El reciente debate sobre la legalización del aborto es un ejemplo notable de las perplejidades que puede producir la interpretación constitucional.

Las personas que siguieron durante estos meses las exposiciones de expertos en diversas disciplinas habrán quedado desconcertadas con relación al aspecto constitucional del tema. Mientras algunos juristas les aseguraban, de manera categórica y con precisa cita de artículos de la Constitución Nacional y de tratados internacionales, que la despenalización del aborto era inconstitucional, otros, no menos seguros e irreductibles, afirmaban la existencia de un derecho constitucional al aborto, amparados también en la Constitución, los tratados y resoluciones de órganos, comités y mesas de trabajo de la OEA y las Naciones Unidas.

Quizás los haya habido, pero yo no escuché a nadie sostener con todas las letras lo que creo: que la Constitución no dice nada sobre el aborto y que, por lo tanto, el Congreso Nacional puede hacer al respecto lo que quiera. Una opinión de este tipo probablemente suene mal. Se espera de los juristas que encuentren en los textos constitucionales la fundamentación jurídica de las opiniones que tienen. Si están a favor de la despenalización, deberán encontrar (o crear) un derecho al aborto; si estiman que conviene mantener la criminalización, deberán concluir que la Constitución veda la supresión del aborto como delito.

Puestas en ese plano, las discusiones solo pueden ser resueltas por los jueces. El extenso debate legislativo no tendría mayor sentido, o más bien tendría el sentido de aplazar la decisión final, que no será política sino judicial. Los perdedores se aprestarán a trasladar la batalla del recinto parlamentario a los estrados judiciales.

Como la Constitución no menciona al aborto, y la referencia al embarazo en el artículo 75, inciso 23 solo determina que el Congreso debe dictar un régimen de seguridad social pero de ninguna manera fija una política criminal, los jueces deberían resolver, con independencia de sus valoraciones personales, que esa materia le corresponde de manera privativa al Poder Legislativo. Pero en un terreno tan sensible muchos se tentarán de contrabandear como normas jurídicas sus opiniones, para aplauso de unos y denuesto de otros.

Tampoco la invocación del derecho a la autonomía tutelado por el artículo 19 clausura el tema, porque los partidarios de la criminalización del aborto sostienen que el embrión no es un órgano del cuerpo materno, sino otra persona.

La calificación de “antiderechos” que los “verdes” les dirigen a los “celestes” es, del mismo modo, poco feliz. Estos últimos podrían darla vuelta y lanzarla contra aquellos, alegando que procuran eliminar los derechos de las personas por nacer.

Hay en juego, entonces, derechos (o aspiraciones que se presentan como derechos) de todos los colores. Es una cuestión compleja, que involucra definiciones sobre la vida y la idea de persona, la autonomía personal, la salud de la madre, la salud pública, etc. En este marco, es el Congreso el que debe ponderar esos diversos intereses y determinar la política criminal al respecto. O puede hacerlo directamente la sociedad, a través de una consulta popular vinculante. En efecto, pese a lo que se suele sostener, ni la Constitución (art. 40) ni la ley reglamentaria, la 25.432, excluyen a la materia penal de ese mecanismo. La confusión se origina en un error de la reforma constitucional de 1994, que prohibió la materia penal en la iniciativa popular (art. 39), que no se traduce más que en un proyecto de ley, y no en la consulta popular vinculante, que tiene efectos mucho más importantes, ya que la votación afirmativa implicará la conversión automática del proyecto en ley.

En esta oportunidad, el Congreso rechazó un proyecto de legalización del aborto, que tal vez era demasiado ambicioso para un país que por primera vez debatía un asunto tan sensible. En cualquier caso, el mero ejercicio de ese debate marca un hito trascendente. Es probable que más temprano que tarde se llegue a la despenalización, que parece una tendencia firme en los países desarrollados.

Pero es deseable que ese resultado se alcance como fruto del proceso democrático, a través de las mayorías parlamentarias, y no por la imposición a toda la sociedad de los valores personales de los jueces que intervengan.

Osvaldo Pérez Sammartino

Profesor de Derecho. Universidad de San Andrés.

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