La tentación de comenzar este post con la frase «haz lo que yo digo, mas no lo que yo hago» era muy grande. Recordar a Lorenzetti en su discurso inaugural del año judicial llamando a la colaboración entre organismos públicos o mirarlo la semana pasada presidir la reunión de la Comisión Interpoderes para Juicios de Lesa Humanidad y verlo ahora, junto a Maqueda y Highton, cortándose solo para definir el lugar de la Corte en el sistema institucional argentino nos inclinaba a la cita fácil. Nos estamos refiriendo, por supuesto, al caso Anadon, sentencia por la cual nuestro Alto Tribunal declaró la inconstitucionalidad del recurso ordinario de apelación para las causas en que la Nación sea parte, directa o indirectamente. Sin embargo, una segunda lectura nos hizo ver la estructura oculta que vinculaba los tres sucesos y, consecuentemente, su casi perfecta congruencia: todos son actos de lo que hemos denominado Gobierno del Poder Judicial y están guiados por la lógica de direccionamiento político antes que por la jurisdiccional. Eso explica la particular retórica empleada en la sentencia -tal como lo describiera Juan Lahitou en este post– y el tratamiento especialmente flexible de varios institutos y principios clásicos del derecho procesal constitucional -control de constitucionalidad, examen de proporcionalidad, etc.- .
Empecemos por una pregunta que surge intuitivamente cuando uno lee por primera vez el fallo: ¿era necesaria la declaración de inconstitucionalidad de un recurso que tiene más de 100 años de vigencia? Formados en la convicción transmitida por nuestra madre la Corte en cada sentencia o, como diría Serrat, «con la leche templada y en cada canción«, creemos que el control de constitucionalidad es la última ratio de nuestro sistema de controles y que antes de utilizarlo tenemos varios remedios a nuestro alcance. El primero de ellos, darle la derecha a lo que estableció el Congreso en la materia, ello es, revestir su decisión con el manto de la presunción de constitucionalidad. La Corte Suprema pasa de puntillas por esta etapa de la argumentación y no lo hace por casualidad, sino por una razón de fondo: considera que el Congreso poco tiene que decir sobre el asunto ya que la voz cantante, en cuestiones que hacen a la definición de su misión institucional, la tiene ella. Veamoslo en esta cita, aparentemente inocua:
«A 113 años del debate parlamentario sobre la cuestión, el análisis de proporcionalidad deberá necesariamente considerar si la tercera instancia ordinaria pudo haber devenido -con el transcurso del tiempo y el cambio de las circunstancias objetivas- contraria a la función que la Constitución le encomienda a la Corte.» (cons. 7)
Esta frase es central para entender la posición que toma la CS respecto de la Constitución: ¿cuál es la función que la norma fundamental le encomienda a la CS? Si leemos el art. 116 de la Constitución Nacional nos encontramos con que, entre otras, «le corresponde a la Corte Suprema y a los tribunales inferiores de la Nación, el conocimiento y decisión final en todas las causas que versen sobre puntos regidos por la Constitución y por las leyes de la Nación, con la reserva hecha en el inc. 12 del art. 75; …de los asuntos en que la Nación sea parte…». Es decir que, en el mismo artículo, la Carta Magna le atribuye tanto el conocimiento de las cuestiones constitucionales como las relativas a la Nación (también de almirantazgo, de vecindad o de embajadores y cónsules, entre otras). ¿Cuáles de estas cuestiones le corresponden al Máximo Tribunal? Para contestar esta pregunta debemos ir al art. 117 y a su distinción entre competencia originaria -exclusiva- y la apelada. En la primera categoría, entran solamente las cuestiones relativas a los embajadores, ministros y cónsules extranjeros y aquellos en las que una provincia sea parte. En todas las demás -incluidas, por supuesto, las arriba transcriptas- «la Corte Suprema ejercerá su jurisdicción por apelación según las reglas y excepciones que prescriba el Congreso». Ello significa que el texto constitucional no fija prioridades específicas entre unas y otras funciones, sino que le atribuye al órgano legislativo -sede de la representación de todas las fuerzas políticas- el diseño del esquema de control judicial.
¿Cuál es la operación interpretativa que realiza la Corte Suprema? Para argumentar la irrazonabilidad del esquema legislativo, la Corte Suprema debería probar que hay algunas de esas funciones constitucionales que ella se ve impedida de cumplir. No es el caso, claramente, si consideramos que en el primer semestre de 2015, de 4951 sentencias emitidas por la Corte Suprema sólo 44 de ellas fueron motivadas por un recurso de apelación como el que aquí se discute (menos de 1%). Una cantidad que puede influir en la organización cortesana pero que parece lejos de obstaculizar seriamente sus labores en otros terrenos. La cuestión parece no pasar tanto por lo que no puedo hacer sino por lo que quiero, ello es, por la capacidad de determinar mi propio destino, mi propio lugar institucional -si estuvieramos en el ámbito del art. 19 CN hablaríamos de su «proyecto de vida»-. Su argumentación, entonces, no va a darle lugar a la mediación del Congreso, tal como establece el citado art. 117 CN, sino que va a hablar de la «función que la Constitución le encomienda a la Corte Suprema» directamente interpretada por ella, cual Lutero jurídico (anque un Lutero concentrado, por supuesto). Por ese motivo, no hay lugar aquí para ninguna deferencia a la voluntad legislativa ni siquiera para un juicio de proporcionalidad hecho y derecho. Es una lucha de interpretaciones que se reduce a la relación directa con la Constitución Nacional que la Corte Suprema reclama para sí y que viene ejerciendo de manera consistente en las cuestiones que hace al Gobierno Judicial (v.gr: su noción de órgano «cabeza del Poder Judicial» como fundamento para reglamentar autónomamente el proceso de digitalización del expediente judicial). Es el óraculo que entra en la caverna y sale, iluminado, sin confrontar con otro poder constituido.
