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¡Las pasas o la vida! «Horne» y el estado regulatorio.

By julio 16, 2015agosto 15th, 20244 Comments

Detrás de cada caso judicial hay una historia cuyos personajes dan vida y color a las ocasionalmente algo asépticas sentencias con que nos obsequian los tribunales superiores. En algunos casos, se trata de historias heroicas -es difícil no ver así a los litigantes de algunos de los casos emblemáticos de la «revolución de los derechos civiles»-; en otros, de narrativas más bien tortuosas y poco edificantes -como, podría pensarse, ocurre en numerosos casos penales. Siempre, en última instancia, son de interés porque, por un lado, iluminan aspectos no siempre claros de las sentencias y, por otro, porque se trata de quienes «le ponen el cuerpo» a los casos que construyen nuestro derecho. Son quienes ponen en juego su vida, su libertad o su propiedad en cada instancia de adjudicación.

La historia que se esconde detrás de «Horne v. Department of Agriculture» es típicamente estadounidense y al gusto libertario: una pareja de agricultores californianos que, cansados de la sujeción al brazo largo y opresivo del estado regulatorio aparecido luego del New Deal, defienden su propiedad ante los tribunales, siendo reivindicados finalmente por la intervención de la Suprema Corte. El caso está lleno de vericuetos interesantes relacionados con la tutela constitucional de la propiedad, pero antes de avanzar en algunos de ellos, vale intentar resumir en qué consistía el «brazo largo» estatal y cuál fue el cuestionamiento constitucional central.

Una de las herramientas típicas utilizadas para paliar los efectos de la Gran Depresión fue el inflado artificial de precios mediantes el establecimiento de agencias que restringen la oferta de bienes de acuerdo con una determinación periódica de la oferta y la demanda esperables. En ese espíritu, la «Agricultural Marketing Agreement Act» de 1937 otorgó al Secretario de Agricultura la facultad de establecer y mantener las condiciones de un mercado ordenado para las commodities agrícolas. En el caso, se dictó la «Marketing Order» destinada a regular el mercado de las pasas producidas con uvas cultivadas en California. Esta directiva creó el Comité Administrativo de las Pasas (suena gracioso, pero no es tan original, recuérdese la Junta Nacional de Granos, la ídem de Carnes, etc.). El Comité se integra mayormente por representantes de los productores, pero también de otros sectores vinculados, designados por el Secretario. La «Marketing Order» establece un esquema que, muy sintéticamente, funciona de la siguiente manera: una parte de la producción de pasas puede ser vendido libremente por los productores o distribuidores (tonelaje libre), mientras que otra porción debe ser transferida en propiedad al Comité, para que este decida su destino de acuerdo a su criterio (tonelaje de reserva). Parte de estas pasas son donadas a obras de caridad, otra parte es destinada a programas de comedores escolares, otra es vendida en el exterior o en mercados no competitivos, entre otros destinos. Con su producido, el Comité realiza actividades de promoción de la industria, en particular en materia de exportaciones del producto, y subsidia la exportación de pasas. Si queda un remanente, lo distribuye entre los empacadores. Cada año, el Comité fija el porcentaje de la producción que debe ser reservado, empacado en bins especiales y puesto a su disposición. La finalidad del esquema es beneficiar a productores y distribuidores garantizando un precio interanual parejo y un mercado predecible. Supuestamente, también intenta beneficiar -por esas mismas razones- a los consumidores.

En los años 2002-2003, la porción que el Comité determinó como «tonelaje reservado» fue del 47%; en el año 2003-2004, del 30%. En uno de estos dos ciclos anuales, no hubo resto para repartir. En esos años precisamente, los Horne se negaron a entregar los porcentajes determinados y, al concurrir los camiones del gobierno a retirar lo que era suyo en virtud de la «Marketing Order», los Horne -en apropiado modo libertario- negaron la entrada a su predio. El Gobierno les aplicó una multa que ascendía aproximadamente a U$S700.000 y que comprendía el valor de mercado de las pasas retenidas y una multa de U$S200.000 por desobedecer la orden de entrega. Como gráficamente lo pusiera Scalia en la audiencia oral en «Horne I», la alternativa era las pasas o la vida (las pasas o la multa).

