Das Loreleylied es un conocido poema alemán escrito por Heinrich Heine en 1823, que relata la leyenda de una joven que, sentada en lo alto de un peñón a orillas del Rin, peina su dorado pelo y con su canto atrae a los desprevenidos marineros a una muerte segura naufragando contra las rocas. El lector se preguntará, con razón, qué tiene que ver Loreley con el derecho procesal constitucional. No mucho, pero sirve para ilustrar los peligros de dejarse seducir por el canto de la sirena, sin advertir las consecuencias.
El derecho procesal constitucional a nivel federal en la Argentina es una de esas peligrosas seducciones. Un canto atrayente, que enamora con sus apelaciones a la defensa de la Constitución y de los derechos, pero que en la práctica debilita los cimientos de nuestro sistema institucional y lo condena a una segura destrucción. Alguna vez dije que corría el riesgo de convertirse en un clavo más en el ataúd de nuestro sistema institucional. El tiempo me ha dado la razón.
Si “el derecho procesal constitucional es la disciplina que se encarga del estudio sistemático de la jurisdicción, órganos y garantías constitucionales, entendiendo a estas últimas como los instrumentos predominantemente de carácter procesal dirigidos a la protección y defensa de los valores, principios y normas constitucionales”, según la definición de Ferrer Mac-Gregor, sostener que en un país existe un control judicial de constitucionalidad difuso es un sinsentido. Todos y cada uno de los tribunales judiciales del país, de cualquier instancia, fuero o jurisdicción, tienen atribuido el control de constitucionalidad.
No existen en nuestro país procesos exclusivamente constitucionales o vías específicas para instar el control de constitucionalidad. Ni siquiera lo es el amparo, al que se menciona como el proceso constitucional por antonomasia, ya que en todos los casos existen otras vías (como por ejemplo el juicio ordinario) a través de las cuales puede ejercerse dicho control. Es paradójico que la norma que reguló en un principio el amparo, prohibiera la declaración de inconstitucionalidad en ese proceso. Incluso hoy, superada esa limitación, el carácter de proceso constitucional del amparo es dudoso, si se tiene en cuenta que no es necesario que haya un pedido de inconstitucionalidad de una norma para que proceda. Pero aun si lo fuera, lejos está de ser el único proceso en el que puede controlarse la constitucionalidad de una norma y ni siquiera es el más importante.
So what? ¿Cuál sería el problema de tener una disciplina pretendidamente autónoma, que estudia una materia que no tiene autonomía científica? Si solamente se limitara a eso, no habría mayor problema. Sin embargo, a través del derecho procesal constitucional se introducen en nuestro país conceptos que destruyen el sistema, porque están pensados para una estructura diferente. Con el derecho procesal constitucional se pone el carro delante de los caballos: primero se crea la disciplina y luego se aboga por la creación del objeto de estudio de esa disciplina, esto es, de normas que regulen específicamente el proceso constitucional y de una magistratura constitucional especializada. Esas condiciones no existen, pese a lo cual se insiste en la autonomía científica sin un objeto de estudio específico. Esto tiene consecuencias prácticas funestas, ya que comienzan a citarse autores extranjeros y a aplicar a nuestro sistema teorías aplicables a estructuras jurídicas totalmente diferentes. Irrumpen entonces las citas de autores españoles (cuándo no).
Un ejemplo paradigmático de esto es el libro de Bidart Campos El Derecho de la Constitución y su Fuerza Normativa, título muy similar al de un trabajo de Hesse de 1959, en el que, siguiendo a los españoles, propone como hipótesis de trabajo, que la constitución escrita constituye un sistema normativo que tiene fuerza obligatoria y vinculante, o sea, que es una norma jurídica y no una mera guía política para el legislador. Desde Marbury v. Madison que eso es así en un sistema como el nuestro, pero recurrimos a la “autoridad” de los españoles, que descubrieron la fuerza normativa de la Constitución en 1981. Sin embargo, no hay que engañarse: esto no es un exceso de modestia, sino que tiene por objetivo introducir conceptos ajenos a nuestro sistema, abogando, entre muchas otras cosas, por expandir el control judicial de constitucionalidad, reconocer el control de oficio e incluso abstracto y efectos erga omnes y retroactivos a la declaración de inconstitucionalidad y otorgar primacía al derecho internacional por sobre la Constitución.
El hiato lógico que significa aplicar a un sistema constitucional del tipo estadounidense, instituciones propias del derecho constitucional europeo, se disfraza precisamente a través de la utilización del paraguas del “derecho procesal constitucional”. La interpretación de las instituciones constitucionales comienza a mutar imperceptiblemente, para ajustarla a esas doctrinas extrañas. No pasa mucho tiempo para que se reclame que las instituciones se ajusten a las doctrinas y que sean los jueces quienes se deban encargar de esa tarea. Empezamos a “neoconstitucionalizar” y a ponderar. Es el análisis “everyone’s doing it” (Larsen), que olvida que lo que puede ser bueno en sistemas que rechazaron por más de un siglo que la Constitución fuese una norma jurídica, atrasa el reloj en ordenamientos en los que eso es una verdad de Perogrullo.
Cuenta la leyenda que la joven Loreley, del poema de Heine, se arrojó desde el peñón de más de 132 metros de altura con el corazón destrozado por algún engaño amoroso. Tal vez sea solamente una leyenda, pero no dudo de que si los constituyentes de 1853 resucitaran y vieran en lo que hemos convertido su obra, harían lo mismo que Loreley.
Ricardo Ramírez Calvo
Universidad de San Andrés
Lamento tanta ignorancia y ausencia de lectura profunda
Yo lamento, Dr. Gozaíni, que en lugar de rebatir lo dicho en la nota, recurra a la descalificación. Un cordial saludo.
Comparto el peligro del traspaso de doctrinas foráneas a las nuestras, pero en lo personal creo que hay un problema detrás más grave. La eterna lucha de la libertad y el poder hace que quienes lo tengan traten de ensancharlo para mejorar la libertad; paradoja si la hay. El problema del proceso es responder a la pregunta de cuál es su causa final: un método de debate dialéctico entre dos partes igualadas por un tercero imparcial o un método de investigación que el estado utiliza para aplacar los conflicto. Depende de la respuesta es donde se pone una persona, pero muchas veces se afirma la primera postura, pero se usan posturas propias de la segunda. Y esto lo vemos a diarios (más en justicia 2020) donde el eje central de cualquier reforma está en el poder del juez. O sea, para buscar pretendida «eficacia» cada vez más se atribuyen facultades a los jueces, convirtiéndolos cada vez más en el juez Dredd, postura más cercana a la de la segunda definición del proceso. Muchas de estas posturas foráneas ingresan de la mano de este juez que debe velar por la eficiencia, la justicia, la verdad, la equidad, para el caso concreto, por medio de principios ponderativos que dejan de lado las reglas que rigen el caso. El trasfondo, pienso, es mucho más grave.