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«Tanto tiempo te esperé, sentado aquí…»: duración del proceso penal y responsabilidad del Estado

By noviembre 15, 2011julio 19th, 2023No Comments

En este post de principios de año, hacíamos un repaso sobre el tratamiento que la Corte Suprema le daba a los reclamos por daños y perjuicios derivados de la deficiente prestación de justicia y aprovechábamos para advertir sobre la tramitación del caso Grande vs República Argentina, ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Pues bien, ese caso ya fue decidido por la CIDH en sentido favorable a nuestro país (sí, leyó bien, aunque no sea para nada habitual, la Corte Interamericana acogió favorablemente las excepciones preliminares presentadas por la Argentina). Nuestro tribunal,  no sé si motivada por una esperable decisión en contrario por parte de los jueces domiciliados en Costa Rica, hizo los deberes y avanzó en la flexibilización de la doctrina del error judicial como requisito para reconocer la responsabilidad estatal. En los casos Rizikow, PoggioMezzadra (todos del 8/11/2011), la Corte Suprema confirma la condena al Estado Nacional en beneficio de los actores, procesados por contrabando en el año 1976 y sobreseídos definitivamente en 1999.

Lo primero que hace la Corte Suprema, en estas tres decisiones unánimes que son casi idénticas (con un voto conjunto de seis ministros y uno particular de Lorenzetti), es clarificar la naturaleza de la pretensión. No estamos aquí ante un supuesto de aplicación de la doctrina del «error judicial», ya que «no se ha puesto en tela de juicio una decisión jurisdiccional —a la cual se repute ilegítima—» sino «que lo que se imputa a la demandada es un funcionamiento anormal del servicio de justicia a su cargo» (cons. 8, Rizikow). Por esa razón -¡y esto es importante!-, el planteo «deberá resolverse a la luz de los principios generales establecidos para determinar la responsabilidad extracontractual del Estado por actividad ilícita». Es decir, que la actividad judicial pierde la coronita que tenía de acuerdo a esa doctrina particular y empieza a jugar con las mismas reglas de los otros poderes del Estado. El modo de expresión de la sentencia puede hacernos parecer que la docttrina del error judicial se ve reafirmada y que lo que esté diciendo es que la misma no resulta de aplicación a este caso. En efecto, eso es lo que afirma, pero para entenderlo en su real dimensión debemos recordar que, tradicionalmente, o se entraba por la puerta que decía «error judicial» o uno se quedaba afuera. Lo que estas sentencias dicen es que hay otras vías de acceso, mucho más amplias que aquélla.

En concreto, lo que dice la Corte es que aquí » corresponde examinar si en el caso concreto de autos —prolongación irrazonable de la causa penal— se ha producido un retardo judicial de tal magnitud que pueda ser asimilado a un supuesto de denegación de justicia pues de ser así se configuraría la responsabilidad del Estado por falta de servicio del órgano judicial» (cons. 7). La dilación del proceso penal ya había sido tratada, en términos similares a los de las sentencias que aquí comentamos, en el caso Arisnabarreta (2009). En este último, sin embargo, ese retardo -y su justificación o no- repercutía en la imposibilidad del actor de ejercer su profesión de escribano, por estar procesado. O sea, había una afectación a su derecho de propiedad y de trabajar. En los casos actuales, lo que se discute es la denegación de justicia en sí misma. Como sostiene la Corte,

«la garantía de no ser sometido a un desmedido proceso penal impone al Estado la obligación de impartir justicia en forma tempestiva. De manera que existirá un obrar antijurídico que comprometa la responsabilidad estatal cuando se verifique que el plazo empleado por el órgano judicial para poner un final al pleito resulte, de acuerdo con las características particulares del proceso, excesivo o irrazonable.»

