La historia de la declaración de inconstitucionalidad de oficio ha sido reseñada por muchos autores, que se han concentrado en la legitimidad (o no) de su admisión por parte de los jueces. Así, muchas y muy sesudas hojas se han llenado de argumentos sobre la pertinencia de este remedio. Si la Constitución Nacional es toda ella de orden público, si la garantía de defensa de las partes requiere que ellas puedan argumentar, si el derecho a pedir la inconstitucionalidad es renunciable y, por tanto, una vez renunciado no puede ser resucitado por el juez, si los jueces adquirirían excesivo poder si la jurisdicción no necesitara ser puesta en acción por las partes, son todas atendibles razones de uno y otro lado. Esta desordenada enumeración le hace un flaco favor al rigor argumental pero nos pone de frente a la seriedad de los valores que están en juego y la dedicación con la que la doctrina constitucional ha ido argumentando sobre el tema. Tal discusión pareció tener un punto final, al menos con la anterior composición de la Corte Suprema, en el caso Rodríguez Pereyra (2012, vid post. aquí) en el que se incorporó de pleno la inconstitucionalidad de oficio, como una derivación directa del Control de Convencionalidad adoptado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos. La gravedad y circunspección de la discusión sobre la admisibilidad de la declaración de la inconstitucionalidad de oficio contrasta, sin embargo, con la extrema levedad con la que la Corte la ha empleado recientemente en el caso Gerez.
Obviamos, entonces, la discusión sobre la legitimidad de origen de la declaración de oficio. La damos por buena, a los efectos de la otra discusión que queremos emprender. Nos concentraremos en la legitimidad de ejercicio, ello es, concedida la potestad, nos preguntaremos cómo ella es utilizada por la Corte Suprema. Desde el vamos digamos que la tarea a emprender es complicada. Como lo ha expresado brillantemente Gabriel Mihura Estrada en este post, la situación de los ex-combatientes de Malvinas es un embrollo difícil de entender y la Corte Suprema, con sus quiebres y requiebres, contribuye poco a clarificarlo. Amago por aquí, voy luego por allá, hago un gesto en un sentido, una palabra en el otro, y los tribunales inferiores intentan moverse acompasadamente. No hay caso, algunos caen como Boateng ante Messi. La argumentación está lejos de ser cartesiana y, al analizar la aplicación de la prolija teoría de la inconstitucionalidad de oficio, pasamos de los principios claros y distintos al barro de la realidad del expediente judicial. En este contexto de incertezas, intentaremos reflexionar sobre tres aspectos de la aplicación de la inconstitucionalidad de oficio por parte de la Corte Suprema: la oportunidad en que lo hace, la necesidad de que utilice este instrumento y la justificación que esboza. Todos ellos, lo adelantamos, encierran una complejidad que la Corte Suprema en su sentencia sobrevuela, etérea, minimizando la gravedad institucional de la decisión que toma.
Oportunamente opinamos…
Comencemos, pues, por la oportunidad y digamos que, desde el inicio, la actuación cortesana se desarrolló en los márgenes. Efectivamente, la Corte declaró en Gerez I (2010) la arbitrariedad de la sentencia de la Cámara salteña, haciendo una excepción ya que el recurso por arbitrariedad no había sido concedido (sí el referente a la interpretación de la ley 23484) y el actor no había interpuesto la respectiva queja (vid. ap. II del dictamen PGN del año 2008,). En esa primera sentencia, la Corte entendió que el problema legal estaba en la interpretación de la Ley aplicable y en determinar si Tierra del Fuego -lugar en el que Gerez había pasado los últimos días del conflicto bélico- integraba o no el TOAS -Teatro de Operaciones del Atlántico Sur- (para entender las circunstancias fácticas y legales del caso, vid aquí). O sea, los cañones de la Corte apuntaban a la actividad subsuntiva de la Cámara y a la falta de justificación de su aseveración de que la isla no entraba dentro del límite que fijaba la legislación para el otorgamiento de la pensión. Repetidas veces califica la decision de la Cámara como dogmática y le sugiere, como sólo la Corte puede hacerlo, que razone correctamente, lo que en una lectura sagaz quiere decir «que haga alguna acrobacia e incluya el caso dentro de los márgenes legales». La Cámara se resiste a este ejercicio pero, forzada a dictar una nueva sentencia, elige llegar al mismo lugar que la Corte le propone pero por otro camino: seguir la sentencia del STJ de Córdoba en el caso Arfinetti.
