La sucesión de régimenes políticos genera una multiplicidad de órdenes normativos, muchas veces superpuestos en sus efectos temporales. Tanto los gobiernos de facto como los régimenes que surgen de disposiciones de emergencia como la del art. 6 de la CN – intervención federal- llevan en sus genes la pretensión de empezar todo de nuevo. Lógicamente, advienen bajo la premisa de un caos institucional cuya superación es el motor de su accionar. Jurídicamente, estos problemas se traducen en cuestiones referentes a la legalidad de los nombramientos efectuados en los estadios pre y post- intervención, máxime cuando ellos involucran autoridades con vocación de estabilidad, como los jueces. La sentencia de la Corte Suprema en Lindow de Anguio vs Provincia de Santiago del Estero (y su caso gemelo Castro de Pujol) lidia con estas cuestiones, al preguntarse: ¿qué alcance darle a los poderes de intervención del gobierno federal respecto de las autoridades constitucionalmente elegidas por los órganos provinciales? En especial, ¿cómo interpretar las garantías judiciales en ese contexto? La respuesta que da la Corte tiene dos partes: una, en la que remite al dictamen de la Procuración General, siguiendo un razonamiento bastante lineal y cartesiano; otra, en la que la Corte critica al Tribunal Superior de Santiago del Estero en la interpretación de sus precedentes resultando más críptica en lo que hace a sus alcances.
Restauración o refundación
La situación es relativamente sencilla: una ley del Congreso Nacional dispone la intervención de la provincia de Santiago del Esterio y pone a sus autoridades judiciales en comisión; pasa la intervención sin que se altere su status, son elegidas nuevas autoridades según el régimen constitucional restaurado y éstas, una vez en ejercicio del poder, declaran el cese automático de las autoridades judiciales. El dictamen de la Procuradora Fiscal, Laura Monti, entiende que el gobernador Zamora (de él se trata) ejerció facultades que no le pertenecían, pues[su_highlight] la declaración de «en comisión» tenía validez solamente para ser puesta en acto -destituyendo jueces- por el Interventor Federal[/su_highlight]. Profundicemos un poquitín en los detalles. La Ley 25881, sancionada y promulgada el 1 de abril de 2004, expresa en su artículo 3ro:
«Dispónese en la provincia intervenida la inmediata caducidad de los mandatos del Poder Ejecutivo y de los miembros del Poder Legislativo y declárase en comisión a los miembros del Poder Judicial».
Como el lector recordará, el Interventor Federal fue Pablo Lanusse y su accionar estuvo orientado, principalmente, a dotar a la provincia de una nueva Constitución. Para ello, dictó la ley provincial 6667, declarando la necesidad de la Reforma con base en que -según los considerandos de la ley- «la gran mayoría de la sociedad santiagueña no reconoce legitimidad ni se identifica con la Constitución actual de su provincia» y «que este estado de cosas tiene su fundamento tanto en la finalidad y la modalidad con que fueron llevadas a cabo las últimas reformas, como así también en el hecho de que sea considerada un símbolo arquetípico del sistema autoritario vigente al 31 de marzo de 2004». Esa ley fue impugnada por el Senador Nacional por la provincia de Santiago del Estero, José Luis Zavalía, quien logró que la Corte Suprema de la Nación suspendiera el llamado a elecciones de Convencionales Constituyentes. Gran parte de la sentencia cautelar del Alto Tribunal estuvo dirigida a justificar su competencia originaria en este materia, fundándose para ello en el doble carácter del Interventor -de autoridad nacional y provincial al mismo tiempo-. Estas reflexiones, soy conciente de ello, nos llevan un poco lejos pero nos permiten ejemplificar la discusión existente sobre las potestades que la ley le daba al Interventor, al tiempo que nos ilustran sobre la tensión existente entre la mera restauración institucional y el afán refundador. La Constitución finalmente se reformaría, pero no bajo el manto interventor, sino una vez elegidas las autoridades constitucionales provinciales.
