Hay un conocido sketch de Monty Python en el que los participantes de un programa de televisión deben resumir En busca del tiempo perdido de Proust en quince segundos. Ahora vamos a hacer algo similar pero con la versión madura de la filosofía dworkiniana del derecho. En efecto, la misma tiene serias dificultades, tal como surge de una mínima revisión de sus tres axiomas principales: la ubicuidad de la interpretación en el derecho, la valoración moral de dicha interpretación y la co-autoría judicial del derecho. Vayamos por partes, como dice Jack el Destripador.
En primer lugar, según Dworkin cada vez que deseamos identificar el derecho vigente tenemos que interpretarlo. En otras palabras, jamás es suficiente la sola comprensión para poder conocer el significado del derecho. Se trata de una tesis tan extraña que nos vemos obligados a citar a Dworkin diciendo exactamente eso: “justo como los críticos literarios necesitan una teoría operativa o al menos un estilo de interpretación para construir [construct] el poema detrás del texto, del mismo modo los jueces necesitan algo así como una teoría de la legislación para hacer esto con las leyes. Esto puede parecer evidente cuando las palabras en la ley sufren de un defecto semántico; cuando son ambiguas o vagas, por ejemplo. Pero también es necesaria una teoría de la legislación cuando estas palabras son impecables desde el punto de vista lingüístico” (Law’s Empire, p. 17).
Como se puede apreciar, según Dworkin todo el derecho es como la puerta de un baño de un restaurante de Palermo. Nadie puede simplemente comprender cuál baño le corresponde con tan solo mirar la puerta y conocer las convenciones locales, sino que debe detenerse a interpretar, lo cual puede ser bastante inconveniente, sobre todo si uno no tiene demasiado tiempo para perder en dicha oportunidad. De ahí que si encontráramos un solo caso en el cual el derecho pudiera ser comprendido sin recurrir a la interpretación mostraríamos que el interpretativismo de Dworkin no puede levantar vuelo. Pensemos entonces en el caso de la prohibición de cruzar un semáforo en rojo. ¿Cuál sería la duda al respecto? Si el punto de Dworkin es que necesitamos una teoría de la legislación para saber qué implica un semáforo en rojo, obviamente sabemos que las leyes pretenden tener autoridad y por lo tanto exigen ser obedecidas.
Si bien el interpretativismo de Dworkin no puede levantar vuelo, así y todo vamos a suponer en aras de la argumentación que es capaz de alcanzar su segunda posición, a saber el derecho tiene que ser interpretado en su mejor luz, es decir, toda interpretación jurídica debe incluir una dosis considerable de razonamiento moral. Dado que Dworkin a menudo compara al derecho con la estética, tomemos por ejemplo el cuadro “El Grito” de Edvard Munch. Si quisiéramos interpretarlo no sería suficiente indicar que se trata de una persona que se está agarrando la cabeza. En todo caso, esto último es una descripción, como lo es decir que esta persona está vestida de negro y cruzando un puente. Para que podamos empezar a hablar de una interpretación es indispensable señalar la importancia de la descripción indicada, qué es lo que representa, etc., todo lo cual nos hace incurrir en cierto razonamiento valorativo.
Sin embargo, como muy bien dice Andrei Marmor, del hecho de que percibamos la existencia de un valor no se sigue que estemos formando nosotros mismos un juicio valorativo al respecto. Un ateo especialista en teología o un antropólogo que estudia cierta cultura o práctica social pueden comprender la existencia de un valor pero no por eso lo comparten, al menos no en el sentido “militante”, por así decir, que le da Dworkin. Además, la valoración del cuadro bien puede ser negativa, mientras que para Dworkin la interpretación debe mostrar al cuadro siempre en su mejor luz.
Por otro lado, Dworkin cree que el iluminismo exegético es compartido por el propio legislador ya que la intención de todo legislador consiste en sancionar la mejor ley posible. De ahí que podamos decir que Dworkin suscribe un intencionalismo hipotético antes que histórico o real. Sin embargo, el problema con las intenciones hipotéticas es que suelen re-introducir el conflicto que se supone que el derecho viene a resolver. En cambio, las intenciones históricas o reales al menos permiten que las identifiquemos como hechos, lo cual facilita enormemente la tarea del derecho.
Pensemos por ejemplo en el aborto. Si la intención del legislador es la de sancionar la mejor ley posible, pero no hay acuerdo acerca de cuál es la mejor ley posible al respecto, no tendría mayor sentido sostener que las disposiciones al respecto deberían ser interpretadas en su mejor luz, ya que eso es precisamente lo que está en discusión. En cambio, si entendemos la prohibición o la autorización del aborto como un hecho que proviene precisamente de una intención real (sea la de autorizarlo o la de prohibirlo), al menos sabremos cuál es el derecho vigente, lo cual es un gran paso adelante—si es que nos interesa entender al derecho como un sistema que posibilita la acción colectiva antes que como un mecanismo para dar con la decisión correcta—.
Finalmente, de la tesis de la ubicuidad de la interpretación y de la necesidad de valorar moralmente al derecho, se sigue que para Dworkin los jueces no son meros “lectores” o “críticos” de la ley, sino que además son verdaderos “co-autores” del derecho. De ahí la metáfora de la novela en cadena y del valor de la integridad como constitutivo del razonamiento legal. Sin embargo, no es fácil de demostrar cómo una lectura o una interpretación puede cambiar su objeto. Como muy bien dice Marx en su célebre tesis XI sobre Feuerbach, una interpretación que se precie de ser tal aspira a describir el mundo y es por eso que no puede cambiarlo.
Pensemos por ejemplo en la reciente versión de la ópera Carmen en la que la protagonista no muere al final, o mejor aún en el caso de King Lear de Shakespeare. Ya a fines del siglo XVII la obra había caído en desgracia ya que, entre otras cosas, la trama adolecía de la falta de una historia de amor. Entonces Nahum Tate hizo varios cambios, entre los que se destaca el hecho de que Cordelia no solamente sobrevive, sino que se enamora de Edgar e incluso se casa con él, lo cual nos hace dudar de si lo que Tate tenía en mente era un final feliz después de todo. Ahora bien, salta a la vista que modificar una obra para mostrarla en su mejor luz no es interpretarla sino escribir una nueva, lo cual en el caso del derecho conduce entre otras cosas al gobierno de los jueces y su incompatibilidad con la idea de un derecho democrático.
Si el punto es que, a veces literalmente, en última instancia los jueces toman decisiones que cambian el derecho vigente, no hace falta recurrir a Dworkin para explicar este obvio fenómeno, sino que es suficiente indicar la existencia de una norma que les concede el poder normativo de hacer exactamente eso, sin que por eso se trate de una interpretación y/o de una valoración que muestra al derecho en su mejor luz. Además, al menos en nuestro país y en la gran mayoría de los sistemas jurídicos modernos, los jueces mismos no son co-autores de la norma que les permite hacer exactamente eso.
(si alguien desea profundizar estos argumentos puede consultar el siguiente trabajo en línea: https://www.udesa.edu.ar/sites/default/files/rosler_hermes_y_antigona_pdf_modelo.pdf)
Andrés Rosler
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