Esta maniobra, como bien señala Gabriel, es criticable pero resulta entendible en el juego dialéctico entre las instancias judiciales: te mando a dibujar un círculo cuadrado, no quiero hacerlo pero tampoco quiero declarar la inconstitucionalidad de la norma, así que me apoyo en un fallo que hace algo parecido (la distinción entre lo que es o no es un ex-combatiente sobre las mismas bases pero en referencia a otro régimen legal, el de la ley 24652). El resultado es el mismo: concederle la pensión a Gerez. Una de las primeras cosas que llama la atención cuando una lee el caso Gerez del pasado 19 de mayo de 2015 es la ausencia del típico formato de segunda sentencia de la Corte Suprema. ¿Qué denominamos «segunda sentencia»? Son aquellos casos en los que la CS entiende en un caso en el que ya intervino a través de una sentencia en la que declaraba arbitraria una sentencia de un tribunal inferior y, una vez dictada la nueva sentencia, vuelve para su control. La estructura lógica que plantea Gerez II no permite la comparación con el modelo de Gerez I, porque la línea de razonamiento allí asentada no apuntaba a la inconstitucionalidad de la norma sino meramente a la inclusión del caso en los límites legales. Ahora, la Corte Suprema debe hacer lo que quería que hiciera la Cámara salteña y se da cuenta de que no puede. ¿Solución? Si el caso no entra en la norma, hay que cambiar la norma. ¿Cómo? Declarándola inconstitucional. ¿Problema? Debería serlo el que no haya peticiónde parte para hacerlo, pero el Tribunal lo hace de oficio, aplicando la doctrina Rodríguez Pereyra.
Este farragoso relato, en el que como en una película de espías se pueden haber perdido si por un segundo distrajeron la atención, nos permite hacernos algunas preguntas sobre la inconstitucionalid de oficio. Si la Corte falla por primera vez en un caso y no dice nada sobre la inconstitucionalidad, ¿significa esto que la ley es constitucional? Formalmente sabemos que no, porque yo puedo considerar que una sentencia es arbitraria, declararla así y no pronunciarme ni adelantar opinión sobre el fondo. En la práctica, sin embargo, sabemos que esto no funciona así: cuando la CS decreta una arbitrariedad, adelanta -más o menos explícitamente- una línea de razonamiento que, luego, se encarga de hacer cumplir (cf. este ejemplo). Si bien no es enteramente autoritativa en los papeles, en la práctica lo termina siendo. Si esto fuera así, ¿debe la Corte Suprema decretar la inconstitucionalidad en la primera ocasión en la que toma contacto con un caso en que la misma pueda ser decretada? O, ¿puede dejar que lo haga el tribunal inferior, cuando se le remita la causa para dictar la nueva sentencia? Se nos ocurren dos posturas contrapuestas: a) como la declaración de inconstitucionalidad es la última ratio del sistema, debe recorrerse el espinel judicial y evaluar todas las alternativas posibles antes de declararla, lo cual incluye nuevas interpretaciones por parte de los tribunales actuantes; o b) por el deber de brindar certeza al ordenamiento jurídico, ante la posibilidad cierta de que una norma sea inconstitucional esa debe ser la primera tarea que asuma el tribunal.