Cuando el Gobierno intentó cobrar aquellas sumas, los Horne se defendieron invocando que se trataba de una expropiación sin compensación en violación a la Quinta Enmienda y el caso quedó planteado. El caso, como decía antes, había generado una anterior intervención de la Corte en 2013, sobre una cuestión de jurisdicción que no profundizaré por razones de espacio. En 2015, y habiendo la Corte de Apelaciones del Noveno Circuito rechazado la defensa de los Horne (la inconstitucionalidad de la multa y la improcedencia de su cobro ante la falta de compensación), las cuestiones de fondo fueron objeto de tratamiento en la Suprema Corte.

Nótese que el esquema regulatorio no es particularmente original, ni desconocido por estos pagos. De hecho, es bastante similar al intento tucumano invalidado en «Hileret» y guarda también analogías con el esquema nacional convalidado en «Inchauspe». Se asemeja al primero en que aquí, como allá, los impugnantes reclamaban luego de haber operado en un mercado intervenido por la regulación atacada y, presumiblemente, habiéndose beneficiado de ello. Se asemeja al segundo en cuanto en ambos casos se crea una persona jurídica en la que los sujetos regulados tienen participación y que, eventualmente, puede distribuir utilidades entre ellos utilidades que el desarrollo de su misión pudiera generar. Pero vayamos, brevemente, a las cuestiones centrales en juego en la sentencia de la Corte estadounidense. Tres se destacan: los eventuales beneficios que pudieran haber obtenido los Horne debido al precio artificialmente inflado por el esquema cuya constitucionalidad se impugnaba, ¿juegan a la hora de considerar si hay o no una expropiación o lo hacen al momento de estimar la compensación debida? ¿El caso se asemeja más a un supuesto de invasión física de la propiedad o a una expropiación de tipo simplemente regulatorio? ¿Puede el Estado condicionar la autorización para participar de un mercado agrícola a la renuncia a las garantías constitucionales?

Aunque el desarrollo acabado de estos puntos excede largamente el objetivo de esta entrada de blog, vale realizar un somero repaso de la decisión de la Corte. Si bien el caso parece ser un ajustado 5-4 con el ala conservadora defendiendo los derechos de propiedad, lo cierto es que respecto de las cuestiones centrales, el caso es 8-1, con la solitaria (y, a mi juicio, equivocada) disidencia de Sotomayor.

La opinión mayoritaria fue escrita por el Chief Justice Roberts y suscripta por Scalia, Alito, Kennedy y Thomas -este último escribió una breve concurrencia para enfatizar que, dado que las pasas eran entregadas a particulares, no se cumplía tampoco el requisito de «uso público» de los bienes expropiados, de acuerdo con su interpretación restrictiva de ese concepto. Breyer escribió una concurrencia parcial, a la que adhirieron Ginsburg y Kagan.

Los ocho jueces concordaron en que, por un lado, la existencia de eventuales beneficios para los Horne no tenía incidencia alguna en la determinación de si la regulación era expropiatoria y, por otro lado, el hecho de que los propietarios mantuvieran un eventual interés en el resultado de las operaciones del Comité no eludía el deber categórico de pagar compensación. Ello, porque el caso suponía una invasión física de la propiedad de los Horne y no meramente una regulación de sus usos posibles que afectaba su valor. Además, estuvieron de acuerdo en que los eventuales beneficios que los Horne pudieran haber obtenido como consecuencia de la operación del esquema atacado solamente podían ser considerados como un tipo de compensación implícita o en especie, computable a los fines de determinar cuánto -si es que algo- se les debía, mas no alteraban en modo alguno el hecho de que existía una expropiación. También hubo acuerdo respecto de que el Estado no podía condicionar el ingreso al mercado de las pasas a que se renunciara a la garantía constitucional de la propiedad. En ese sentido, vender pasas en el mercado no es, para la mayoría de la Corte Roberts, un beneficio que el Estado concede, por más que pueda regular su funcionamiento.

