Héctor Barreyro le concedió un reportaje al programa televisivo «Punto.doc» de América TV en el marco de una investigación sobre tráfico de niños. Lo que salió al aire durante la emisión fue una compaginación de ese reportaje junto con otras escenas grabadas «en off» durante ese mismo encuentro. Ello es, una entrevista formal mezclada con otra misma hecha con «cámara oculta». Barreyro consideró lesionado su derecho a la privacidad y a la imagen y accionó contra América TV, ganando en primera instancia y perdiendo en la Cámara Civil (sala E). Ahora, su caso está a resolución de la Corte Suprema, pero contamos con dos elementos que nos permitirán ir rumiando esa decisión y aportar algún elemento para el debate. El primero de ellos es el dictamen de la Procuración General en la causa, donde afirma que el derecho a la libertad de expresión prima sobre el de privacidad y admite el uso de la cámara oculta. El segundo es una sentencia del Tribunal Constitucional Español de febrero de este 2012 donde se opina lo contrario.
El largo manto del interés público
El dictamen de la Procuración General, si bien relativamente extenso (13 páginas), peca de una excesiva superficialidad. El relato de los hechos es somero y, como sucede habitualmente en las intervenciones judiciales en esta instancia, no hay datos externos. Abundan las referencias a las fojas del expediente pero no hay ninguna referencia temporal real: ni fecha de la entrevista ni de la emisión del programa, muchos menos la descripción de su contenido específico u otras circunstancias atinentes. El caso así se presenta «lavado» y sin los pliegues o matices -hechos concretos de la causa- que pueden enriquecer una discusión compleja como es aquella en la que deben ponderarse y armonizarse dos derechos de enorme relevancia constitucional. Parece más un caso de manual que uno real y así lo resuelve el dictamen de González Warcalde: de un modo silogístico, a-problemático, sin espacio para las aporías.
El dictamen plantea la disyuntiva entre la defensa de la libertad de expresión y el ámbito de privacidad protegido por el art. 19 CN y lo resuelve a partir de la preeminencia de la libertad de expresión. En efecto, resume la doctrina constitucional y convencional con especial énfasis en la especial protección que la libertad de expresión tiene cuando su actividad se relaciona con asuntos atinentes a la cosa pública o que tengan trascendencia para el interés general. Seguidamente, describe el ámbito de intimidad protegido constitucionalmente y, citando Ponzetti de Balbin, señala que esa protección cede si «media un interés superior en resguardo de la libertad de los otros, la defensa de la sociedad, las buenas costumbres o la persecución del crimen». Llega así a esta conclusión:
«… la existencia del interés público implica un limite al derecho a la privacidad y a la imagen. Puede decirse que dicho interés es aquel que concierne a cuestiones que trascienden el marco natural de la causa, los intereses de las partes y compromete o afecta a la comunidad toda».
Este es el final del silogismo que estructura el dictamen del novel y transitorio Procurador General: «la información relativa al tráfico de bebés en la provincia de Misiones unida al hecho de que el mismo actor hasta hacía muy escaso tiempo se había desempeñado como funcionario público de la Nación en la cartera de salud constituyeron la causa principal y un elemento central e inseparable de los hechos difundidos en el programa» (pág. 9 in fine). Eso es todo, amigos. No hay aquí un análisis de la relación entre la información obtenida mediante el uso de la cámara oculta y la causa de interés público a la que accede, ni tampoco de la actuación periodística en este caso o, yendo a lo más general, de la legitimidad del método de investigación empleado. Basta que el manto sagrado del «asunto público» cubra todo y nos libere de mayores profundidades. No hay límites si el interés público está en juego, concluye esta argumentación. Todo lo contrario nos dirá, en cambio, el Tribunal Constitucional Español.
Nuevo round: relevancia pública vs privacidad
El caso español se refiere a la cámara oculta realizada sobre una esteticista y naturista, a cuya consulta concurrió, haciéndose pasar por una paciente, una periodista de la productora audiovisual Canal Mundo SA. La grabación fue luego comprada por la Televisión Autonómica Valenciana y pasada en un programa sobre la existencia de falsos profesionales que actúan en el mundo de la salud. Rosa Fornés Tamarit, tal el nombre de la esteticista, interpuso una demanda ordinaria por considerar dañado su derecho a la propia imagen y a la intimidad. La cuestión que llega al Tribunal Constitucional -luego de recorrer todo el espinel judicial, Tribunal Supremo incluido- se refiere al conflicto entre la «libertad de comunicar información veraz» y los «derechos a la intimidad personal y a la propia imagen de la esteticista/naturista que fue objeto de grabación mediante una cámara oculta en su propio gabinete profesional por quien se hizo pasar por cliente interesado en sus servicios» (par. 2, Fundamentos Jurídicos).
