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Luigi Ferrajoli sobre la legitimidad de los jueces

By septiembre 7, 2011junio 9th, 2020No Comments

Luigi Ferrajoli escribe sobre los jueces, con idea de discutir la afirmación de que su legitimidad, al igual que la del resto de los poderes públicos, residiría en el consenso popular. En su artículo «Las fuentes de legitimidad de la jurisdicción» publicado en Reforma Judicial. Revista Mexicana de Justicia, Nro. 15-16 (2010), el jurista italiano sostiene que los jueces se legitiman por dos funciones: la verificación de la verdad y la tutela de las libertades. Su fuente de legitimidad, entonces, estaría en el Derecho y en su correcta aplicación, en lo que el llama la «esfera de lo indecidible» en oposición a la de lo «decidible», propia de la política. Plantea así un ideal normativo -los jueces deberían decir el Derecho y olvidarse de la política- pero que se queda corto a la hora de describir los verdaderos procesos de legitimación a los que los jueces están sometidos. Pero antes de empezar a expresar nuestras opiniones, escuchemos a Ferrajoli. El ideal que pregona el catedrático italiano es el del formalismo jurídico. Desde allí intenta fundamentar la distinta naturaleza que tienen las funciones de gobierno/administración y las judiciales/de garantía: está díada opone voluntad vs conocimiento, poder vs saber, disposición vs decisión, consenso vs verdad, producción del Dcho vs aplicación del Dcho, en fin, legis-latio vs juris-dictio. Son estas diferentes características las que hacen que el criterio de evaluación y legitimidad que rige el primer término de estos binomios sea la eficiencia y utilidad de los resultados y que ellos se rijan por la idea de representación y consenso. Para el segundo de ellos, en cambio, el criterio es la corrección y fundamentación de las decisiones. El fundamento último de la distinción que hace Ferrajoli se encuentra, entonces, en la tajante distinción entre el campo de la política y el del Derecho. En aquélla se puede decidir, es el terreno de la voluntad; en está, no, es el terreno del saber, de la verdad y, por lo tanto, de lo indecidible (porque ya estaría decidido por las instancias políticas que dictaron la ley o la Constitución).

Los fundamentos de la legitimidad judicial (y de las garantías de imparcialidad e independencia atribuidas a los magistrados) están en: a) la naturaleza cognitiva de la función judicial, y b) la garantía de los derechos de los ciudadanos. La primera deriva del principio de legalidad y consiste en la verificación de hechos o de situaciones. En sus palabras, las sentencias

«son siempre verificadoras de una violación y exigen por tanto una motivación fundada en argumentos cognitivos respecto de los hechos y re-cognitivos respecto del derecho, de cuya verdad, aunque sea en forma aproximativa como es toda verdad empírica, depende tanto su validez o legitimidad jurídica, como su justicia o legitimidad política: si criticamos una condena o una absolución por considerarlas injustas es porque entendemos que son falsas sus motivaciones» (pág. 6)

En este nexo entre verdad y validez está para Ferrajoli el fundamento teórico de la independencia del Poder Judicial: el juez no puede someterse a imperativos que no sean inherentes a la búsqueda de la verdad. Esta distinción teórica entre función de gobierno y función judicial seguramente funcionará muy bien en un laboratorio, pero… ¿se da en la práctica? Bueno, todo dependerá del modelo que analicemos y LF parece situarse en un extremo del arco de posibilidades. Por ejemplo, Ferrajoli piensa las funciones del juez y de las garantías desde el derecho penal (si bien su teoría pretende aplicarse a todo el derecho, vid. su último obra Principia Iuris, de la que abreva este artículo que comentamos). La relevancia que el principio de legalidad y la escasa función creativa que el juez tiene allí no nos parecen trasladables sin más a otros campos del derecho. Asimismo, relacionado estrechamente con el anterior, LF se posiciona en un sistema de control de constitucionalidad concentrado donde los jueces no evalúan la situación a la luz de la Constitución y por lo tanto, el principio de legalidad reina soberano. La interpretación, en este esquema de pensamiento, no aparece nunca como problemática sino más bien desde el modelo de la subsunción, una vez determinadas las bases empíricas.

En síntesis, en su pensamiento respecto de la actividad cognitiva del juez, capacidad de creación es mínima. En nuestra práctica jurídica y en el marco de un sistema jurídico cambiante e inestable, creemos que resulta ilusorio caracterizar al juez como un mero «aplicador» del Derecho que se limitaría, como dice Ferrajoli, a «afirmar la ley» (pág. 7). Ese ejercicio conceptual es aún realizable en un esquema legicéntrico como el europeo-continental, con un modelo burocrático de juez y con una constitucionalización del Derecho reducida. Por sugerentes que pudieran resultar estas categorías, sin embargo, se adecuan poco a la dinámica actual de creación del Derecho y de multiplicación de los actores intervinientes. Más bien, parecen responder a un esquema tripartito clásico de la división de poderes (creación-ejecución-aplicación de la ley) que resulta adecuado para el campo del Derecho Penal, pero hace tiempo que ha dejado de explicar, v.gr., el rol que los jueces toman en la formulación de políticas públicas.