En estos casos, estamos hablando de un procesamiento penal que se prolongó por más de 20 años. El proceso se inició el 3 de julio de 1978, el 6 de abril de 1979 se dispuso el procesamiento, la indagatoria se tomó el 25 de febrero de 1980, el llamado de autos para sentencia recién el 7 de julio de 1992 y la sentencia en lo Penal Económico nº 3 se dictó el 13 de agosto de 1993. En ese fallo, se declaró extinguida la acción por duración irrazonable del proceso y se sobreseyó parcial y definitivamente a todos los procesados. Sin embargo, dicha sentencia fue anulada por la alzada el 24 de octubre de 1994, lo que motivó un nuevo pronunciamiento, en este caso del Juzgado en lo Penal Económico nº 4 que, el 25 de marzo de 1999, también declaró la prescripción de la acción penal y sobreseyó definitivamente a los ahora actores, decisión que fue confirmada por la alzada el 29 de octubre de 1999. El sentido común juega aquí a favor de los actores: parece irrazonable que un proceso penal dure tanto tiempo. Ahora bien, ¿cómo pasar de ese sentido común a la demostración de un actuar irregular de la administración de justicia?

Aquí, las sentencias hacen un movimiento que las emparenta con la doctrina del error judicial, aunque mucho más flexible porque, como ya dijimos, aquí no se aduce ese defecto. El parentesco viene dado por la necesidad de demostrar la irregularidad del funcionamiento del sistema judicial (porque no hay responsabilidad del Estado por funcionamiento regular del servicio de justicia, como se ocupa de recordarnos el fallo con cita de Porreca -CSJN, 2000-). Lo que hacen las sentencias es recostarse en las propias afirmaciones de los jueces intervinientes, ello es, remiten a un juicio sobre esa actuación «interno» a la misma. Lo importante no será aquí la evaluación que los órganos actuantes con posterioridad hagan sobre el proceso penal -juicio «externo»-, sino cómo ellos traduzcan la auto-evaluación que los mismos jueces penales hicieron. El error judicial representa así la intensidad máxima de ese auto-reconocimiento; la deficiente administración de justicia, una flexibilización de ese criterio. Veámoslo en el texto de la sentencia:

«15) Que lo reseñado en el considerando que antecede pone de manifiesto que el actor permaneció en carácter de procesado durante más de veinte años hasta obtener un pronunciamiento definitivo sobre su situación. La irrazonabilidad de los plazos que insumió la causa fue resaltada por los distintos jueces que intervinieron en ella. En efecto, ya en 1989, los integrantes de la Sala I de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Penal Económico hicieron hincapié en la larga data del proceso al que se encontraban sometidos los actores (confr. fallo de fs. 3092/3095). Más contundente resultan las afirmaciones del Juzgado nº 3 en lo Penal Económico que, entre otros aspectos de la causa, destaca que “…juzgar en 1993 hechos ocurridos en enero de 1976 y denunciados en julio de 1978, en un proceso que no sufrió circunstancias extraordinarias, resulta reñido con un elemental sentido de administración de Justicia…” (fs. 3473) y que “…la duración irrazonable de este proceso —repito— quince años a la fecha de iniciación de la causa y 16 años y medio de ocurrido el hecho investigado, hace que el principio del debido proceso se encuentre naturalmente transgredido…” (fs. 3473 vta.)».

Las citas continúan, con algún grado mayor de detalle (cons. 17), pero siempre fundándose en las afirmaciones de los tribunales actuantes en la causa principal. La evaluación de la denegación de justicia, de ser cierto este análisis, estaría en las manos de los propios actores del sistema y de su disponibilidad a hacer auto-crítica (en realidad, la crítica nunca es sobre la propia actuación sino sobre la de otros actores o sobre el «sistema» en su conjunto). En el fondo, lo que esta sentencia parece decirnos es que ya no es necesario el «error judicial» formalmente declarado para que el Estado sea responsable por la actuación judicial, pero sí lo es que haya una evaluación que determine la irregularidad de su funcionamiento. El requisito demuestra razonabilidad, ya que de otro modo se abriría una puerta enorme para que, en proceso de daños y perjuicios, se reabran causas perimidas. Sin embargo, el criterio mismo empleado deja algunas preguntas hacia el futuro. Por ejemplo, cuando la Corte Suprema revierta una sentencia por arbitraria, ¿podrá el damnificado, a pesar de su eventual triunfo final, reclamar al Estado por el tiempo perdido y los daños sufridos?

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