidated and ascertained by a series of particular discussions and adjudications” (dejo la frase en inglés no sólo por su elegancia, sino también para evitar equívocos en la traducción). Es decir que, para Madison, EL SIGNIFICADO DE LAS CLÁUSULAS DE LA CONSTITUCIÓN recién se terminaría de establecer en los litigios que inevitablemente se producirían en el futuro. O sea que Madison, uno de los redactores de la Constitución, tenía bastante claro que el significado de la Constitución iba a ser el resultado de decisiones adoptadas con posterioridad a la aprobación de la propia Constitución. Es decir que, para él, no había tal cosa como un “significado original” que iba a regular las decisiones futuras, porque éstas eran las que iban a definir el significado de la Constitución.
También es interesante señalar, como lo hiciera Jack M. Balkin (“Living Constitutionalism”, (Cambridge, MA: Belknap Press, 2011), 40), que los redactores de la Constitución podrían haber formulado algunas cláusulas del siguiente modo: “Queda abolida para siempre toda especie de tormento, tal como este concepto se entiende en 1853”. Este punto es importante porque, de acuerdo con el “uso corriente del lenguaje”, cuando el redactor de una norma adopta un estándar o un principio, está conscientemente delegando en quien tenga que decidir un caso en el futuro la determinación del contenido preciso de dicha norma (Esta característica del uso del lenguaje es aceptado por originalistas, como Lawrence Solum: véase Larry Alexander y Lawrence B. Solum, “Popular? Constitutionalism?”, 118 Harvard Law Review 1594 (2005), 1632). Por lo tanto, si el objetivo fuera el de restringir esa tarea de determinación, procurando obligar a ese decisor futuro a tener en cuenta algún elemento histórico, debería formular esa restricción expresamente.
El punto de todas estas disquisiciones es el siguiente: tenemos que distinguir al originalismo como estrategia de primer nivel para acercarnos al significado de la Constitución, de las directivas que surgen a partir de esa estrategia, las cuales, eventualmente, podrían obligarnos a ser originalistas si ellas expresamente estuvieran formuladas de ese modo, lo que determinaría un originalismo de segundo nivel (por ejemplo: si una cláusula ordenara expresamente tener en cuenta el alcance del concepto “tormento” vigente en 1853). Puedo aceptar la plausibilidad del originalismo de primer nivel, pero siempre que se acepte la distinción con respecto al originalismo de segundo nivel. Es decir que identificar el significado original de una cláusula de la Constitución puede ser una mera invitación a que ejercitemos nuestro juicio crítico o reflexivo. Como veremos a continuación, ello tiene ciertas implicancias relevantes.
IV) Lenguaje Constitucional: Parte del atractivo del originalismo que defendés, Ricardo, parece basarse en una forma de entender el lenguaje basada en el “sentido común”. Si cuando me comunico con otra persona, en una conversación, por ejemplo, le digo “Cerrá la ventana”, entonces estoy usando ciertos significados para emitir dicha prescripción. De manera similar, quien redacta una Constitución también usa significados. Por lo tanto, si queremos entender cuáles son las normas formuladas en la Constitución, tenemos que identificar cuáles eran los significados que el redactor usó. Hasta aquí, tenemos una presentación básica del originalismo de primer nivel y, como dijo, estoy dispuesto a aceptar que es plausible.
Sin embargo, como dije en el apartado anterior, el originalismo de primer nivel no tiene por qué conducirnos siempre al de segundo nivel. La razón de ello es que los significados “son más complejos”. Veamos de qué modo. El artículo 55 de la Constitución estipula que es requisito para ser elegido senador “tener la edad de treinta años”. Esta cláusula muy probablemente tenga el mismo significado público en la actualidad que en 1853. Sin embargo, es interesante indicar que, para que podamos hablar del “significado literal” de esa cláusula, los hablantes tienen que compartir una serie de asunciones, por ejemplo: (i) cuándo comienza el cómputo, normalmente es desde el nacimiento, pero si la vida empieza desde la concepción, ¿no deberíamos a empezar el cómputo desde ese momento?; (ii) ¿Se trata de años solares o lunares? (iii) ¿Qué calendario se utiliza? ¿El Gregoriano o el Juliano? Si ocurriera que, con el paso del tiempo, los argentinos empezáramos a pensar que el cómputo debe iniciarse desde la concepción y que los años son lunares, y no solares, entonces el significado de “tener la edad de treinta años” habrá cambiado, y entonces tendrá sentido que invoquemos el “significado original”. Esto último es lo que, me parece, ocurrió con el concepto de “inhabilidad moral sobreviniente” del artículo 66 de la Constitución. En el siglo diecinueve la “inhabilidad moral” hacía alusión a la pérdida de capacidades mentales, es decir, a supuestos de demencia, y no a que el sujeto fuera “inmoral”. Hubo un cambio en el significado del concepto y por ello tendría sentido afirmar, en este contexto, que hay que usar el significado original, frente al (nuevo) significado de la expresión.