Es en ese contexto de «nueva fundación» que el Gobernador de la provincia dicta el Decreto Nro 16 del año 2005, disponiendo el «cese automático en el ejercicio de sus funciones de todos los miembros integrantes del Superior Tribunal de Justicia, magistrados y funcionarios de los tribunales inferiores y miembros del Ministerior Público». Lindow de Anguio y otros magistrados concurren, en un primer momento, ante la Corte Suprema para discutir la esa medida pero la Corte les dice «no por esta ventanilla, su lugar es la justicia provincial» (Lindow de Anguio, Isabel y otros c/ Santiago del Estero, Provincia de s/ acción declarativa de certeza. del 20 de septiembre de 2005). Allá van, obteniendo una respuesta negativa del Superior Tribunal de Justicia que se funda en que, a pesar de la motivación del Decreto provincial (art 14 de la Constitución Provincial), el verdadero sustento legal de la medida fue la propia ley que decretó la intervención, que «había hecho desaparecer el presupuesto para invocar la estabilidad o inamovilidad en el cargo». O sea que la declaración de «en comisión» había fulminado la garantía clásica del nombramiento judicial.
Esa decisión motivó que, 10 años después, ante el mismo tribunal al que habían concurrido inicialmente, los jueces encontraran finalmente una respuesta a su pregunta: ¿podía invocar el Gobernador la Ley de Intervención?. Monti es tajante al caracterizar la intervención federal como una medida de tipo extraordinaria, reconocida al gobierno nacional sólo ante las circunstancias específicas contempladas, lo cual determina el carácter RESTRICTIVO del criterio hermenéutico a emplear. Concluye así que
«al disponer el ~cese automático en el ejercicio de sus funciones» de todos los integrantes del poder judicial provincial (art. l° del decreto 16/05), el poder ejecutivo local que asumió una vez restauradas las instituciones hizo uso de una atribución que le era ajena. En efecto, la medida correspondia, en razón de su entidad, al ámbito de facultades previstas en la ley de intervención para ser ejercidas únicamente por el agente del gobierno federal oportunamente designado y dentro del término de duración de esa situación de emergencia institucional que, para entonces, ya había finalizado. Hasta ese momento, sin embargo, la actora continuó en funciones ante la inexistencia de medida alguna de cesantía o confirmación por parte del interventor. Al contravenir lo dispuesto en la normativa federal apuntada, entiendo entonces que el acto impugnado debe ser declarado inconstitucional».
La argumentación del dictamen apunta a la concesión de una facultad de excepción que, por esa misma circunstancia, es temporaria y limitada al expresamente nombrado. La argumentación provincial, en cambio, no hace foco en los poderes concedidos o delegados sino en el estado que produce en las instituciones. En este sentido, la situación de «en comisión» no es solo un poder que se da al Interventor sino una determinada situación que se establece, permitiendo a las autoridades legítimas producir una reforma institucional más amplia. Claro que ello generaría, y esto es lo que evita el dictamen, un estado de incertidumbre y sometimiento de las autoridades judiciales respecto de los poderes constituidos porque ese estado de «en comisión» podría extenderse en el tiempo. En la argumentación no tienen peso especial las garantías institucionales que ostenta la Judicatura, pero ello podría ser una línea argumentativa que reforzara la seguida por la Dra. Monti y abonara el criterio restrictivo derivado de la excepcionalidad del instituto de la intervención. Visto desde ese punto de vista, podríamos decir que la Ley 2588 solo «suspendió» la estabilidad de los magistrados. En la visión del gobierno de Santiago del Estero, en cambio, la «interrumpió».
Yo dije que tu dijiste
Una de las cuestiones interesantes del fallo es el diálogo inter-jurisdiccional. No nos olvidemos, como ya dijimos, que esta causa podría haber sido declarada de competencia originaria de la Corte Suprema de Justicia. No lo fue, pero al final, lo que no entró por la puerta, terminó irrumpiendo por la ventana. Claro que ahora ya es prácticamente irremediable, salvo en el aspecto reparativo. Esta situación, intuimos, hace que la sentencia sea especialmente dura con el Tribunal Superior de la causa a quien acusa de citar erróneamente los precedentes cortesanos, ya que
«las circunstancias fácticas de los casos citados carecen de toda relación de analogía con los presupuestos de hecho examinados en el asunto de autos, en el cual la actora fue designada por autoridades constitucionales mediante el mecanismo previsto en la ley suprema provincial, permaneció en desempeño del cargo en dicha condición durante la posterior intervención federal de la provincia dispuesta por ley del Congreso de la Nación, al no haber sido objeto de remoción, suspensión, traslado o confirmación de ninguna naturaleza por parte del interventor federal, para ser finalmente removida por el gobierno constitucional que sucedió a la intervención federal. » (cons. 3ro).
