Ironía del destino, casualidad cósmica, providencia divina. El concepto elegido obedecerá a las creencias y convicciones de cada uno, pero la confluencia de hechos a mi me generan más de una reflexión. Marcelo Diez falleció por causas naturales unas horas después de que la Corte Suprema permitiera la desconexión de la alimentación e hidratación artificial que recibía desde hace casi veinte años. La naturaleza y nuestro Alto Tribunal llegaron juntos a la salida, pero la primera cruzó antes la meta. Nos vamos a concentrar, entonces, en evaluar a la segunda, desde una perspectiva complementaria a la que ensayó Juan Lahitou aquí mismo. Tomando como un dato la prevalencia de la autonomía de la voluntad que destaca Nicolás Lafferriere en su post, nos vamos a preguntar aquí por la coherencia interna de esa posición, especialmente en lo que hace al discernimiento de la voluntad real de MAD respecto de su propia vida y los tratamientos aceptables para continuarla. Porque aquí, en esta sentencia, dos son las novedades: I) la negativa a que otras personas puedan decidir por la persona en estado vegetativo, tal como establece el art. 6 de la ley 26529 (modificada por ley 26742 del año 2012, llamada de «muerte digna») y II) la posibilidad de que las hermanas de MAD den cuenta de la voluntad de su hermano por medio de una declaración jurada y que esta sea acogida -acríticamente- por el tribunal.
¿Discutimos sobre la ley aplicable?
Para que nos situemos en el marco de la Ley sobre Derechos de los Pacientes, la Corte Suprema debió hacer un primer movimiento: declarar que esa ley era la norma aplicable al caso. Ello no resultaba tan simple como parecía, pues la denominada Ley de Muerte Digna data de 2012 y el proceso judicial había sido iniciado en el 2009. El Tribunal Superior de Justicia de Neuquén, en el año 2013, la consideró aplicable y el Ministerio Público local, en su recurso extraordinario, calificó esa decisión como arbitraria por considerar que había una aplicación retroactiva que conspiraba contra el artículo 3 del Código Civil. La Corte Suprema, siguiendo el dictamen de la Procuración General, se saca de encima esa objeción con una formula ritual («…no se demostró la arbitrariedad de la decisión del <em>a quo</em> de aplicar en forma inmediata la referida normativa a la situación del paciente», cons. 11 in fine) y pierde la oportunidad de explicar el contexto normativo, más allá de las alegaciones de las partes, como ha hecho innumerable cantidad de veces. Sienta así un precedente preocupante respecto de la futura aplicación del Nuevo Código Civil -el cual también menciona, al pasar, en el caso-.
La segunda dificultad que proponía el caso para la aplicación de las normas sobre abstención terapéutica era el elemento subjetivo. En efecto, el artículo 2, inc. e de la Ley 26529 establece que «el paciente que presente una enfermedad irreversible, incurable o se encuentre en estadio terminal, o haya sufrido lesiones que lo coloquen en igual situación…» puede rechazar los tratamientos médicos. El problema, que la Corte reconoce en el considerando 14 es que «… M.A.D. no padece una enfermedad». Pese a ello, la Corte Suprema considera que, como su situación médica no es reversible, él se encuentra englobado en los términos del artículo. No dice más y lo da por resuelto, pero un análisis lingüístico serio nos haría dudar -a diferencia del dictamen de la PG en su pto. VII pag. 16- sobre el uso de la conjunción «o». Resulta claro, en nuestra opinión, que la frase refiere a la existencia de lesiones que lo pongan en estadio terminal -distingue la causa pero la asimila por el resultado-, pero no podría ponerlo nunca como enfermo irreversible o incurable -o sea, equiparar el origen de ese estadio. O tiene una enfermedad o no la tiene, es enfermo o no lo es.
Estos dos elementos ponen en duda todo el fundamento en que la sentencia se sustenta, pero sigamos adelante porque esto recién empieza.
