La designación del Dr. Carlos Rosenkrantz como presidente de la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha desnudado una realidad preocupante, a la que se le presta poca atención en círculos académicos. Entre las variadas críticas, se ha hecho especial hincapié en su perfil técnico, por oposición, supongo, al carácter político de su antecesor en el cargo. Llama la atención que se destaque un aspecto que debería ser característica común a todos los jueces. En efecto, la función del juez es aplicar el derecho y eso constituye una función técnica, es decir, una que requiere los conocimientos especiales de una ciencia o arte.
Lejos de ser un detalle, destacar críticamente esa característica es una muestra de la nula relevancia que se otorga en nuestro país a las teorías de interpretación del derecho y, particularmente, en el marco del control judicial de constitucionalidad. A diferencia de los Estados Unidos, en los que existe un profundo debate acerca de cómo debe interpretarse la Constitución, en nuestro país impera una suerte de escuela del derecho libre vernácula, que autoriza a los jueces a decidir como lo crean más conveniente, con independencia de lo que diga el texto constitucional. Más allá de mi aversión por esa forma de interpretación, lo concreto es que en nuestro país este tema casi no se analiza. Los estudios acerca de la interpretación constitucional son, en su gran mayoría, meramente descriptivos: se limitan a enumerar los distintos métodos utilizados por los jueces, pero sin el menor atisbo de crítica o de análisis acerca de cuál es el más adecuado para interpretar la Constitución.
Hay una extendida aceptación de esta realidad y son pocas las voces que la cuestionan. Es como si todos nos hubiéramos convertido en realistas jurídicos norteamericanos y consintiéramos sin mayor dificultad o cuestionamiento, que los jueces no deciden aplicando el derecho, sino en función de lo que ellos consideran que es la solución justa para el caso. Los argumentos legales solamente se acomodan a la solución del caso con posterioridad. Sin embargo, una cosa es describir la realidad, que tal vez se ajuste a los postulados del realismo jurídico norteamericano, y otra es admitir pacíficamente que esa sea la manera adecuada y válida de aplicar el derecho.
Hemos convertido al Poder Judicial en una especie de juez Hércules de Dworkin (aquel que siempre llegaba a la respuesta correcta), pero con la particularidad de que en este caso los Hércules locales no tienen ni el tiempo, ni el acceso, ni, en algunos casos, el conocimiento del ideal (que no real) dworkiano y, por ende, rara vez llegan a la solución “correcta”. Todo ello dejando de lado que esa supuesta respuesta correcta, si no se apoya en las disposiciones de la Constitución, deja de ser correcta y se transforma en la proyección del pensamiento jurídico propio del juez a un caso concreto. Antonin Scalia decía con razón que estos son los jueces del common law, interpretando una norma ajena a ese sistema, tal como lo es una constitución escrita, pero infinitamente más poderosos que lo que los antiguos jueces del common law pretendían ser, ya que incluso aplastan el derecho escrito sancionado democráticamente.
Esta indiferencia por el texto de la Constitución y de la ley se disfraza con distintos ropajes. Desde la invocación de un conjunto de valores, pasando por la valoración social, hasta llegar a la complacencia por una corriente de opinión supuestamente mayoritaria, o a la Constitución como orden de valores. Esta última concepción, muy en boga en la actualidad en nuestro país a caballo del neoconstitucionalismo, tiene su origen en los escritos de Rudolf Smend anteriores a la Segunda Guerra Mundial. Lo que se soslaya es el sustrato profundamente autoritario de esa teoría, que sustituye el derecho sancionado democráticamente, por valores que, en la mayoría de los casos, son simplemente la aplicación del parecer personal del juez. Teorías muy similares sostuvieron los teóricos del derecho nacionalsocialista, como por ejemplo Karl Larenz, quien afirmaba que la renovación del derecho alemán por el nacionalsocialismo debía cerrar la grieta entre el pueblo y el derecho, de manera tal que éste reflejara la visión moral de aquél. Era tarea de los jueces aplicar la visión moral del pueblo con independencia de lo que dijera la letra de la ley.
Lo que nadie explica es cómo se determinan esos valores o visiones morales y quién les ha dado fuerza obligatoria. También se soslaya que, a través de esas interpretaciones, el juez se libera del derecho y asume una función creadora que no le corresponde. El Poder Judicial no tiene el rol de custodio moral de la República, sino de custodio de la Constitución, que es una norma escrita, de la cuál surge la autoridad de los jueces para decidir casos. Los valores, en tanto no positivizados en el texto de la Constitución o en alguna norma inferior, son irrelevantes a los efectos de la solución de un caso concreto. Si alguien quiere que la legislación refleje valores, debe acudir al Congreso y no a los jueces. Pretender suplantar la decisión del Poder Legislativo por la decisión de los jueces, a quienes la Constitución no ha dado ese rol, es profundamente antidemocrático. Al asumir ese rol, los jueces violan el juramento que prestan “de desempeñar sus obligaciones, administrando justicia bien y legalmente, y en conformidad a lo que prescribe la Constitución”. La “justicia” se hace aplicando la Constitución y la ley, no principios morales que no se encuentran en ellas.
Como indiqué anteriormente, la ausencia de debate en nuestro país ha hecho que esta deformación del sistema haya sido aceptada dócilmente. El juez que actúa como juez, es decir aplicando el derecho con independencia de sus convicciones personales o de lo que pueda querer la opinión pública, es tildado de juez técnico, como si eso fuese una capitis deminutio. Lejos de serlo, es el cumplimiento de la función propia del juez. Como recordaba Boffi Boggero, olvidar que la verdadera función de un juez es la aplicación del derecho, incluso cuando eso se hace con los mejores propósitos, “permite muchas otras veces que se use el precedente con el pretexto de la justicia y el real designio de la arbitrariedad. Se abre de ese modo […] el camino de la estructura totalitaria al no dictarse fallos como lo quiere nuestra organización constitucional y como lo exige el juramento prestado por los jueces al asumir sus elevadas funciones”.
Ricardo Ramírez Calvo
Profesor de Derecho. Universidad de San Andrés.