El punto en que Breyer, Ginsburg y Kagan discrepan de la opinión de la mayoría es el relativo a si existe o no justa compensación en el caso. Estos jueces habrían mandado el caso «on remand» para que la Corte de Apelaciones determinara si los Horne si habían sido compensados, en especie o implícitamente, por la mera operación del esquema regulatorio. La mayoría entiende que eso es innecesario, puesto que el Gobierno ya determinó el valor de mercado de las pasas y ahora no puede desdecirse: se trata del monto de la multa. Además, arguyen, el Estado jamás siquiera insinuó que el esquema regulatorio le brindara beneficios a los Horne por el monto de la multa (punto sobre el que Breyer discrepa).

La disidencia de Sotomayor refleja la postura típica del liberalismo de izquierda norteamericano contemporáneo -al que Samuel Freeman llamara, elogiosamente, «high liberalism»: una concepción delgada de las libertades económicas y del derecho de propiedad y una gran confianza en el Estado regulador. A mi juicio, hay razones para cuestionar algunas de estas asunciones, pero no es el lugar para desarrollar estas ideas.

La discusión es bastante técnica, pero la idea no es aburrir a los generosos lectores de TSLC con detalles de la embarullada jurisprudencia estadounidense en materia de regulaciones expropiatorias. Baste una rápida mención de las posibilidades doctrinarias en juego.

Cuando el Estado invade físicamente la propiedad, de manera total y permanente («Loretto»), o priva al propietario de todos los usos económicamente viables de su propiedad («Lucas»), o impone condiciones inconstitucionales para conceder un beneficio («Nollan»/«Dollan»), se considera que hay una expropiación, sin necesidad de efectuar ningún análisis adicional, y procede la compensación. Son casos de expropiaciones regulatorias «per se» o categóricas. El resto de los casos se juzgan bajo un test de ponderación multifactorial que es relativamente benevolente con el Estado y restringe las posibilidades de procedencia de la indemnización («Penn Central»).

Sotomayor construye su disidencia sobre la base de una lectura estricta de «Loretto». A su juicio, la aplicación de este test exige que la regulación «destruya» todos los incidentes posibles de la propiedad. Si subsiste al menos uno, entonces debe aplicarse «Penn Central» (como los Horne no habían hecho ningún argumento bajo «Penn Central», el punto era abstracto). La disidencia entiende que el interés que los Horne tenían en una eventual distribución de utilidades de la actuación del Comité suponía la subsistencia de un derecho importante dentro del paquete de derechos comprendidos por la propiedad y, ergo, excluía la posibilidad de aplicar «Loretto». Fustiga a la mayoría por expandir indebidamente el precedente «Loretto». Esa expansión tendría el costo de generar un test inmanejable para las expropiaciones regulatorias (¿cuándo un interés retenido por el impugnante es suficientemente insignificante -en el caso, la expectativa de los Horne de recibir utilidades, por ejemplo- para generar una expropiación regulatoria per se?), destruyendo la claridad que tenía «Loretto».

«Esa confusión sería suficientemente problemática en cualquier contexto, pero es especialmente perniciosa en el área de los derechos de propiedad. Los propietarios deberían recibir reaseguros respecto de dónde están parados, y el Gobierno necesita saber cuán lejos puede ir sin infringir una regla categórica» (Sotomayor, J., disidencia, p. 11).