Hablar, como lo hace la Corte Suprema, de que los fallos citados carecen de toda relación de analogía nos parece exagerado, máxime cuando el Tribunal no propone otros que se asemejen más a la situación de autos. Es decir, no hay casos iguales, hay que usar casos análogos. ¿Están estos mal empleados? La Corte Suprema se limita a enunciar las distintas situaciones fácticas que hacen a los fallos citados pero ello no quiere decir que las citas estén mal usadas. Justamente, lo que hay que analizar no es si las situaciones son iguales o no, sino si son análogas y si los principios empleados son los mismos y por ello trasladables al caso actual. En este sentido, en Arias (1980), si bien se trataba de un juez constitucional que había sido dejado cesante por un gobierno de facto, la sentencia de la Corte Suprema fue favorable a los poderes de facto y su dictum fue que la «declaración de «en comisión» significó privar al juez de la garantía de la inamovilidad. Algo parecido sucede con Aramayo (1984), ya en sentencia de la Corte de la nueva democracia. En Dufourq (1984) se discute el caso de un magistrado nombrado durante el gobierno de facto que pretendía seguir durante la democracia y la Corte le dice en la sentencia que necesita de un nuevo nombramiento. Como se puede ver, estas tres situaciones, diferentes fácticamente a la de autos, son -sin embargo- análogas a ella. En las tres se traza una línea divisoria clara entre los períodos de emergencia y normalidad constitucionalidad, que hace que los nombramientos de un período no perduren en el otro y se le da efectos draconianos a la declaración de «en comisión». Se puede estar o no de acuerdo, pero la lectura de los precedentes parece apropiada para la argumentación seguida por el Tribunal Superior de la provincia y su uso no es ostensiblemente engañoso o falaz.
Lo mismo pasa con los otros dos casos mencionados -Sagasta y Bosch (1984)– donde se trata la situación de jueces nombrados en períodos de vigencia constitucionales, reconfirmados por gobiernos de facto y que luego fueron dejados cesantes por los nuevos gobiernos constitucionales. Ante estos hechos, la Corte Suprema le otorga a la declaración de «en comisión» efectos fulminantes respecto de la inamovilidad, que solamente se conjuran con un nuevo nombramiento. Dice la sentencia en Bosch, con cita del precedente Sagasta:
«Cualquiera sea la pertinencia de la crítica que merezcan las ¨declaraciones en comisión¨, resulta incuestionable que lo que dichas declaraciones significan en estricto sentido es la privación de la garantía de inmovilidad a quienes hasta instantes antes gozaban de ella y que perdida la inmovilidad de los magistrados y funcionarios judiciales con la declaración en comisión dictada por el gobierno de facto, es obvio que las nuevas designaciones se llamaran en la letra confirmaciones o no tuvieron por causa un título nuevo y diferente a las designaciones anteriores a dicha declaración, todas ellas se encontraban en la misma situación jurídica, ya que a ninguna pudo acordársele la inmovilidad propia de los jueces de derecho. En consecuencia, por carecer el recurrente de la inmovilidad en el cargo, ha podido válidamente ser reemplazado por el Poder Ejecutivo con el Acuerdo del Senado.»
Afirmar, como la hace la Corte Suprema, que la disparidad fáctica hace que los precedentes «sean claramente inaplicables» parece más una coartada autoritaria para no armonizar su jurisprudencia, escandalizándose por el apoyo en la autoridad de sus precedentes para llegar a una solución con la que no está de acuerdo. Es legítima y razonable la solución a la que arriba la Corte Suprema pero ella no invalida el uso de estos precedentes, cuanto más los modula por el contexto de la intervención federal vs. la existencia de un gobierno de facto. Pero si se mira bien, esto hasta sería favorable a la postura del tribunal santiagueño, en la medida que la declaración de «en comisión» no proviene de un poder de facto sino de uno constitucionalmente legítimo. Es necesario aclarar, sin embargo, que no creo que la Corte estuviera obligada a seguir esa línea de razonamiento. Me parece sensata la postura del dictamen de la Procuración General y ello permite intentar una «tercera vía», pero lo que es claro que no puede acusarse al tribunal inferior de un uso ilegítimo de los precedentes de la Corte Suprema, máxime con tan magras explicaciones.