Llegamos a los decisores
La sentencia de la Corte Suprema realiza un giro brusco sobre el debate que se venía sosteniendo. La discusión sobre la aplicación de la «ley de muerte digna» se presentaba como la puerta de entrada a un régimen que los presentantes consideraban esencial y al que se había orientado la actuación judicial. En efecto, si la ley se aplica, su artículo 6 dispone que «(E)n el supuesto de incapacidad del paciente, o imposibilidad de brindar el consentimiento informado a causa de su estado físico o psíquico, el mismo podrá ser dado por las personas mencionadas en el artículo 21 de la Ley 24.193, con los requisitos y con el orden de prelación allí establecido.» La norma a la que se remite establece que, no habiendo manifestación expresa del difunto respecto a la donación de órganos, se requerirá a una serie de personas «testimonio sobre la última voluntad del causante». Primero, el cónyuge; luego, los hijos, los padres, los hermanos, etc. Así lo entendió la Procuración General, al dictaminar que
«… la norma viene a establecer un mecanismo para garantizar la vigencia efectiva del derecho a la libertad personal previsto en la
Constitución Nacional y en los instrumentos internacionales, y regulado por el artículo 2, inciso e, de la ley 26.529, modificada por la ley 26.742. Así, la norma deja la decisión sobre la aceptación yel rechazo de tratamientos médicos y biológicos en el paciente y, en el supuesto de que sea necesario reconstruir cuál es su voluntad, en su ámbito familiar, libre de intromisiones del Estado o de terceros. La ley entiende que los familiares son quienes están en mejor posición para saber cuál sería la voluntad del paciente. En efecto, ellos son quienes conocen sus preferencias y creencias, y con quienes es probable que él haya discutido acerca de estos temas y expresado sus opiniones al respecto.»
En la sentencia, la Corte considera que esta interpretación es objetable desde el punto de vista constitucional, porque estamos ante derechos personalísimos y «de ningún modo puede considerarse que el legislador haya transferido a las personas indicadas un poder incondicionado para disponer la suerte del paciente mayor de edad que se encuentra en un estado total y permanente de inconsciencia» (cons. 22). Dejando a todos pasmados con este cambio de paso (vid. por ejemplo, aquí), los jueces afirman que
«… no se trata de que las personas autorizadas por la ley -en el caso, las hermanas de M.A.D.-, decidan la cuestión relativa a la continuidad del tratamiento médico o de la provisión de soporte vital de su hermano en función de sus propios valores,’ principios o preferencias sino que, como resulta claro del texto del artículo 21 de la ley 24.193 al que remite el artículo 6° de la ley 26.529, ellas solo pueden testimoniar, bajo declaración jurada, en qué consiste la voluntad de aquel a este respecto. Los términos del artículo 21 de la ley son claros en cuanto a que, quienes pueden trasmitir el consentimiento informado del paciente no actúan a partir de sus convicciones propias sino dando testimonio de la voluntad de este. Es decir que no deciden ni «en el lugar» del paciente ni «por» el paciente sino comunicando su voluntad.» (cons. 22)
La secuencia de transcripciones, que va del texto de la ley a la interpretación de la Corte Suprema pasando por el dictamen de la Procuración General -que recoge lo que era la exégesis casi unánime-, no nos deja mentir. Donde la letra de la norma dice que el consentimiento informado «podrá ser dado» por los listados en la Ley de Trasplantes, la Corte Suprema lee que ellos solo pueden comunicar la voluntad del paciente. Esta interpretación no se basa en los debates parlamentarios, ni en ningún análisis sintáctico o lingüístico del artículo 6, sino en una lectura que «salva» así a la norma de la inconstitucionalidad. Al tratarse de derechos personalísimos, estos no pueden ser ejercidos por una persona distinta de su titular y, para la Corte, leer la norma en ese sentido sería condenarla al ostracismo institucional. Ahora bien, ¿admite la letra de la norma una lectura como la propiciada por la Corte Suprema? Creemos que no y consideramos que hay en este movimiento sigiloso una doble operación: una declaración de inconstitucional de la norma tal como está redactada y una interpretación conforme que la resucita. Al hacerlo, sin embargo, genera una serie de nuevos problemas.
