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Nuevas tecnologías y garantías penales en la CS de EE.UU.

By junio 11, 2013junio 9th, 2020No Comments

En 1991, Rodney King fue tristemente célebre por haber sido apaleado por la polícía de Los Angeles, dando lugar a una serie de motines populares y grandes cuestionamientos respecto de esa fuerza. La semana pasada, otro King, Alonzo, fue protagonista de una confrontación, mucho más sutil, con la policía de Maryland. No se trató esta vez de palos y patadas, filmados subrepticiamente desde un balcón, sino de un inocente hisopo en la boca para tomar una muestra de ADN del interior de su mejilla. En aquel momento, la tecnología sirvió para controlar a las fuerzas del orden. Hoy, cumple la función de controlar a la población, ya que esa extracción permitió que King, detenido esta vez por asalto a mano armada, fuera encontrado culpable de una violación ocurrida en 2004. Ergo, a Alonzo se lo detuvo en el 2009 por una causa, se le extrajo el ADN, se lo compulsó con la base de datos y al cabo de un tiempo, se le atribuyó un crimen cometido varios años antes. ¿Exito de la lucha contra el crimen o afrenta a la privacidad y las garantías penales? Acerca de eso discutió, acaloradamente, la Corte Suprema de los EE.UU. en Maryland vs King (3/06/13).

Los hechos antes sus ojos eran los siguientes: en el año 2003, un hombre armado entró en la casa de una mujer en Salisbury, Maryland, y la violó. No se lo pudo identificar, pero se obtuvo una muestra de su ADN. Crimen sin resolver. En el año 2009, Alonzo King es arrestado en Wicomico County, Maryland, acusado de asalto con armas y «como parte de una rutina de toma de datos para delitos graves, se le tomó una muestra de ADN introduciéndole un hisopo en la parte interior de sus mejillas». Esta muestra coincidió con la de la violación y King fue juzgado y condenado por ella. La Corte de Apelaciones de Maryland entendió que la toma del ADN fue una medida irrazonable en los términos de la 4ta Enmienda -palabras más o menos, nuestro artículo 18 CN- y revocó la condena.  Entendió ese tribunal que «la expectativa de privacidad es mayor que el pretendido interés del Estado en usar su ADN para identificarlo». La pregunta que se le presenta a la Corte Suprema es, entonces, acerca de la razonabilidad o no de estas medidas en relación con las garantías penales y el caso tiene especial fuerza expansiva, porque 28 estados tienen leyes parecidas a las de Maryland.

Una de las cuestiones interesantes que plantea la sentencia es la dilucidación del sentido que el uso de la nueva tecnología tiene en nuestras categorías constitucionales. Hay, pues, una cuestión de concepto y allí se centra la gran discusión. La mayoría, con voto de Kennedy, considera que el objetivo de la muestra es identificar a la persona detenida, tarea que incluye «buscar en los registros públicos y privados para ver lo que se conoce actualmente acerca de él» (p. 13). En este sentido, «un perfil de ADN es útil para la policía porque les brinda una forma de identificación para buscar los registros que válidamente ya tienen» (p. 13). Esta identificación es necesaria, también, por otras razones: a) para resguardar la seguridad de las fuerzas policiales en el tratamiento del detenido; b) para asegurar la presencia de los acusados en los juicios; c) para  dar elementos de juicio al que debe decidir si sale o no bajo fianza; y d) porque el reconocimiento de una persona como perpetradora de un delito puede permitir liberar a otra persona equivocadamente detenida por él.  Ergo, lo que aporta el ADN son datos que, principalmente, permiten manejar mejor la actuación policial respecto del crimen que se está investigando.

En este sentido, la mayoría compara el hisopo presuntamente invasivo con otras medidas de identificación, como las fotografías, la medición física y las huellas dactilares, las pone a todas en la misma bolsa y las legitima diciendo que estas últimas no han sido nunca discutidas. De hecho, afirma Kennedy como voz de la mayoría, que la «identificación por ADN representa un avance importante en las técnicas usadas por las fuerzas de seguridad para solucionar preocupaciones policiales legítimas» (p. 18). Esta mirada evolutiva positiva respecto de los avances tecnológicos lo hace concluir:

«un avance y comprensión de la razonabilidad de estas medidas minimamente invasivas respecto de una persona detenida por un delito grave deben  tomar en consideración estos avances técnicos. Así como la toma de huellas digitales fue constitucional por varias generaciones, antes de la introducción de IAFIS, la identificación de los arrestados por ADN es hoy una herramienta de aseguramiento del orden –enforcement– permisible» (p.22)

Culmina la mayoría estableciendo que la relación entre medios y objetivos, propia del control de razonabilidad de una medida, es necesariamente contextual. La toma de ADN, en este sentido, es una intrusión mínima en la privacidad de la persona que, por estar detenida, tiene una legítima expectativa disminuida y ello hace que el hisopo sea razonable.