Pasemos ahora al artículo 19 de la Constitución, que utiliza los conceptos “acciones privadas de los hombres”, “orden y moral pública” y “perjudicar a un tercero”. Estos conceptos poseen un significado, sí, pero que no opera del mismo modo que los significados de los artículos 55 ó 66 de la Constitución. Los conceptos del artículo 19 tienen una naturaleza normativa o valorativa, de la que carecen los conceptos “tener treinta años de edad” o “estar demente”. Y una buena teoría del lenguaje no puede equipararlos porque, si lo hace, estaría distorsionando un aspecto de la manera en la que hablamos que es fundamental para nosotros. Nuevamente, ahora no puedo desarrollar un análisis completo de esta diferencia. Pero sí vale la pena señalar que, según buena parte de la literatura, esta clase de conceptos tienen la peculiaridad de ser controvertidos, incluso “esencialmente controvertidos”. Los conceptos de esta clase nos invitan a desarrollar concepciones para su uso y, por eso, si el redactor de la Constitución usó un concepto, en lugar de plasmar una concepción en el texto constitucional, la fidelidad al texto sólo exige que nosotros desarrollemos una concepción de ese concepto. Para que estemos obligados a utilizar la misma concepción que podían tener los redactores de la Constitución, necesitaríamos alguna cláusula que justifique adoptar este originalismo de segundo nivel. Por lo tanto, por poner un ejemplo, si el artículo 19 habla de acciones privadas que no perjudiquen a un tercero, y nosotros tenemos que resolver si un aborto es una de tales acciones, deberemos elaborar una concepción del concepto “acciones privadas que no perjudiquen a un tercero” que podría coincidir, o no, con la que tenían los redactores de la Constitución. Esta libertad interpretativa es aceptada por los originalistas contemporáneos, como Solum (véase, de nuevo, Alexander y Solum, “Popular? Constitutionalism?, 1632-1633).
La última cuestión relevante es que, con toda probabilidad, los redactores de la Constitución no compartían una única concepción de tales conceptos. Tratándose de conceptos (esencialmente) controvertidos, seguramente los propios redactores tendrían concepciones distintas y rivales. Para muestra, basta un botón: Hamilton y Madison estuvieron en la convención en la que se redactó la constitución de 1787, luego la defendieron públicamente en “El Federalista”, y también tuvieron importantes controversias sobre el modo de interpretarla, al punto tal que cada uno de ellos militó en partidos políticos opuestos. Las disputas entre los Federalistas y los Republicano-Demócratas tenían como uno de sus objetos principales a la interpretación de la Constitución. Y sabemos bien que los casos “Stuart v. Laird” y “Marbury v. Madison” se referían específicamente a eso. En este contexto, el departamentalismo no era “una teoría francesa” (aun cuando los franceses pudieran tener también una versión de esa teoría), como decís vos, sino un elemento central de la discusión política a finales del siglo dieciocho en los Estados Unidos, y era la bandera esgrimida por Jefferson y Madison. La lectura obligada, por supuesto, es el monumental trabajo de Larry D. Kramer, “The People Themselves”. En esta línea, uno de los puntos en disputa era, precisamente, el sentido en que la Constitución de los Estados Unidos era una “ley fundamental”. Los estadounidenses heredaron aquí los debates que provenían de la tradición británica sobre el concepto político de “ley fundamental”, sujeto, como no podía ser de otra manera, a interpretaciones conflictivas (sobre las que puede consultarse J. G. A. Pocock, “The Ancient Constitution and The Feudal Law” (2ª ed., Cambridge: Cambridge University Press, 1987), 48-55 y 310-312). En tal sentido, la interpretación de la Constitución como una ley ordinaria, que impone límites jurídicos a los órganos de gobierno que son aplicables judicialmente no estaba EN la Constitución, sino que fue uno de esos puntos de disputa que, según se suele aceptar, fue resuelto por la propia Corte en “Marbury v. Madison” (véase, por ejemplo, William W. Van Alstyne, “The Idea of the Constitution as Hard Law”, 37 Journal of Legal Education 174 (1987), 180). A esto me refería con “pagar el precio del originalismo”: dado que el significado público original de la Constitución está controvertido, volver a él puede llevarnos a reeditar una discusión sobre la propia naturaleza de la Constitución, podría ocurrir que el debate no se resuelva del mismo modo que en 1803 y el control judicial de constitucionalidad se pierda. Repito: ¿estás dispuesto a pagar ese precio, Ricardo? Tu respuesta va a ser: “Es el significado público original de la Constitución el que estableció que ella impone límites jurídicos al gobierno aplicables judicialmente”. Pero, me temo, eso no refleja el significado público original de la Constitución, sino, sencillamente, tus deseos. Porque para fundamentar tu respuesta tendrías que encontrar una cláusula de la Constitución que, según su significado público original, les otorgara competencia a los jueces para declarar la inconstitucionalidad de las leyes del Congreso, para establecer que una ley inconstitucional “no es derecho” y, por lo tanto, para resolver casos sin aplicarla.