Esta operación se ve reflejada en el uso del examen de proporcionalidad que propone la sentencia en su considerando 6°. Como en los tribunales de tesis en los que se dicen las tradicionales loas al trabajo presentado para, acto seguido, entrar en lo que verdaderamente importa -sus presumibles falencias, cuestiones discutibles y puntos a desarrollar-, aquí la Corte Suprema enuncia la doctrina básica del examen de razonabilidad del art. 28 CN en su primer párrafo y cuela luego el criterio que va a definir verdaderamente la cuestión:
«Que según el artículo 117 de la Constitución Nacional, primera parte, corresponde al Congreso de la Nación diseñar las reglas y excepciones mediante las cuales la Corte Suprema de Justicia ejercerá su jurisdicción por apelación. Tal atribución, como toda competencia reglamentaria del Congreso, debe ser ejercida conforme al estándar de razonabilidad establecido en el artículo 28. Corresponde, entonces, examinar si el medio escogido por el legislador resulta proporcional al fin previsto, es decir, si la apertura de la tercera instancia ordinaria se encuentra justificada en función del propósito perseguido por la norma de brindar mayor seguridad de acierto a las sentencias que deciden cuestiones de determinada cuantía en las que el Estado es parte y que, por esa razón, son capaces de comprometer el patrimonio de la Nación.
Para ello, es preciso considerar la incidencia que aquella habilitación amplia de la jurisdicción del Tribunal tiene con relación a sus demás atribuciones y competencias con el objeto de sopesar esa eventual afectación con el fin de la norma.»
En relación al primer párrafo citado es interesante la referencia al fallo Itzcovich, por el cual la Corte declaró la inconstitucionalidad del art. 19 ley 24.463 que establecía la vía de apelación ordinaria para todas las sentencias definitivas de la Cámara Federal de la Seguridad Social «cualquiera fuere el monto del juicio». Señaló allí el Tribunal que tras una experiencia de casi diez años, concluía que la norma devino irrazonable por hallarse en contradicción a los fines por ella declarados con los medios empleados para alcanzarlos y que “el organismo previsional no ha utilizado en forma apropiada la vía procesal bajo análisis”. Sin entrar en detalles que nos llevarían demasiado lejos, el examen de Itzcovich se adecuaba a los parámetros clásicos: una norma dictada por el Congreso, fines constitucionales legítimos y medios que no responden a esos fines y por ello se transforma la legislación en irrazonable. El Tribunal no hace ese análisis en la sentencia Anadon -como lo proponía el recurrente, con argumentos que rebate el dictamen de la Procuradora Fiscal-. Ni siquiera intenta minimizar el impacto de la falta de actualización del monto de $726.523,32 que operaba como requisito de entrada al sistema recursivo (eso lo hará recién a fines del 2014 – cuando esta sentencia ya estaba en examen- a través del fallo Einaudi y la Acordada 28/2014, subiéndolo a $10.890.000). No, no hay argumentos en ese sentido porque ello hubiera significado darle la derecha al Congreso en la regulación de esta cuestión y ya vimos que lo que la Corte intenta -y aparentemente, se sale con la suya- es realizar ella misma el cóctel de funciones que quiere desempeñar.
La aplicación del segundo párrafo del considerando 6 es la línea de apertura a la interpretación que la Corte Suprema hace, no ya del artículo 24, inc. 6°, apartado a, del decreto-ley 1285/58 que estaba en discusión, sino del rol institucional del Tribunal. Allí es donde el discurso técnico se hace líquido y el «auto-bombo» del que hablaba Juan aparece. No es casual. Es más bien necesario, si queremos leer la Constitución a partir de las líneas políticas, de gobierno y de fijación de prioridades que la Corte ha ido tomando en los últimos años. Así, por ejemplo, las audiencias públicas son algo que la Constitución quiere y que realza la trascendencia de sus decisiones. No es algo permitido, sino exigido por la norma constitucional (argumento utilizado en Halabi respecto de las acciones de clase). Por lo tanto, si eso es lo que dice la Constitución, las líneas divergentes -establecidas en otro estadio de nuestra historia- deben ceder frente a ella. No es relevante aquí el texto mismo de la norma fundamental, que cómo vimos admite con claridad la competencia en casos «en que la Nación sea parte» y le da al Congreso la facultad de regular la materia. Lo verdaderamente importante es que la Corte Suprema se ha «auto-definido» y tiene las herramientas, las cartas de triunfo para hacer valer esa definición frente a cualquier otra, pasada o futura, que se le aparezca en el camino. El desarrollo argumentativo que realiza en esta sentencia con una interpretación sesgada y autónoma de la idea de trascendencia es ejemplo de este proceso (¿por qué la Ley 48 tiene un status constitucional superior a la Ley 4952?). El control de constitucionalidad se ve así instrumentalizado y la Constitución se pone al servicio de la Corte. María Elena Walsh sonríe desde el más allá.
De acuerdo con que el control de constitucionalidad sobre el recurso ordinario luce un poco apresurado, ante la falta de señales relativas a intentos infructuosos de cambiar el régimen recursivo por las vías institucionales normales.