Con una declaración jurada basta
El giro interpretativo de la Corte Suprema -con el cual concordamos en el argumento constitucional de fondo- la deja a ella misma con el pie cambiado y con la necesidad de improvisar. Ante un proceso orientado a discutir, en primer lugar, la aplicabilidad de la ley -discusión en la que, como vimos, no entra- y, en segundo lugar, la determinación de las condiciones fácticas que permiten que se produzca la abstención terapeútica, el Tribunal se enfrenta a una situación novedosa. Evidentemente, quiere acceder al pedido de las hermanas Diez pero la puerta principal la ha cerrado ella misma. Busca y busca hasta encontrar una pequeña apertura en el expediente: una declaración de Marcelo que reproducimos aquí (tomada de una nota de la Revista Anfibia)
«Sentados en el auto, esperaban que su madre regresara del negocio al que había entrado para hacer una compra. En aquel agosto de 1978, Marcelo tenía 14 años; Adriana, 13. Leían la revista Selecciones. La publicación estaba abierta en una página con una foto de Karen Ann Quinlan, una chica estadounidense de ojos claros, piel pálida y pelo castaño que, después de estar en estado vegetativo, había sido desconectada. La nota relataba su agonía y el debate sobre el derecho a morir. Treinta y seis años más tarde, Adriana recuerda cómo Marcelo la miró a los ojos. Sus palabras. —Si me pasa algo así, me dejás morir —le dijo. Ahora, sentada en la sala de reuniones de su oficina se le humedecen los ojos y las líneas de expresión se arrugan en un gesto de angustia. —Se lo debo. Él me lo pidió —dice.»
No tenemos certeza absoluta, ya que no hemos tenido acceso al expediente, pero esta sería la declaración que expresaría la voluntad de Marcelo Diez (así lo sostienen Gustavo Arballo, aquí, y Malena Rey, aquí) . Y lo hace, según la Corte Suprema, con carácter de declaración jurada (cons. 27). La sentencia no discute su valor, más allá de que se trataría de una declaración hecha a los 14 años, al pasar, y sin tener correlato en charlas o disquisiciones posteriores. Nuevamente, la validez está dada más por la falta de oposición y prueba en contrario que su valor intrínseco. Así, sostiene la sentencia que «en el sub examine no se ha alegado ni aportado elemento alguno ante esta instancia tendiente a sostener que la aplicación del sistema adoptado por el legislador pueda implicar, en este caso concreto, desconocer la voluntad de M.A.D. al respecto»(cons. 27). Una sentencia sólidamente argumentada, cuyo quicio está en la declaración de voluntad del paciente de no recibir alimentación e hidratación por vía enteral, debería al menos hacer referencia explícita al modo y momento en que ella se produjo. No lo hace y considero que es por pudor jurídico: hay cosas que no se pueden mostrar, serían un escándalo. Fundamentar un precedente como este en esa declaración significa borrar con el codo todo lo escrito con la mano respecto del valor de la autonomía personal. ¿Qué valor le damos a esa autonomía y al vida que con su ejercicio dispone si consideramos como determinante para decretar el final de una vida un comentario hecho, leyendo una revista, por un joven de 14 años?