Creo que Sotomayor incurre en un error y que su argumento para criticar a la mayoría por su interpretación de «Loretto» corta para los dos lados. En mi opinión, el interés que los Horne tenían en percibir una distribución de utilidades no es un interés propio del derecho expropiado, sino una consecuencia del esquema regulatorio, que podría o no existir, y que solamente debe ser considerado a la hora de evaluar cuánta compensación se debe al expropiado. Si el Estado adquiere el título sobre las pasas, las recibe y dispone de ellas, no parece apropiado entender que no hay una ocupación física de estos productos, por más que exista la posibilidad eventual de recibir alguna suma de dinero. Por otro lado, si propietarios y Gobierno requieren, por igual, reglas claras para operar, la alternativa que propone Sotomayor (aplicar un test de ponderación caso por caso, cuyas múltiples dificultades han sido destacadas reiteradamente por la doctrina de aquel país) difícilmente sea superadora respecto de la posición mayoritaria en «Horne». Salvo, claro está, que la claridad resulte de la verificación empírica de que, bajo ese test, el Gobierno predeciblemente gana los planteos.

Sotomayor cierra con una pregunta retórica fuerte: ¿por qué la Corte admite la posibilidad de que prohibir la venta de ciertos ítems no constituya una expropiación que genere indemnización mientras que el deber de entregar parte de la producción a un organismo estatal, con la expectativa de recibir algo, sí lo es? ¿Por qué alguien preferiría esa opción? Además, señala que los productores -cuyos representantes constituyen la mayoría del Comité- pueden, si lo desean, deshacerse del «tonelaje de reserva».

Roberts tiene una respuesta para la primera pregunta: la Constitución se preocupa no solamente de los fines del Gobierno, sino también de los medios para perseguir aquellos fines. Que un fin pueda ser perseguido por un medio y no por otro, nada dice respecto de la corrección de invalidar uno de ellos. La otra pregunta, que la Corte no se formula, tiene que ver con los efectos distributivos de este tipo de arreglos. No faltan las opiniones que afirman que este esquema beneficia a los grandes distribuidores -aquellos que tienen más posibilidades de ser representados en el esquema administrativo en cuestión- y perjudica a los pequeños y medianos productores y distribuidores. A juzgar por el amicus curiae presentado por Sun-Maid Growers of California (empresa que en 2009 controlaba la mayor porción del mercado de pasas empaquetadas para consumo), en defensa del esquema, es posible que esto tenga algún asidero.

David venció a Goliat en el caso. Si esto es la redención de las libertades prometidas por la constitución estadounidense o el desmantelamiento, sin prisa pero sin pausa, de algunas notas centrales del Estado administrativo que naciera con el New Deal, es una cuestión compleja y cuya respuesta, en última instancia, depende de dónde uno esté parado en materia de filosofía constitucional.

 

 

 

Foto: lavidalucida.com

4 Comentarios

  • Hernán dice:

    Perdón que me meta. Sin ser especialista en los precedentes de la Corte de EUA y sólo en mi carácter de lector aficionado, entiendo que el self restraint de Roberts es relativo. Citizens United y la forma en que preparó el terreno para una decisión maximalista que volteara los límites de gastos de las corporaciones en las campañas no parecen propios de un discípulo de Holmes -cuya disidencia de Lochner cita varias veces en Obergefell- o Frankfurter (es buenísima esta nota que cuenta los entretelones: http://www.newyorker.com/magazine/2012/05/21/money-unlimited). Casi ningún juez, acá o en EUA, está exento de voluntarismo. Además, hoy por hoy la división partidaria/ideológica en la SCTOUS es mucho más tajante que en la época de Warren. Los conservadores defienden la agenda conservadora y difícilmente acompañen a los liberales en los temas que a ellos les importan. En todo caso, hay excepciones que confirman la regla y que cada vez son más raras: Roberts en los casos de la ACA o Kennedy en Obergefell o en algunos temas de aborto. Pero en general, cada juez parece responder a su propia ideología, que suele estar en sintonía con el presidente que los nombró, y para esto van acomodando posiciones según el caso. Por nombrar uno muy conocido: los conservadores usaron la equal protection clause pasando por arriba de la interpretación de la ley electoral local del tribunal estadual para darle por ganada la elección a Bush pero no para juzgar sobre el derecho al matrimonio de las personas del mismo sexo, tema que según ellos debería ser decidido por las legislaturas de cada estado .
    Capaz me equivoco pero mi sensación es que las teorías de la adjudicación tienen peso relativo en la cabeza de la mayoría de los jueces. Y a eso suma en que en EUA hoy por hoy, al menos en los casos importantes, la división partidaria es clara. Antes no pasaba eso o pasaba menos, Brennan, Warren y Blackmun fueron nombrados por republicanos y luego pasaron a la historia como paladines del activismo liberal. Y aun así creo que eran activistas porque ese camino les permitía llegar a los resultados que deseaban. Brennan decía que su interpretación constitucional tiene en miras la dignidad humana, postura en la cual leí que tuvo influencia la encíclica Rerum Novarum. A Warren le importaba que la decisión fuera justa más allá de las sutilezas jurídicas.
    De todos modos, prefiero que haya algún patrón más o menos definido para decidir, aunque sea puramente ideológico, que el cualunquismo que muchas veces vemos por acá.

    • SebaE dice:

      Hola Hernán, muchas gracias por tus comentarios y por la muy interesante nota de Jeffrey Toobin sobre «Citizens United». Nada de pedir disculpas por «meterte», ya que para eso está el blog. Bienvenidas las intervenciones de los lectores. Además, tus comentarios tocan varios puntos de discusión sumamente complejos e interesantes.
      Van algunos pensamientos sueltos que se me ocurren al leer tus líneas.
      1) Es cierto que los jueces de la actual SCOTUS, a pesar de tener filosofías judiciales más o menos definidas, suelen saltar del minimalismo y la deferencia al maximalismo y el activismo judicial, y Roberts no es la excepción. A pesar de ello, creo que es una cultura jurídica más robusta, donde hay menos margen para la manipulación (aunque, indudablemente, lo hay, como bien señalás con algunos de tus ejemplos). Dudaría, sin embargo, en calificar a Roberts como un discípulo de Holmes o Frankfurter (un «New Dealer»-«progressive» furioso para quien la deferencia llegaba a bordear la abdicación judicial -en contra de la tradición estadounidense de la constitución como norma jurídica operativa-, como muestra su disidencia en «West Virginia v. Barnette»). Sin ir más lejos, porque dudo que Roberts sea un escéptico moral como lo era Holmes. Sí guarda una vinculación, digamos, a nivel de filosofía judicial, que es fruto del movimiento «progressive», el «New Deal» y la Corte Warren y que por distintas razones y alternativamente herederaron varias generaciones de juristas tanto conservadores como liberales, y es la idea del rol judicial acotado. Como bien decís, no es consistente en abrazar esa postura, como casi ningún juez lo ha sido (Holmes, sin ir más lejos, inventó los «regulatory takings» observando que la regulación «goes too far», sin que el texto de la 5ta Enmienda conte).
      2) Me parece que el recurso de Roberts a la disidencia de Holmes en «Lochner» tiene que ver con su carácter canónico. Intenta mojarle la oreja a la mayoría, mostrando cómo el fallo que unánimemente reconocerían como ejemplo de ejercicio inapropiado de la función judicial (posiblemente Kennedy no lo crea así, pero no puede admitirlo, justamente por el estatus anticanónico de «Lochner») describe de forma adecuada el tipo de razonamiento que utiliza en ese caso puntual la mayoría. En todo caso, creo que aquella disidencia es más una buena pieza literaria que una buena pieza jurídica. Como ha mostrado un reciente revisionismo histórico, inclusive a través del trabajo de académicos liberales (Bruce Ackerman es un ejemplo), «Lochner» no era particularmente descabellado en el contexto jurídico de la época. Esto no significa que haya sido correctamente decidido, pero sí que la disidencia que se toma en serio el derecho estadounidense, como existía en ese momento, es la de John Marshall Harlan, no la de Holmes (que vino a significar una suerte de credo «progressive» por la idea de que la Constitución deja un grandísimo campo de experimentación a las mayorías ocasionales). Por lo demás, si había un juez en esa corte que abrazaba el darwinismo social, parece haber sido Holmes, notoriamente hostil hacia los derechos individuales, salvo en algunos temas concretos (como los casos tardíos de libertad de expresión a los que se refiere el post de Martín Oyhanarte, «Impeach Holmes!»).
      3) Es cierto que la Corte Warren (y también, en cierta medida, la Corte Burger) no tuvieron una división ideológica tan clara. Aunque los factores en juego son múltiples, se me ocurre que hay dos o tres que vale mencionar. El primero, es que los presidentes ocasionalmente (y por razones políticas) nombraban juristas que no eran de su riñón o ni siquiera cercanos ideológicamente (Eisenhower con Brennan, por ejemplo), y que algunos designados afines al presidente que los designó fueron mutando sus posiciones (Blackmun y más cerca, Stevens, Souter y hasta Sandra Day O’Connor, en cierta medida). El segundo es el contexto político en que operaron esas cortes y el tipo de casos que tomaban. Pienso en la revolución de los derechos civiles, factor ineludible para entender el período. Los jueces de la Corte, más allá de sus afinidades ideológico-partidarias, reflejaban los valores de la élite legal de los EEUU, no necesariamente los del votante republicano o demócrata. En ese contexto, y por más conservadores que pudieran haber sido los orígenes de algunos de los jueces, es difícil pensar que pudiera haber habido grandes disidencias al momento de fallar lo que eran, básicamente, casos en los que se desmontaba, de a poco, un sistema profundamente inmoral e injusto y, a la luz de la comprensión de la época de algunos conceptos constitutionales (a la Dworkin), también claramente inconstitucional. En difícil imaginar que, para un jurista relativamente sofisticado (o para un político ídem), la «igual protección de las leyes» no fuera entendida como garantizando, al menos, la igualdad formal en el trato racial. O que el «debido proceso de ley» no comprendiera el derecho a un abogado, incluso si no se lo puede pagar. Contra ese background, es más fácil encontrar consensos que trascienden las simpatías políticas y filosóficas de los jueces. Los casos importantes de esa época eran, en algun sentido, de los casos importantes de esta época. Es cierto también, como señalás, que la Corte Warren estaba más preocupada por los resultados sustantivos que por la calidad de sus argumentos o el ajuste doctrinario de sus fallos. En la época, es comprensible por qué, si bien eso tiene sus inconvenientes también.
      4) Una lectura caritativa (menos CLS, digamos) del recurso variable de los jueces a distintas modalidades argumentativas (lo que, a primera vista, puede parecer simple manipulación) podría ser el siguiente: distintos modos de argumentación promueven distintos valores constitucionales, los que frecuentemente están en tensión (flexibilidad para adaptarse a las variadas crisis de los asuntos humanos vs. restricción a los poderes del gobierno, por ejemplo) y la decisión por uno u otro modo de argumentación pasa, en parte, por las distintas percepciones respecto de cuál de los valores constitucionales en juego es dominante en un caso (o tema) u otro.
      Perdón por la perorata, pero tus comentarios realmente abren un campo de conversación muy interesante. Muchas gracias de nuevo por la lectura y la intervención. Saludos.