Si estuviéramos por la primera opción y la Corte Suprema -justamente por la debida deferencia hacia la constitucionalidad de la norma- se abstuviera de declararla antes de reenviar la cuestión a los tribunales competentes, el Tribunal debería dejar claro que el planteamiento existe. No puede pasar como en este caso que la primera intervención va en un determinado sentido -no dirigida a discutir la constitucionalidad de la norma- y, en una segunda intervención, sorpresivamente, esa cuestión aparece y la inconstitucionalidad es declarada de oficio. Esta opción, sin embargo, nos parece disvaliosa. Si bien hace gala y refuerza una de las carácterísticas de nuestro control de constitucionalidad, ello es, su carácter difuso, genera excesiva incertidumbre en el ordenamiento jurídico. Cuesta mucho que una causa llegue a los estrados de la Corte Suprema y que ella le dedique una sentencia de fondo. Esa oportunidad hay que aprovecharla porque entre la media palabra de la Corte en Gerez I y la definitiva en Gerez II mediaron 5 años, tiempo durante el cual los restantes tribunales del país debieron acomodarse y conjeturar sobre la solución correcta. Ello es un costo enorme en términos de dos principios a veces en tensión: justicia y seguridad jurídica. ¿Qué pasa con los ex-combatientes cuyos casos están en juzgados que leen la sentencia cortesana en clave de deferencia legislativa? ¿Y con la otra mitad? ¿La cuestión será un tembladeral hasta que vuelva a llevar a la Corte? Si (y este «si» -repetimos- tiene mucho de opinable, todavía hoy) vamos a tomarnos la declararación de inconstitucionalidad de oficio en serio, la Corte Suprema debe encararla en el primer contacto sustantivo con el caso a resolver. Podríamos decir, un poco paradojalmente, que como es la ultima ratio, debe ser la primera tarea en la cronología decisional.
De necesidad y conveniencia, con apéndice justificatorio
Es probable que la problemática que acabamos de tocar no sea la más repetida en la jurisprudencia cortesana. Hay muchos casos que vuelven, pero muchísimos más que solamente una vez besan las playas de Talcahuano 550. En estos casos, el planteamiento central no será el de la oportunidad -pues va ser sólo una- sino el de la necesidad. ¿Cómo evaluar la necesidad de la declaración de inconstitucionalidad de oficio? ¿Cómo establecer su alcance? La respuesta va a estar, centralmente, en lo que la Corte Suprema argumente para la declaración, en las vías alternativas que explore y en las razones que dé para descartarlas. Si nos tomamos en serio lo que el mismo Tribunal ha dicho muchas veces acerca de que la declaración de inconstitucionalidad de una disposición legal «es un acto de suma gravedad institucional que debe ser considerado como última ratio del orden jurídico, a la que sólo cabe acudir cuando no existe otro modo de salvaguardar algún derecho o garantía amparado por la CN», la exigencia de motivación parece justificada. El caso de Gerez dista de ser único: hay muchos reclamos en el mismo sentido y la decisión en la primera sentencia fue -a pesar de su relativa ambigüedad- una divisoria de aguas. Por ello, es necesario recordar -como lo hace el dictamen de Laura Monti en la causa Arfinetti (la misma que tomó como antecedente la Cámara de Salta y que está a decisión de la CS- que la ley 24892 es parte de una política legislativa más amplia, que se funda -toda ella- en la distinción por ámbito temporal, geográfico y de actividad bélica. Ello es, no es una norma aislada, sino que conforma un modelo que rige todo un cuerpo de legislación. Por supuesto, más allá de la debida deferencia al criterio del legislador para establecer las distintas categorías, ello no significa que el control de constitucionalidad no deba hacerse sino que debe realizarse con razones de peso, argumentos fuertes y razones explícitas.
La Corte Suprema dice que «el condicionamiento geográfico puede resultar caprichoso e irrazonable, a la luz de las circunstancias de hecho adelantadas en el considerando 2° de este pronunciamiento». Ante el límite que pone la ley respecto al ámbito geográfico (TOM y TOAS) y de actividad bélica (haber entrado efectivamente en combate, en el caso del TOAS), el Tribunal entiende que Gerez, en pocas palabras, hizo méritos suficientes para recibir la pensión al «ser transportado en una aeronave de la Armada Argentina cargada con munición de guerra y prest(ar) servicios en la torre de control aéreo al desempeñarse como contralor «de los aviones que iban a atacar a través de radares y equipos de comunicaciones». Sin querer extenderme en los detalles, lo concreto es que lo que la Corte expone -en no más de dos considerandos- es una diferencia de opiníon con el criterio adoptado por el legislador. Porque ¿es lo mismo volar en una aeronave de guerra que entrar efectivamente en combate? ¿Es lo mismo Tierra del Fuego que el TOAS? Evidentemente, todas son situaciones limítrofes y de difícil dilucidación. ¿Quiére ello decir que todo límite es inconstitucional porque diferencia situaciones similares? Esta afirmación necesita muchísimo mayor desarrollo argumentativo que el que la Corte le dedica, máxime atento a las consecuencias de la definición y a la permanencia a través de los años de la distinción. Por otra parte, nuestro máximo Tribunal no explora la posibilidad de una interpretación análogica o extensiva de los requisitos legales, que por vía de equidad, permita incluir este caso -y sólo este- en los beneficios de la pensión de guerra. Leamos, en el considerando 7 de Gerez II, la declaración de inconstitucionalidad:
«corresponde declarar que, en el sub examine, tanto el requerimiento de la «situación geográfica» en los términos expresados, como la exigencia de haber «entrado efectivamente en combate», conducen a declarar la inconstitucionalidad del art. 1° de la ley 24.892 por vulnerar la garantía prevista en el art. 16 de la Constitución Nacional y, por ende, la nulidad de la resolución 777/04 del Ministerio de Defensa, que denegó el reclamo del actor.»