En fin
En suma, un caso aparentemente sencillo que, a medida que uno penetra en su lectura, se va tornando complejo y plantea posibilidades de acción y de lecturas contextuales no visibles en primera instancia. Hay dos extremos de la discusión: los poderes de la intervención y las garantías judiciales. El dictamen de Monti se basa en la limitación de los primeros, sin entrar a considerar los segundos. El fallo del Tribunal Superior de Santiago del Estero se fundamenta – y usa para ellos numerosos precedentes de Corte Suprema- en la relatividad de las garantías que ostentan los magistrados en situaciones de quiebre institucional. La sentencia de la Corte Suprema pareciera intentar hacernos creer que ambos extremos son perfectamente conciliables, cuando dicha armonización hubiera requerido una construcción jurídica más sofisticada, que en la sentencia ni siquiera se intenta. En el trasfondo de la decisión, hay 10 años de historia, una intervención anterior fallida por parte de la Corte Suprema y un dato de la realidad: los jueces fueron removidos y no volverán a sus puestos (la CS aprendió la lección del procurador Sosa).
Desde lo estrictamente jurídico y desde la política judicial, un caso con muchas aristas para el análisis. Y muchas preguntas sin resolver.
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Valentín, graciar por el análisis, que ilumina aspectos no inmediatamente aparentes del fallo. Lamentablemente, estos son casos de hechos consumados, de muy difícil reversión (pregúntenle si no a Boggiano y a la Corte IDH, para ir más allá del caso del procurador Sosa). Comparto lo que decís respecto de la rápida descalificación del uso de precedentes, aunque la jurisprudencia de la CS sobre el tema hay que tomarla con pinzas. «Arias» no me parece tan importante, en tanto se trata de un fallo de la Corte instalada por el poder de facto. Merece, a mi juicio, mucho menos peso en la consideración de los precedentes. Los fallos de la Corte de los 80s tienen también un «pero»: el autointerés. Haberle dado la razón a alguno de esos reclamantes hubiera puesto en cuestión la legalidad de los nombramientos de los propios jueces de la Corte Suprema. En verdad, es una situación de difícil resolución la que se planteaba entonces. Se me ocurre que hay algo que la Corte no dice con todas las letras, pero sí «entre líneas», respecto del tribunal santiagueño: «vienen portándose mal, muy mal, y tengo que retarlos de alguna manera, aunque no pueda hacerlo abiertamente». Recuérdese el reciente «UCR c/Santiago del Estero» (otro caso de harto dudosa competencia originaria, donde Argibay y Highton tenían lista, al parecer, una fuerte disidencia que finalmente no salió), en que los tribunales locales, en una interpretación francamente estrafalaria (digámoslo con todas las letras: «sospechosamente partisana») de la Constitución local, habían habilitado la re-re-reelección de Zamora, contra el texto explícito de una cláusula transitoria (tuve la oportunidad de escuchar a uno de los jueces de ese tribunal defender esa sentencia en el caso «en vivo»…sus fundamentos eran cualquier cosa, menos plausibles). ¿Puede haber una suerte de reto por «otras trapisondas» que vienen haciendo «los chicos» en las provincias? Me acuerdo de otros dos fallos «con reto» (posiblemente merecido también): «Thomas» y «Belmonte» (mucho menos conocido), provenientes de la justicia federal de Mendoza. El papá (o mamá) Corte que, con la misma dificultad que enfrentamos otros padres, intenta inculcar en sus hijos (en lo que a cuestiones federales respecta, claro), algunos valores, ante el mal comportamiento reiterado que observa.
De acuerdo, Valentín, con ambos puntos: la necesidad de combatir la opacidad argumentativa y la necesidad de que la Corte se tome en serio sus propios precedentes y no los utilice «a piacere» (lo que guarda estrecho parentescto con lo que Roberto Gargarella llama por ahí, si no recuerdo mal, la «alquimia interpretativa» que se traduce en un maltrato institucional -desigualdad-).