  • SebaE dice:

    Hola Martín, muchas gracias por tus palabras. Supongo que Roberts respondería a esas críticas en línea con lo que vos sugerís: «Lochner» es muy distinto de la jurisprudencia en materia de takings porque esta última, a diferencia de aquél y su progenie, tiene una adecuada base textual que, en consecuencia, evita la discrecionalidad judicial ilimitada (vale anticipar la crítica de que los takings regulatorios nacen con Holmes y «Penn Coal»). Roberts pertenece a esa camada de juristas conservadores que, como un punto de teoría política, ve con muy buenos ojos la defensa de la propiedad privada, pero como cuestión de teoría de la adjudicación, abraza -al menos formalmente- una visión acotada del rol judicial y al «judicial restraint» como una virtud. Ergo, el vicio de «Lochner» no fue haber protegido derechos económicos, sino haber adoptado una teoría equivocada de la Constitución (el «substantive due process») que es incapaz de contener la discrecionalidad judicial; el problema de «Lochner» es la protección de derechos no enumerados. Para esa visión, tiene mucho sentido citar «Lochner» para demonizar lo que es esencialmente una decisión de debido proceso sustantivo («Obergefell» y la saga previa -con «Lawrence» y «Windsor»-), pero no sentir incomodidad alguna en proteger fuertemente los derechos económicos bajo la Quinta Enmienda.
    Por otro lado, quizás en algún momento «Lochner» salga de lugar de honor que hoy tiene en el anticanon jurisprudencial. Creo que Colby y Smith tienen razón cuando señalan que nos acercamos al momento en que la teoría constitucional conservadora está lista para abrazar la protección de derechos no enumerados (y los económicos en especial) nuevamente. No lo harán Scalia ni, probablemente, Roberts. Pero los conservadores contemporáneos son básicamente libertarios preocupados por la defensa de los derechos, no conservadores obsesionados con la autorrestricción judicial (Barnett es un buen ejemplo). Y los liberales de izquierda probablemente vuelvan a criticar el activismo judicial. El problema que tendrán con esa posición (como lo tuvieron con la jurisprudencia de debido proceso sustantivo de las Cortes Warren y Burger) es que lo único que ven mal en «Lochner» es que protege el tipo equivocado de derecho. Pero es claro que «Obergefell» y toda la saga de privacidad, autonomía, etc., no son más que «Lochner» aplicado a otros derechos. Pero, como se dijo en «Lynch v. Household Finance Corp» (1972), la propiedad es un «derecho civil básico». En fin, un súper tema para seguir pensando y discutiendo.

  • SebaE dice:

    Muchas gracias por tu comentario y observación, Lucas. No sé con precisión cuántos programas similares el que estaba en juego en «Horne» quedan en vigencia y no parece ser una información que la gente maneje, porque en la audiencia oral sobre la cuestión de fondo, Roberts le pregunta a Kneedler (el deputy solicitor general que presentaba el caso por los EEUU) cuántas «marketing orders» hay, dijo no recordarlo con precisión, que serían «scores of them» y pidió aportar la info en una carta posterior. Al parecer, hay siete programas más (en el ámbito de la agricultura) que utilizan el mismo principio considerado expropiatorio en «Horne»: almendras, dátiles, orejones de ciruelas -todos californianos- y aceite de menta y guinda producidos en siete estados (eso dice Lyle Denniston acá: http://www.scotusblog.com/2015/06/opinion-analysis-is-the-new-deal-in-new-trouble/).
    En cuanto al segundo punto, creo que tenés toda la razón. De hecho, en las audiencias orales algunos jueces se refirieron al plan como una idea posiblemente tonta y anacrónica (hasta Sotomayor lo concede, potencialmente, en su disidencia) y alguno enfatizo que no entendía cómo el abogado del gobierno podía insistir en intentar convencer a los jueces que los votantes desearíanque el dinero de sus impuestos se destine a financiar un programa por cual, como consumidores, se verán forzados a pagar un precio más alto por las pasas (y otros productos). El abogado de los Horne enfatizó que el esquema únicamente beneficia a las grandes firmas exportadoras. En todos lados se cuecen habas…

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