En su composición actual, la Corte Suprema parece especialmente interesada en hacer explícita su preocupación por la deferencia debida al legislador, tal vez como un modo de incrementar la legitimidad y aceptación de sus decisiones.
Obviamente, la deferencia al legislador es una cuestión de grado. Si la Corte, en un extremo, respeta siempre la decisión legislativa, desaparece el control judicial de constitucionalidad, víctima del ultraminimalismo del Tribunal, mientras que si la Corte no presta ninguna atención a la voluntad del legislador, desaparece la división de poderes, víctima del ultraactivismo del Tribunal. Entre estos extremos del segmento, la Corte puede trabajar adecuadamente, variando su grado de deferencia según el tipo de caso que resuelva.
Pero, ¿cuál debe ser el criterio de la Corte para evaluar el grado correcto de deferencia al legislador? Uno de los elementos que debe tener en cuenta –a mi juicio- es el tiempo que ha pasado desde la promulgacion de la ley, esto es, cuantas generaciones han transcurrido desde que la ley fue dictada. El concepto de “generación” no es preciso, pero fue trabajado con prolijidad por Ortega y Gasset y sus discípulos: Ortega lo diseñó en su libro En torno a Galileo, Julián Marías lo desarrolló en El método histórico de las generaciones, y Jaime Perriaux lo trasladó a nuestro país en Las generaciones argentinas. En los tres casos aparece una coincidencia numérica: una generación equivale a quince años, y a falta de otra alternativa seria disponible, ese es el número que voy a tomar en cuenta aquí.
Mi idea es que el grado de deferencia debida al legislador disminuye con el paso de las generaciones: cuantas más generaciones han transcurrido desde el dictado de la ley, menor es el grado de deferencia debido al legislador. ¿Cuál es el fundamento de esta propuesta? Dicho muy sencillamente, es el cambio en la moral positiva que experimenta la ciudadanía con el transcurso del tiempo. La ley representa—o, al menos idealmente, debería representar—la moral positiva del pueblo en el momento en que la ley es dictada. Pero incluso alguien que se oponga al relativismo ético espacial debe reconocer el fenómeno del relativismo ético temporal: las ideas morales de los pueblos cambian con el transcurso del tiempo. Cuantas más generaciones transcurren, menor es la coincidencia de la ley con la moral positiva vigente.
Si consideramos centenares de generaciones, la diferencia en moral positiva es abrumadora: griegos y romanos en el período precristiano aceptaban (y defendían) a la esclavitud sin problema alguno. Pero si consideramos sólo dos generaciones, por ejemplo, también podemos ver con claridad el cambio moral de la sociedad respecto de las prácticas sexuales admisibles. La deferencia debida al legislador va en sentido inverso al número de generaciones transcurridas, y sugiero que veamos algunos casos concretos para clarificar el tema.
En 1986 – en el caso Sejean– la Corte Suprema declaró inconstitucional la indisolubilidad del matrimonio y autorizó el divorcio en la Argentina. La norma cuya disposición en este aspecto consideró la Corte inconstitucional era la ley 2393, que databa del 2 de noviembre de 1888, de donde la Corte estaba considerando un texto dictado casi siete generaciones antes. No necesito extenderme acerca del grado en el que había cambiado la moral positiva de la ciudadanía argentina en esas siete generaciones (y no sólo respecto del divorcio). Lo que quisiera enfatizar ahora es que en este caso la Corte no se hallaba frente a una acción de legislador sino que tenía que vérselas con una omisión del mismo: en efecto, el Congreso, transcurridos más de cien años, había omitido actualizar la legislación matrimonial para armonizarla con la moral positiva del pueblo. Mi sugerencia, precisamente, es que las omisiones del legislador merecen menos deferencia que las acciones del legislador.