Maryland vs KingAntonin Scalia, Nino para los amigos, estalla en llamas, liderando a una minoría que generalmente no lo acompaña (Bader-Ginsburg, Kagan y Sotomayor votan con él, mientras que Breyer, habitual compañero de andanzas de los denominados «progresistas» vota esta vez con la mayoría). Su argumento, dicho en otras palabras pero con un tono abrasador (y no de abrazos, precisamente), parece preguntarse: pero, ¿de qué estamos hablando? Afirmar, como lo hace la mayoría, que la muestra de ADN sirve para identificar a los detenidos y no para resolver crimenes, «se aprovecha de la credulidad de los crédulos» (taxes the credulity of the credulous) (p. 1, disidencia). Es decir que lo que va a atacar este voto no es tanto el razonamiento que sigue Kennedy cuanto su premisa mayor y va a argumentar por qué el ADN no tiene sentido como identificación, sino como un método para conseguir evidencia para la persecución del crimen y ello es lo que lo hace inconstitucional:

«Si identificar a alguien significa descubrir que delitos sin resolver ha cometido, entonces la identificación es indistinguible de los objetivos ordinarios que guían la persecución del crimen, que nunca se ha pensado que justificaran una búsqueda sin sospecha previa» (p. 5, dis.)

En un relato plagado de ironía (¡no me gustaría tener a Scalia, como contradictor, la verdad!), el voto reconstruye con lujo de detalles todo el proceso al que fue sometido King, poniendo en claro como el proceso burocrático seguido hizo imposible que el ADN pudiera servir para identificarlo (el cruce de muestras se hizo recién 4 meses después del arresto de King). Esta descripción pone patas para arriba la afirmación de la mayoría, porque «King no fue identificado por su asociación con la muestra; la muestra fue identificada por su asociación con King» (p. 9, dis.). O sea, la policía y los jueces sabían perfectamente quien era quien, lo que no sabían era quien habia sido el violador del 2003. Para eso sirvió la muestra de ADN y todo el proceso y eso es lo que para la mayoría es una invasión prohibida en la privacidad de King, en el contexto de un proceso penal que presume su inocencia. Scalia no se detiene aquí: analiza los textos legales y comprueba que la identificación no aparece como objetivo; compara el hisopo con las fotografías y las huellas digitales y afirma que son cosas muy distintas y que si las segundas nunca fueron discutidas en su constitucionalidad no fue porque fueran indiscutibles, sino por la forma en que las bases de datos se constituyeron (p. 15, dis.); y, finalmente, concluye con tinte foucaultiano:

«La sentencia de hoy tendrá, seguramente, el beneficioso efecto de resolver más delitos; pero, de nuevo, también lo tendría el tomar muestras de ADN de cualquiera que viajara en un avión (seguramente la Administración de Seguridad del Transporte necesita conocer la «identidad» del público que vuela), aplica para una licencia de conducir o concurre a una escuela pública. Quizás la construcción de un panóptico génetico como ese es sabio. Pero dudo de que los orgullosos hombres que redactaron la Carta de nuestras libertades hubieran estado tan deseosos de abrir sus bocas para la inspección real (royal inspection)» (p. 18, dis.)

La lectura directa de la sentencia es sumamente recomendable, primero, porque está escrita en un estilo tan accesible que la lectura se hace ágil. Los Ministros no se detienen en argucias legales respecto a su jurisdicción ni a los antecedentes: ello ya fue resuelto en otras etapas del proceso. Lo que interesa aquí son los argumentos y a ellos se dedican, con brillantez. Segunda razón por la que conviene leer la sentencia es por la minuciosidad con que esos argumentos son construidos y por el nivel de detalle con el que se trata la cuestión de fondo. Siguiendo sus frases, uno se entera del estado actual de la toma de ADN, de la situacion de la burocracia estatal, de la historia de las huellas digitales, etc. No hay circunloquios ni frases oraculares: se va frontalmente al punto y se tira con toda la artillería que uno tiene (que es mucha, porque se nota el gran trabajo informativo que hay detrás del pronunciamiento). Tercero, porque es un verdadero placer presenciar una discusión con altura intelectual. Scalia se tira contra sus habituales aliados y no muestra mucha restricción verbal ni contemplaciones sobre sensibilidades ajenas. La cuestión debatida es más importante que todo eso y los 9 jueces parecen estar de acuerdo en ello. Se produce así un aporte importante a la esfera pública de discusión, ya que se acercan argumentos para una cuestión que no parece estar definitivamente cerrada.

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