Entre las novedades que la Corte Suprema destaca en su página web -habitualmente, entre 3 y 5 fallos de los 250 que componen cada acuerdo de los martes-, la semana pasada incluyó la sentencia Ferreyra c/Universidad Nacional de Córdoba. En esta decisión se determinan las costas del proceso ante la omisión de la sentencia de fondo. La mayoría de la Corte Suprema -Lorenzetti, Highton y Maqueda- considera que -ante el silencio- se aplica el art. 68 del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación y las costas son para la parte vencida. Fayt disiente y aplica una doctrina jurisprudencial que supo ser mayoritaria: en la instancia extraordinaria, si la sentencia no dice nada, las costas son en el orden causado. Podríamos discutir una y otra postura -aunque los votos son absolutamente lacónicas en sus fundamentos- pero no es el objetivo de esta breve nota. Sí lo es la comparación con la sentencia emitida en el acuerdo de esta semana -no destacada en Novedades- en el caso Surveyseed Services SA c/AFIP. En ella, Lorenzetti, Highton y Maqueda repiten su voto de Ferreyra c/UNC. Fayt, mientras tanto, no firma la sentencia.
Una lectura coyuntural que hace a la baja productividad del longevo ministro podría ser que no firma para alivianarle trabajo. Que no es necesario porque la Corte Suprema ya cuenta con los tres votos para conseguir una resolución válida. De hecho, en este último acuerdo y según surge de la Base de Datos de la CS, hubo numerosísimas decisiones que Fayt no firmó. No es este el molino al que queremos llevar nuestra agua. Más bien queremos formular un desarrollo que sostiene esa omisión: la falta de firma de un Ministro de la Corte en una sentencia del Tribunal se ha convertido en un acto totalmente discrecional. Lo que marca la necesidad de que intervenga es el resultado final -3 votos en un sentido, ahora, 5 hace apenas un año-, lo demás queda a su criterio. Hoy una disidencia, mañana un silencio. Lo que sucede es que en este caso, podemos al menos saber cuál es la postura de Fayt en el tema -repetidamente expuesta- y podemos interpretar su silencio como una cuestión de organización del trabajo. No sucede lo mismo en la mayoría de los casos controvertidos. Por ejemplo, la sentencia en Alliance One Tobacco respecto de los cargos tarifarios al gas (vid posts aquí y aquí) fue firmada por Highton, Zaffaroni y Fayt. ¿Lorenzetti y Maqueda? Bien, gracias!
El marco normativo es difuso y, debemos aclararlo, no fija expresamente la obligación de que todos los Ministros de la Corte Suprema deben firmar todas las sentencias. El Decreto-Ley 1285/58 dice en su artículo 21 que «La Corte Suprema de Justicia de la Nación estará compuesta por cinco (5) jueces» y que (art. 22) «en los casos de recusación, excusación, vacancia o licencia de alguno de los miembros de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, este tribunal se integrará, hasta el número legal para fallar, mediante sorteo entre los presidentes de las cámaras nacionales de apelación en lo federal de la Capital Federal y los de las cámaras federales con asiento en las provincias». El art. 23 nos da una clave al establecer que «las decisiones de la Corte Suprema se adoptarán por el voto de la mayoría absoluta de los jueces que la integran, siempre que éstos concordaren en la solución del caso; si hubiere desacuerdo, se requerirán los votos necesarios para obtener la mayoría absoluta de opiniones.» Dos comentarios: el art. 23 parece abrir la puerta a las decisiones donde se alcanzan las mayorías necesarias, sin necesidad de que las presuntas minorías expresen su voto, pero el art. 22 parece obligar a integrar el tribunal ante las ausencias «hasta el número legal para fallar». ¿Cuál es este número: 3 o 5? La ley dice que la Corte se integra con 5 miembros, más allá de que las decisiones sean válidas cuando una mayoría de esos cinco -o sea, 3- votan en sentido concordante.
A mi modo de ver, sigue sin quedar claro que, de la lectura normativa, surja una habilitación a no emitir el voto de modo discrecional. Un argumento que puede leerse en un doble sentido es el que surge del art. 109 del Reglamento para la Justicia Nacional (Acordada 12/1952), que establece que «en todas las decisiones de las cámaras nacionales de apelaciones o de sus salas intervendrá la totalidad de los jueces que las integran.». Postura a): esto vale para los jueces de Cámara y, expresamente, no dice nada sobre los Ministros de la Corte Suprema, lo cual quiere decir que es una obligación que no rige para ellos. Postura b): es una obligación genérica para los tribunales colegiados, que hace a la esencia de la función judicial y que debería ser alicable, por analogía, a los jueces de la Corte Suprema. Una y otra postura se miran un poco el ombligo judicial y tornan lo que debería ser una cuestion institucional en un asunto reglamentario. De esta forma, nos hacen obviar la pregunta relevante: ¿qué es lo que la Constitución Nacional quiere de los jueces de la Corte Suprema? ¿Por qué lo hace un Tribunal colegiado? ¿Cuál es el valor de las disidencias? ¿Es el ejercicio de la atribución jurisdiccional una prerrogativa discrecional o una competencia/deber?
Supongo que debe haber muchas razones para que un juez no firme una sentencia del Tribunal que integra, algunas de ellas referidas a una cuestión meramente organizativa (que se relacionaría, esencialmente, con la necesidad de procedimientos sumarios en algunas cuestiones, como sucede en la CS de EEUU con el certiorari) y otras con cuestiones de fondo. Entre ellas, el manejo de la tensión que media entre su legitimidad y el necesario pluralismo de perspectivas. Nos explicamos: sabemos (lo hemos tratado extensamente en nuestra serie «Respetuosamente, disiento», aquí, aquí y también aquí) que la Corte adquiere mayor legitimidad simbólica en la medida en que habla con una sola voz y esta decrece en tanto hay excesiva pluralidad, que revierte en una concepción «más opinable» respecto de lo que dice el Derecho. Ello fomenta, generalmente por parte de los Presidentes del Tribunal, la búsqueda de consenso en las decisiones. ¿Qué pasa cuándo este no se consigue? La emisión de un voto disidente parece la solución convenida, la no emisión de ningún voto, un atajo que enmascararia la falta de consenso dejando a salvo la opinión del ausente. El costo: el debate público se achata, el funcionamiento de la Corte Suprema se hace opaco, la previsibilidad sobre el accionar futuro decrece.
Puede, esta, parecer una cuestión menor. Entiendo que no lo es, pues aquí comienza a construirse la institucionalidad profunda. ¿Estamos ante un mero organismo resolvedor de controversias o ante un foro donde se debate y procesa la vida constitucional del país? ¿Queremos una Corte Suprema previsible para los actores o una de tipo oracular? Si volvemos al inicio de este escrito, seguramente pensarán que estoy exagerando. Puede ser, pero el modo de hablar y decidir de una institución dice mucho acerca de cómo ella se presenta ante la sociedad. Probablemente, mucho más que articuladas estrategias comunicativas o costosas agencias de información judicial.