Un segundo ejemplo ocurrió en el año 2009, cuando la Corte –en el caso Arriola– declaró la inconstitucionalidad –para algunos supuestos acotados- de la ley que castigaba la tenencia de estupefacientes. La norma que la Corte parcialmente invalidó era la ley 23737, que databa del 11 de octubre de 1989, por lo cual en este caso la Corte estaba considerando un texto dictado más de una generación antes. Aquí la Corte debía más deferencia al legislador que en el caso Sejean, sin duda, pero no podía dejar de tomar en cuenta el cambio de actitud frente al consumidor de marihuana que la sociedad había adoptado en los veinte años transcurridos desde el dictado de la ley. De alguna manera, aunque no tan notoria como en el caso anterior, la Legislatura había omitido modificar una ley algunos de cuyos rasgos ya no coincidían con la moral de los ciudadanos. Comparemos este ejemplo, en cambio, con la actitud que eventualmente debería adoptar la Corte si se cuestionara la constitucionalidad de la ley 26618, que estableció en Argentina el matrimonio igualitario: aquí se trata de una norma de la generación actual, que coincide, por lo tanto, con la moral positiva actual, y respecto de la cual se debe tener el más alto grado de deferencia a la opinión del legislador.
A esta altura de la historia, quiero aclarar que no estoy diciendo que la deferencia al legislador sea el único factor que la Corte debe considerar en su decisión, ni siquiera que sea el factor más importante, ni tampoco estoy defendiendo la idea de que las decisiones del Tribunal deben ajustarse siempre a la moral positiva del pueblo. Si dijera esto, estaría propiciando la desaparición del control judicial de constitucionalidad, el cual –precisamente- protege a las minorías de las preferencias arbitrarias de la mayoría. Lo que estoy haciendo es otra cosa: estoy aislando uno de los factores que la Corte considera en sus decisiones, y proponiendo un criterio para calcular su peso, siempre dentro de los extremos del segmento que mencioné al comienzo. Pero acepto, sin duda, que incluso el grado máximo de deferencia al legislador no es suficiente para rechazar la declaración de inconstitucionalidad de una ley. Un ejemplo claro de esta situación aparece en el caso de la ley 26855—reforma del Consejo de la Magistratura—que la Corte, con todo acierto, declaró inconstitucional muy poco tiempo después de su promulgación.
Pensemos ahora en un caso hipotético algo más complejo. ¿Qué grado de deferencia al legislador debería computar la Corte en un hipotético caso que cuestionara la punibilidad de ciertos casos de aborto dispuesta en el Código Penal? Por una parte, el Código Penal data del año 1921, de donde está temporalmente muy cerca de la ley de matrimonio civil soportando ya el paso de más de seis generaciones, pero por la otra, la reforma de este aspecto del Código Penal acaba de ser rechazada por el Parlamento pocos días atrás. En este caso, a diferencia del divorcio, no puede hablarse de una omisión del Parlamento: el Parlamento actuó, mal, pero actuó, y se le debe la deferencia que corresponde a sus acciones, no a sus omisiones. La posibilidad de un fallo favorable a la interrupción voluntaria del embarazo deberá remontar ahora una decisión reciente del Congreso, y esto torna menos probable una resolución favorable por parte de una Corte que valora la deferencia al legislador.
Por supuesto que ahora, como era previsible, debo aclarar el párrafo anterior: no estoy sugiriendo ni por un momento que la Corte debería rechazar ese caso hipotético. Al contrario, hay muchos casos hipotéticos relacionados con el aborto que tengo ahora presentes y que creo que la Corte debería acoger favorablemente. Lo que digo es que es una lástima que los activistas de la interrupción voluntaria del embarazo (causa que defiendo) no hayan continuado inmediatamente en los tribunales la tarea que iniciaron con éxito en el caso FAL, planteando la permisibilidad de otros casos de aborto antes de que la Legislatura decidiera el tema, porque hubieran contado así con otro elemento en su favor: la escasa deferencia que merece una omisión del legislador, en este caso vinculada con un Código promulgado tan lejanamente.
Concluyo, entonces. La Corte Suprema exhibe en sus fallos una actitud de deferencia a la opinión del legislador, asignándole peso como uno de los factores a tomar en cuenta en su decisión. Lo que he ofrecido es una propuesta para calcular ese peso en base las generaciones transcurridas desde la sanción de la ley, y los posibles cambios en la moral positiva de la población, lo cual permite distinguir entre acciones y omisiones de la legislatura: las acciones merecen más deferencia que las omisiones por parte de la Corte Suprema.
Martin D. Farrell
Profesor de Derecho. Universidad de San Andrés.