A diferencia del dictamen de la Procuración General, el TCE toma nota de la novedad de la situación que llega a sus estrados. Así, «por primera vez debemos abordar las singularidades del uso de una cámara oculta de grabación videográfica como medio de intromisión en un reducto privado donde se registra de forma íntegra la imagen, voz y la forma de conducirse en una conversación mantenida en un espacio de la actividad profesional de la afectada». Lo que nosotros, jueces, debemos hacer, parece decirnos el Tribunal, es tomar estos fenómenos novedosos -no tanto, igualmente, a esta altura del partido- y darles una calificación jurídica de acuerdo con el texto constitucional. El punto de partida es así diferente al de nuestra Procuración General: no se trata aquí de cantar las loas de la libertad de expresión para así minimizar los posibles inconvenientes de su ejercicio (i)rregular, sino de asumir la necesidad de clarificar la legalidad de prácticas y así regular el ejercicio de la actividad periodística.
Para realizar esta tarea, el TCE debe primero determinar si el ámbito en el que la cámara oculta se introduce es verdaderamente privado. Afirma en este sentido que la Constitución Española no reduce la intimidad solamente a la que se desarrolla en un ámbito doméstico o privado, sino que la extiende a ámbitos laborales o profesionales donde, dice, «se desarrollan relaciones interpersonales, vínculos o actuaciones que pueden constituir manifestación de la vida privada». La puerta de la propia casa no es el límite entre lo privado y lo público y es necesario encontrar un parámetro para trazar esa división: «un criterio a tener en cuenta para determinar cuándo nos encontramos ante manifestaciones de la vida privada protegible frente a intromisiones ilegítimas es el de las expectativas razonables que la propia persona, o cualquier otra en su lugar en esa circunstancia, pueda tener de encontrarse al resguardo de la observación o del escrutinio ajeno». Una charla tenida en un consultorio médico responde claramente a esas notas y las personas tienen poder de decisión sobre lo expresado en ese ámbito.
La libertad de expresión, dice el TCE, no otorga a sus titulares un poder ilimitado sobre cualquier espacio de la realidad. Su ejercicio, como el de todo derecho constitucional, no debe ser desmesurado o exorbitante y, por esa razón, «allí donde quepa acceder a la información pretendida sin necesidad de colisionar con los derechos referidos, queda deslegitimada, por desorbitada o desproporcionada, aquella actividad informativa innecesariamente invasora de la intimidad o la imagen ajenos». Esa es la calificación que los jueces españoles le dan al uso de la cámara oculta, por la falta de consentimiento del afectado y por el ardid o engaño que supone su captación periodística:
«… el carácter oculto que caracteriza a la técnica de investigación periodística llamada «cámara oculta» impide que la persona que está siendo grabada pueda ejercer su legítimo poder de exclusión frente a dicha grabación, oponiéndose a su realización y posterior publicación, pues el contexto secreto y clandestino se mantiene hasta el mismo momento de la emisión y difusión televisiva de lo grabado, escenificándose con ello una situación o una conversación que, en su origen, responde a una previa provocación del periodista interviniente, verdadero motor de la noticia que luego se pretende difundir. La ausencia de conocimiento y, por tanto, de consentimiento de la persona fotografiada respecto a la intromisión en su vida privada es un factor decisivo en la necesaria ponderación de los derechos en conflicto, como subraya el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (SSTEDH de 24 de junio de 2004, Von Hannover c. Alemania, § 68, y de 10 de mayo de 2011, Mosley c. Reino Unido, § 11).
Por otro lado, es evidente que la utilización de un dispositivo oculto de captación de la voz y la imagen se basa en un ardid o engaño que el periodista despliega simulando una identidad oportuna según el contexto, para poder acceder a un ámbito reservado de la persona afectada con la finalidad de grabar su comportamiento o actuación desinhibida, provocar sus comentarios y reacciones así como registrar subrepticiamente declaraciones sobre hechos o personas, que no es seguro que hubiera podido lograr si se hubiera presentado con su verdadera identidad y con sus auténticas intenciones.»
Concluye expresando que «aún cuando la información hubiera sido de relevancia pública, los términos en que se obtuvo y registró, mediante el uso de una cámara oculta, constituyen en todo caso una ilegítima intromisión en los derechos fundamentales a la intimidad personal y a la propia imagen». Aquí, como vemos, el manto del interés público no es apto para cubrir los «pecados» periodísticos ni para sacrificar los derechos individuales de los ciudadanos.