No es que Ferrajoli desconozca absolutamente estos procesos, sino que el lugar desde el que se para a fin de evaluarlos hace que los mismos se vean como evitables, si el legislador recuperara el principio de taxatividad de la ley. Si la ley es clara y determinada, el poder de los jueces es menos discrecional y por lo tanto, se relaciona más con el saber que con el poder. O sea, el modelo clásico funciona pero los actores deberían realizar algunos ajustes. La pregunta que surge aquí es bastante radical: ¿hay que reconducir la situación a ese esquema tradicional o debemos realizar el duelo, y pensar desde otras categorías? Acá la pregunta adquiere dos perspectivas diferentes, si miramos el sistema desde las garantías penales o lo hacemos desde una visión que toma en cuenta la dinámica de formación de las políticas legislativas contemporáneas en otros ámbitos (¿cómo explicar el caso Riachuelo, desde las categorías de LF?). En el primer caso, puede funcionar. En el segundo, definitivamente no porque la formulación clásica de la división de poderes ya no lo explica en sus detalles (aunque sí en los principios políticos de no acumulación de poder y control mutuo).

Dicho esto, pasemos a la segunda fuente de legitimidad que enuncia Ferrajoli. Esta está dada por la protección del individuo frente a la posible opresión de la mayoría, o sea, la conceptualización del juez como un contra-poder:

«El Poder Judicial es un contra-saber, tanto más legítimo cuanto mayor es el saber, tanto más ilegítimo cuando mayor es el poder» (pág. 12)

La idea que desarrolla LF aquí es, sencillamente, que «el grado de legitimidad de la jurisdicción y de su independencia depende del grado de efectividad de las garantías predispuestas para su ejercicio…. Solamente si los ciudadanos advierten a sus jueces como garantes de sus derechos, advertirán también su independencia como una garantía propia» (pág. 13). Recordemos que LF había distinguido, cuando hablaba de la dimensión cognitiva de la función judicial, el principio de evaluación que caracterizaba al gobierno y que era la eficiencia y utilidad de los resultados. Pues bien, aquí, en cierto modo, eso es lo que los ciudadanos evaluarían: que la actividad de los jueces sea eficiente en la protección de sus garantías. Por ello, destaca Ferrajoli el lugar que la confianza de los ciudadanos tiene en este esquema y afirma:

«… lo que deslegitima a la jurisdicción no es tanto el disenso y la crítica, que no solamente son legítimos sino que operan como factor de responsabilización, sino la desconfianza en los jueces y, peor todavía, el miedo generalizado sobre todo por la falta de garantías o las violaciones legales justamente por parte de quien está llamado a aplicar la ley y quien de la sujeción a la misma recaba su legitimidad» (pág. 15).

A nuestro entender, aquí es donde se produce un quiebre en la argumentación. Pues, ¿de dónde procede la legitimidad? ¿De la sujeción a la ley -como dice al final de la frase- o de la confianza de los ciudadanos -como dice al principio? La cuestión es verdaderamente relevante porque la primera es un dato objetivo, mensurable a partir del conocimiento jurídico, mientras que la segunda es una «creencia» en las características que asume la actuación de los jueces, que no necesariamente se adecua a la primera. Ferrajoli esta posible incongruencia, estableciendo que confianza no es lo mismo que consenso, pero creemos que esto es una sutileza semántica. Lo que importa, a nuestro entender, es que lo que sostiene la posición de los jueces es la creencia en su legitimidad para ordenar conductas y, por lo tanto, la sujeción a sus dictados. Esta creencia se hace fuerte cuando existe una percepción de que los jueces actúan conforme a derecho, pues ese es el rol que el sistema les adjudica (y aquí es donde valen las primeras distinciones de LF). Pero ello no es un dato objetivo, sino una creencia que, como tal, es manipulable (con todo lo mal que suena la palabra).

El punto es el siguiente: el esquema normativo que enuncia Ferrajoli en la primera parte está vigente en los presupuestos valorativos de gran parte de la población y lo que el hace es formalizarlo y fundamentarlo. La realidad constitucional va por otro lado y obliga a una reformulación práctica de ese modelo: los jueces ya no son (ni pueden ser) meros aplicadores de la ley. Pero la confianza de los ciudadanos (elemento sociológico) es fundamental para que los jueces conserven su legitimidad. ¿Qué es lo que hacen, entonces? Tratan de revestir sus nuevas funciones, que sobrepasan la aplicación de la ley, con la forma de aquello que exceden. Si creamos derecho, decimos que estamos aplicando una norma existente. Si formulamos políticas públicas, sostenemos que hacemos cumplir una existente (pero de grado superior, por ejemplo, que proviene de la Constitución). Y así, podríamos seguir con los ejemplos. ¿De qué depende entonces que el sistema siga funcionando? De que los ciudadanos crean -«tengan confianza»- en que lo que los jueces están haciendo sea aplicar el Derecho. Aunque todos sabemos que lo que ellos hacen -mal que le pese a Ferrajoli- es algo mucho más complejo que eso.

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