El Papa Francisco ha publicado recientemente la Carta Encíclica Laudato Si sobre el cuidado de la casa común. «Frente al deterioro ambiental global, quiero dirigirme a cada persona que habita este planeta», son las palabras del Jefe de la Iglesia Católica, que se reconoce vocero de una preocupación que comenzó hace más de 50 años y que fue advertida por numerosos pontífices. El discurso busca denunciar los pecados contra la creación pero con un estilo que apela al atractivo de la naturaleza. «Si nos acercamos a la naturaleza y al ambiente sin esta apertura al estupor y a la maravilla, si ya no hablamos el lenguaje de la fraternidad y de la belleza en nuestra relación con el mundo, nuestras actitudes serán las del dominador, del consumidor o del mero explotador de recursos, incapaz de poner un límite a sus intereses inmediatos. En cambio, si nos sentimos íntimamente unidos a todo lo que existe, la sobriedad y el cuidado brotarán de modo espontáneo.» La encíclica, un vehemente exhorto a proteger la casa común, se ocupa de los actores principales y de todos los pequeños habitantes. Es que «las actitudes que obstruyen los caminos de solución, aun entre los creyentes, van de la negación del problema a la indiferencia, la resignación cómoda o la confianza ciega en las soluciones técnicas. Necesitamos una solidaridad universal nueva.».
La encíclica se estructura describiendo un estado de situación (capítulo I), relatando un evangelio de la creación (capítulo II) y enfatizando el rol del hombre y su responsabilidad (capítulo III). Desde el inicio, se nos sugiere que tratemos de abordar la encíclica tratando de sentir como propios los sufrimientos de la tierra. («…tomar dolorosa conciencia, atrevernos a convertir en sufrimiento personal lo que le pasa al mundo, y así reconocer cuál es la contribución que cada uno puede aportar.»). Los capítulos IV y V se reservan para trazar el camino, el cuarto mostrando los contornos de una ecología integral y el quinto prescribiendo acciones.
La encíclica fue inmediatamente celebrada por el presidente de la Corte Suprema de Justicia, Ricardo Lorenzetti. Su prédica ecológica no es novedosa, aunque pueda discutirse su verdadero compromiso. Que se la va a hacer, la materia es propensa a las especulaciones. Invita a realizar adhesiones discursivas inmediatas, pero al mismo tiempo nos condena a cargas pesadas para no traicionar con nuestros hechos y omisiones, los discursos celebrados. Los resultados, por lo demás, tienden a ser esquivos y de largo plazo. En materia ambiental del dicho al hecho hay un largo camino y el fallo Mendoza no es un carnet de vitalicio al club ambientalista. En conclusión, Lorenzetti no puede enojarse por que leamos con cuidado sus discursos ambientalistas, aún cuando celebremos que decida comprometerse con la prédica de la encíclica, proporcionando a la ciudadanía un estándar para que se lo juzgue en el futuro.
La favorable acogida que le brindó nuestro presidente de la Corte es inversamente proporcional a la crítica que le propinó Nick Butler desde el Financial Times (The Pope’s message misses the point). Para el autor, que no leyó la encíclica con la actitud solicitada por el Pontífice, el Papa comete un grosero error metodológico al asumir un tono anti-científico para resolver los problemas medioambientales y descansar mayormente en exhortaciones al comportamiento. Su descontento no se apaga con frases de la encíclica que han reconocido que «… la tecnología ha remediado innumerables males que dañaban y limitaban al ser humano.» y que «… no podemos dejar de valorar y de agradecer el progreso técnico, especialmente en la medicina, la ingeniería y las comunicaciones. ¿Y cómo no reconocer todos los esfuerzos de muchos científicos y técnicos, que han aportado alternativas para un desarrollo sostenible?». No señor, el descontento de Butler se concentra en el gran «pero» que el Papa se reservó para los límites de la tecnología y nuestros abusos. La objeción fundamental del autor británico refiere a estos párrafos de la encíclica:
«El problema fundamental es otro más profundo todavía: el modo como la humanidad de hecho ha asumido la tecnología y su desarrollo junto con un paradigma homogéneo y unidimensional. En él se destaca un concepto del sujeto que progresivamente, en el proceso lógico-racional, abarca y así posee el objeto que se halla afuera. Ese sujeto se despliega en el establecimiento del método científico con su experimentación, que ya es explícitamente técnica de posesión, dominio y transformación. Es como si el sujeto se hallara frente a lo informe totalmente disponible para su manipulación. La intervención humana en la naturaleza siempre ha acontecido, pero durante mucho tiempo tuvo la característica de acompañar, de plegarse a las posibilidades que ofrecen las cosas mismas. Se trataba de recibir lo que la realidad natural de suyo permite, como tendiendo la mano. En cambio ahora lo que interesa es extraer todo lo posible de las cosas por la imposición de la mano humana, que tiende a ignorar u olvidar la realidad misma de lo que tiene delante. Por eso, el ser humano y las cosas han dejado de tenderse amigablemente la mano para pasar a estar enfrentados. De aquí se pasa fácilmente a la idea de un crecimiento infinito o ilimitado, que ha entusiasmado tanto a economistas, financistas y tecnólogos. Supone la mentira de la disponibilidad infinita de los bienes del planeta, que lleva a «estrujarlo» hasta el límite y más allá del límite. Es el presupuesto falso de que «existe una cantidad ilimitada de energía y de recursos utilizables, que su regeneración inmediata es posible y que los efectos negativos de las manipulaciones de la naturaleza pueden ser fácilmente absorbidos».
Podemos decir entonces que, en el origen de muchas dificultades del mundo actual, está ante todo la tendencia, no siempre consciente, a constituir la metodología y los objetivos de la tecnociencia en un paradigma de comprensión que condiciona la vida de las personas y el funcionamiento de la sociedad. Los efectos de la aplicación de este molde a toda la realidad, humana y social, se constatan en la degradación del ambiente, pero este es solamente un signo del reduccionismo que afecta a la vida humana y a la sociedad en todas sus dimensiones. Hay que reconocer que los objetos producto de la técnica no son neutros, porque crean un entramado que termina condicionando los estilos de vida y orientan las posibilidades sociales en la línea de los intereses de determinados grupos de poder. Ciertas elecciones, que parecen puramente instrumentales, en realidad son elecciones acerca de la vida social que se quiere desarrollar.»
Leyendo estas líneas, la crítica de Butler suena un tanto exagerada. El Papá estaría criticando un cientificismo amoral o con orejeras, ultra confiado en sus capacidades. Lo hace desde el lugar institucional que se espera y con el lenguaje que acostumbra. También, nobleza obliga, la crítica de Butler en el Financial Times era de esperar. Probablemente se alimente además de que no es católico, y de que considera fuera de lugar que un pontífice opine en un área que le queda técnicamente grande, incorporando además innumerables críticas contra el mundo desarrollado, las finanzas, las corporaciones y el consumismo.
Ambos han escrito desde sus atriles con su manera de interpretar la realidad y a sus propios públicos. Con la misma lógica, lo expuesto por Lorenzetti también podía esperarse. Las palabras de un Papa argentino y sobre una materia que suscita inmediatos «likes», son una buena oportunidad para elevar la imagen del adherente. Se trata de un tema importante que indudablemente está en nuestras agendas por lo cual aquí aprovecho para captar vuestra atención y dirigirla, si les interesa la temática, a las enseñanzas del profesor Dieter Helm y su prédica para tomar seriamente nuestro capital natural. A mi, más que las palabras del Papa, la respuesta de Butler o la intervención de Lorenzetti, me seducen las palabras y agudas ideas del profesor de Oxford.