El considerando menciona la referencia al caso concreto -otra de las características de nuestro sistema de control de constitucionalidad- pero la declaración se abre a la generalidad de la distinción. En otras palabras, no queda lo suficientemente claro si la declaración como tal queda limitada al caso -en cuanto a su vigencia autoritativa- o si la interpretación de la normativa como inconstitucional es solamente para este caso excepcional. Puede resultar una distinción bizantina pero la entendemos relevante. No es lo mismo que la Corte utilice un caso para dar por tierra con una determinada legislación que que se vea obligada a declarar una inconstitucionalidad haciendo expresa mención de que, en el resto de los casos, las distinciones de la ley continúan vigentes. La lectura de esta sentencia nos inclina a pensar en esta segunda opción y, si ello fuera efectivamente así, nos parece criticable por las razones que antes dimos respecto de la gravedad de esta declaración y lo restrictiva que debe ser la Corte para hacerla. En este sentido, decía uno de los más acérrimos defensores del control de inconstitucionalidad de oficio, Ricardo Haro, que
«… con la misma convicción que adherimos al control de oficio, afirmamos que no se puede tomar con liviandad ni como regla común o general, sino muy por el contrario, como una atribución verdaderamente excepcional que los magistrados deben ejercer con el mayor recato, sobriedad y prudencia, y solamente en los casos en los que la repugnancia de la norma jurídica con la CN, aparezca como grave, manifiesta, grosera e indispensable para juzgar conforme a derecho, de forma tal que su no declaración importe un ostensible agravio a la supremacía constitucional y al poder constituyente del que emanó, por parte de las normas jurídicas infraconstitucionales emanadas de los poderes constituídos.»
Vemos con preocupación que nuestra Corte Suprema está lejos de tomarse las cosas de esta manera. Livianamente, utiliza el instrumento de la declaración de oficio con la discrecionalidad del que tiene numerosos remedios a su alcance y puede elegir el que le resulte más conveniente, de acuerdo a las circunstancias del caso. Deja así en el camino una estela de cuestiones sin resolver ni problematizar, al contrario de una doctrina que tanta atención le dedicó al tema. Descartes, ya lo sabemos, nunca peleó en el barro.
Foto: omakdunwulf / Foter / CC BY-NC-SA
Comparto la opinión; un gran o «muy sesudo» post (viniendo a vocabulario de su autor).-
También -y paréceme ello esencial- lo que concluye a modo paradojal (que por «última ratio» lo «primero» a hacer), y no sólo por los varios principios que así lo mandan (justicia, seguridad jurídica, certeza, economía y celeridad procesal, congruencia, etc.), sino y fundamentalmente hasta por sentido común.-
Desde éste -llamado por algún tratadista «el mejor de los sentidos»-, insisto con el quid de la cuestión -moral y fáctico-: de toda indignidad los «pedimentos» de los «de aquí» (como los refiriera en el comentario anterior).-
Puedo al respecto aclarar que no fui un indiferente ni un extraño a aquellos beligerantes momentos, y con una historia «de aquí» vivida que certifica un diploma -que orgullosamente cuelgo- por «servicios a la Patria durante la guerra de Malvinas» (Municipalidad de Río Gallegos, Santa Cruz).-
Mejor si el «garantismo» no hiciera de las suyas en tan alto y delicadísimo asunto.-