Lo que nos gustaría escuchar de la Corte Suprema
Frente a la generalidad de las expresiones de la Procuración General, que reafirma -una vez más- la doctrina tanta vez repetida por la Corte Suprema sobre libertad de expresión, nos gustaría que la Corte abra un poco el juego y vuelva a plantear esas cuestiones constitucionales en el marco del «campo» -en el sentido en que lo nombraba Pierre Bourdieu- periodístico contemporáneo. Para hacerlo, debería adaptar la doctrina sobre real malicia y la conceptualización del interés público a la nueva realidad mediática. Porque, seamos sinceros, ¿qué es lo público hoy en día? ¿No son acaso los medios los que determinan donde queda dibujada esa línea divisoria? ¿Todo lo noticiable es por ello público? Estas cuestiones merecen discutirse porque, si no, entramos en un fenómeno propio de lo que Giddens llama «modernidad reflexiva», donde las propias acciones de los actores cambian la realidad en la que actúan y, con ello, sus propias expectativas y motivos para actuar. En otras palabras, la cuestión del interés público se hace tautológica: público es aquello que entra en una esfera pública determinada por la acción de esos mismos medios. ¿Cuál es el límite que deben transponer así los medios? Ninguno, pues por definición lo que ellos consideren será una «cuestión pública».
Si uno lee atentamente la sentencia del TCE, lo que trata de hacer, justamente, es quebrar esa lógica auto-referencial, dotando de normatividad real a la protección constitucional que provee la norma superior. La cuestión debe tratarse desde una base concreta y ésta es provista por los derechos individuales de intimidad, no por una difusa línea que separa lo público de lo privado. En el planteo inicial -partir de la libertad o de la legitimidad intrínseca de la cámara oculta- está inscrita la solución final que le vamos a dar al asunto. Al optar por lo segundo, el TCE asume la regulación de una actividad periodística que, en nuestro país, queda limitada a una auto-normación que se parece mucho a un «vale todo». La jurisprudencia reciente de la Corte Suprema parece extender una sábana protectoria, que se niega al análisis de lo que pasa debajo de ella. Esto es malo desde el punto de vista jurídico, justamente porque toma en consideración solamente ese tipo de variables dejando de lado una sociología de los medios, cuestiones referentes a los incentivos económicos en juego, análisis de los apetitos sociales que se ponen en juego para pedirles más y más testimonios «detrás del escenario»….
La cámara oculta es un mecanismo comunicativo complejo, que no necesariamente funciona como el medio único de llegar a la verdad. Eso es lo que concluye el TCE al decir que la información así conseguida se podría haber obtenido por otros medios. ¿Por qué se lo utiliza, entonces? Porque crea un impacto periodístico de veracidad y autenticidad, que la literalización mediática de las últimas décadas consiguió deteriorar. Hay una doble cuestión que aquí se pone en juego: credibilidad e impacto. Lo que sucede en el «backstage» (el término es de Goffman) es lo real ya que lo otro es un mero escenario predispuesto. Por eso mismo, tiene el impacto de lo oculto que se desvela. La cámara oculta funciona así como un mecanismo de reconexión entre realidad y TV que responde a principios semejantes a los de los «reality-shows». Lo que pone en juego es la línea divisoria entre lo público y lo privado, visibilizando esto último en aras de lo primero.
¿Es esto valioso desde el punto de vista de los principios constitucionales que protegen tanto la libertad de expresión como la privacidad? La respuesta sería quizás más sencilla si lo único que estuviera en juego fuera la búsqueda de la verdad, como único objetivo de los medios. Sabemos bien que está lejos de serlo: las empresas periodísticas son un conglomerado de intereses en los cuales conviven la búsqueda del debate público y el control de lo público, juntamente con la supervivencia económica y el ánimo de lucro. Poner el fiel de la balanza solamente en el primer punto significa parcializar la discusión, vistiendo de ángeles a los periodistas. La cuestión merece un análisis más detenido, profundo y plural. Un ejemplo nos puede servir: el dictamen de la Procuración General da por buena la existencia de una causa pública -el robo de bebés- y de un cuasi-funcionario público -renunciado tiempo atrás-, pero nunca relaciona la información que surge del reportaje con el esclarecimiento de ese hecho ni con las funciones anteriormente desempeñadas por Barreyro.
Todo queda en generalidades que de poco sirven para marcar los límites de lo correcto o incorrecto. No importa demasiado que un periodista pacte unas condiciones de entrevista y que, impunemente, las viole y traicione la confianza depositada por el reporteado (¿por qué no charle las preguntas de forma abierta, una vez conseguida la entrevista?). Tampoco parece tener demasiado valor las normas de ética periodística, que parecen reconocer lo inquebrantable de esos pactos (v.gr: Código de Etica FOPEA arts. 8: «Las condiciones del diálogo establecidas al comienzo de la conversación serán estrictamente respetadas por el periodista, sin que la catadura moral del entrevistado justifique el incumplimiento de lo pactado», vid también arts. 10 in fine y 32). El derecho no debe, necesariamente, recoger estas reglas pero sería un error no considerarlas parte del problema. A esto nos referimos cuando expresamos que nos gustaría que la Corte Suprema agregue capas de análisis a esta clase de cuestiones, que ayuden a los actores del sistema a regular su actividad. La simplificación, en este campo, solo contribuye a la anomia.