V) Saliendo tímidamente del clóset: Hasta ahora, sostuve que estoy dispuesto a aceptar la plausibilidad del originalismo de primer orden. Pero la razón por la que afirmé tal cosa es que, según creo, dicha plausibilidad depende de aceptar lo que en este blog se viene denominando “interpretativismo”. Por lo tanto, si somos originalistas, es porque primero somos interpretativistas. Y algo bueno de tu respuesta es que, aunque en forma algo tímida, decidiste salir del clóset y mostrarnos un poco de tu adhesión al interpretativismo.
Más arriba dije que, por un momento, parecía que habías incurrido en una falacia. Ahora voy a explicar por qué no lo hiciste. En efecto, en un pasaje afirmás que los originalistas “somos los únicos que estamos dispuestos a pagar el costo del Estado de Derecho”. Finalmente, apareció el principio moral que guía tu opción por el originalismo. Bienvenido al interpretativismo, Ricardo!
La opción por el originalismo de primer nivel, en efecto, no puede sustentarse únicamente un hecho, como es “el uso corriente del lenguaje”. Ya explicamos que eso sería una falacia. Si “debemos ser originalistas”, si alguien sostiene que tenemos un deber de adoptar el originalismo como estrategia de interpretación de la Constitución, entonces debe fundar esa conclusión en, al menos, una premisa normativa. Y finalmente la hiciste explícita: se trata del valor del estado de derecho. Al ser así las cosas, la cuestión se clarifica bastante: (i) tenemos un texto, la Constitución, (ii) que sabemos que tiene un significado, que nos interesa conocer, (iii) adherimos a un valor, el del estado de derecho, (iv) ese nos exigiría que seamos fieles al significado de los textos que usaron los autores del texto, por lo tanto (v) la interpretación correcta de la Constitución consiste en averiguar el significado público original de su texto. Por lo tanto, estás usando un principio moral para determinar el significado de la Constitución. Y te recuerdo que: (i) no podés insistir en que tu tesis descansa únicamente en “el uso corriente del lenguaje”, porque entonces no podrías fundamentar de ningún modo un deber de ser originalistas, y que (ii) tampoco podés afirmar que tu tesis se funda únicamente en que es la propia Constitución la que nos exige adherir al estado de
derecho, porque entonces tu argumento se volvería circular.
VI) End Game: Por lo tanto, estoy dispuesto a abrazar el originalismo siempre que vos admitas que: (i) la opción por el originalismo descansa en la adhesión a un principio moral (o a varios), (ii) existe una diferencia relevante entre el originalismo de primer nivel y de segundo nivel, (iii) el originalismo de segundo nivel depende de que la Constitución no utilice conceptos normativos o políticos o que, si lo hace, expresamente formule una restricción que consista en “congelar históricamente” su significado, (iv) los jueces no tienen un deber constitucional de ser originalistas de segundo nivel ni de emplear las mismas concepciones sobre los conceptos normativos de la Constitución que habían elaborado los redactores de la Constitución.
Un gran abrazo!
Pedro
Muchas gracias, Ricardo. Durante el fin de semana te contesto adecuadamente. Sólo una consulta por ahora: el diccinario que citás, ¿de qué año es? Un abrazo, Pedro