[su_pullquote align=»right»]“En esa época yo también creía que podía conformarme con que mi hermano estuviera vivo. Me llevó más de diez años admitir que ese cuerpo que respiraba por sí mismo ya no era Marcelo” (Andrea Diez)[/su_pullquote]Pero hay más y no hay que ir muy lejos para buscarlo. Basta leer cualquiera de las notas periodísticas hechas a las hermanas de Marcelo Diez para darse cuenta de que su historia es una de descubrimiento personal, un proceso dolorosísimo por el cual fueron dejando de lado la esperanza y fue creciendo en ellas la convicción de que debía interrumpirse la alimentación e hidratación de su hermano. Legítimo, sin duda, como proceso personal. Pero, ¿era esa la voluntad de MAD? En esta nota de Infojus Noticias Adriana Diez afirma -y se repite en todos los reportajes a los que tuvimos acceso y también en el dictamen de la PGN- que «Marcelo no hubiera querido esto». En ese «hubiera» está la clave del asunto, la construcción de una decisión personal -de las hermanas- que se termina trasladando al hermano accidentado. No se expresa nunca un «Marcelo no quería» o » no quiso». El relato de estar viendo la revista Selecciones solo aparece en el escenario mucho después, vaya uno a conocer los vericuetos de la imaginación y de la memoria.La Corte Suprema, cuando enuncia los principios que deben guiar la declaración de los habilitados quiere evitar dos cosas: [su_pullquote]»Marcelo Diez no existe. El que está ahí no es mi hermano. Él se fue hace muchos años. Lo único que merece es pasar a un estado mejor» (Adriana Diez)[/su_pullquote] a) la reconstrucción de «la presunta voluntad del paciente teniendo en cuenta para ello los deseos expresados antes de caer en estado de inconsciencia como su personalidad, estilo de vida, sus valores y sus convicciones éticas, religiosas, filosóficos o culturales» (cons. 24) y b) los «meros sentimientos de compasión hacia el enfermo, el juicio que la persona designada por ley se forma sobre la calidad de vida del paciente». Pues muy bien, esas dos cosas (especialmente la segunda) son justamente lo que las hermanas Diez han expresado a lo largo de todo este proceso.Desentrañar la voluntad es sumamente complejo
La sentencia postula «la dignidad que le asiste (a Marcelo) por el simple hecho de ser humano» de la cual «se desprende el principio de inviolabilidad de las personas que proscribe tratarlo con base en consideraciones utilitarias». Ahora bien, ¿vive el resultado final del fallo de acuerdo a esas expectativas? ¿Se resguarda verdaderamente la voluntad de esa persona cuando se hacen tan pocos esfuerzos para indagar verdaderamente si esa decisión existió? Aquí es donde la sentencia, a nuestro criterio, pierde coherencia. Busca el atajo fácil y al hacerlo abre la caja de Pandora. Por eso suena tan discordante su arenga en contra de la judicialización. Lo decimos con convicción (y no con provocación): es imposible que este fallo no genere más judicialización. ¿O ustedes se imaginan a los médicos accediendo a peticiones como las presentes, en base a una declaración jurada de un vago recuerdo de juventud? ¿Qué protocolos se pueden hacer para casos como este, bajo los principios que aquí enuncia la Corte Suprema? Pero no nos quedemos solamente con estas preguntas. Me parece más sugestivo este ejercicio. Situémonos en el año 2007, tras 13 años de postración de Marcelo e imaginémonos que la ley actual está vigente y que los que deben «testimoniar» la voluntad de Marcelo deben ser los padres -con preeminencia sobre las hermanas-. Leamos este relato y preguntémonos si su testimonio hubiera sido el mismo que el de Adriana y Andrea:
«Marcelo Andrés Diez nació el 20 de agosto de 1964. Fue el primer hijo de Trude, repostera, y Andrés, dueño de una concesionaria de vehículos en Neuquén. Un año más tarde llegaría Adriana; tres después, Andrea. Los hermanos se criaron en una casa ubicada al norte de la ciudad de Neuquén, cerca de las bardas, barrancas características de la meseta patagónica. En la infancia jugaban a cazar lagartijas, bañarse en los canales del río Limay y tirarse calle abajo con carritos de rulemanes. Contador público, director de su propia concesionaria, Marcelo pescaba, esquiaba, hacía trekking y andaba en kayak. El fanatismo por los autos y las motos ocupaba otra porción de su vida. La pasión la había heredado de su padre, que solía llevarlos a él y a sus hermanas a las carreras de TC 2000. Andrés jamás perdió la costumbre de hablar de automovilismo con su hijo. Aun con Marcelo en estado vegetativo e instalado en la chacra, seguía comentándole los artículos que se publicaban en las revistas especializadas y le mostraba fotos de modelos nuevos. Había dejado de trabajar para dedicarse en forma exclusiva al cuidado de él. —Mi madre siempre decía que no quería que Marcelo se fuese antes que ella. Después de siete años con cáncer, falleció en 2003 —dice Adriana. Tras su muerte, las hermanas iniciaron una búsqueda de instituciones en Neuquén y lo internaron en el centro Luncec. Al padre lo trasladaron a una casa en la ciudad. Todos los días, de 8 de la mañana a 8 de la noche, Andrés visitaba a Marcelo, se sentaba junto a su cama, le limpiaba la cara con un pañuelo y le tomaba la mano. Esa rutina se repitió durante cinco años, hasta 2008, cuando tuvo un infarto y murió.»
La situación, a lo largo de los pasados 20 años, debe haber sido dolorosísima. No lo dudamos y por ello, lejos estamos de intentar juzgar a los actores. Nos movemos en el marco limitadisimo de los datos que la Corte Suprema provee en su fallo y aquellos otros disponibles en la esfera pública. Poco, muy poco, para penetrar en la profundidad de un drama. Pero son los disponibles para encuadrar jurídicamente una situación que el derecho debe reglar. Y en esa situación, no hay solamente una voz -la de Marcelo Diez-, como pretende la Corte Suprema al intentar resguardar la autonomía que protege el artículo 19 CN. Principalmente están las de sus hermanas, con sus visiones sobre los deseos de MAD, teñidos de su propia consideración sobre su estado actual como algo indigno de ser vivido. Y no están otras, como las de los médicos y personal hospitalario que lo han cuidado a Marcelo todo estos años, ni tampoco la de sus padres ya fallecidos. Por ello, la decisión de nuetro Máximo Tribunal -reducido, una vez más, a solamente tres firmas: Lorenzetti, Highton y Maqueda- que intenta «de ninguna manera avala(r) o permite(ir) establecer una discriminación entre vidas dignas e indignas de ser vividas ni tampoco admite(ir) que, con base en la severidad o, profundidad de una patología física o mental, se restrinja el ‘derecho a la vida» (cons. 25), resulta paradojal. La cosificación y visión utilitaria que el Tribunal busca evitar en lo teórico se cuela por su banalización en el análisis de la verdadera voluntad de Marcelo Diez, operación que dista de estar a la altura del derecho a la vida del que se está disponiendo.
Foto: askal bosch / Foter / CC BY-NC-ND
Excelente nota, Valentín, y muy buena cobertura por parte del blog (con Juan y con los diversos comentarios aportados por los lectores) de este fallo que da para seguir pensando. No tenía noción de los rumores que refiere Martín sobre la Corte y el supuesto manejo de información sobre el inminente fallecimiento de Diez. En fin, siempre se presta para este tipo de cosas. Ello al margen, coincido con tu crítica respecto de la liviandad del análisis del material probatorio respecto de la voluntad del desafortunado Marcelo Diez.
En definitiva es el debate que data desde hace mas de dos siglos, entre la concecpcion filosofica utilitarista de Bentham y el categorico moral de Kant.- Por de pronto la corte hizo una finta y tiro la pelota a la tribuna.
Si Dios todopoderoso hubiera querido que viviera, los Sres Jueces habrían decidido otra cosa, o el muchacho habría despertado mucho antes, o hubiera vivido sin asistencia, etc. Así debe ser entendida la ominipotencia del Sr. Fue la voluntad de Dios.
Muy valioso, sensible y esclarecedor. Gracias, Norberto Padilla.