Decía un viejo spot del Banco Rio que “Un buen nombre es lo más valioso que uno puede tener”. Y si bien el Banco Río no siguió su propio consejo y mutó al Santander, el nieto del Señor Juan Girondo lo enarboló como una de sus banderas. Si logró mantener impoluto ese estandarte, es otro cantar. Es que hay veces que nobles fines esconden otros que no lo son tanto. Gordon Gekko podrá tener sus seguidores, pero en el marketing de valores, perseguir un interés personal monetario ni se le acerca a un acto de generosidad. El caso que pasaré a contarles trata sobre la acción entablada en el año 1996 por el nieto de Juan Girondo, a quién este nunca conoció, para revocar la donación de 25 obras de arte que a principios de siglo (1933) su abuelo había realizado al Museo Nacional de Bellas Artes. Las razones para que el nieto (que en 1979 alegaba padecer una severa escasez de recursos económicos) instara la revocación de la valiosa donación (+ de u$s 10MM) se justificó en el incumplimiento de dos obligaciones por parte del museo donatario: (a) ponerle «Girondo» a una sala del museo si ese reconocimiento era dado a otros donantes y (b) no retirar piezas del museo en ningún momento. Es decir, una afrenta al nombre Girondo, que la donación de su abuelo pretendía engrandecer, y una afrenta al acto de generosidad que el abuelo había planeado. La Corte no se conmueve por el relato del nieto, y sigue la línea trazada por las dos instancias anteriores.
Pero volvamos al alto estándar de conducta que propone una discusión sobre donaciones y cuidado del nombre. Esto es al plano de máximas exigencias. A dicho cenit, donde el aire es más puro, no llega la conducta seguida por el Museo Nacional de Bellas Artes. Éste incumplió el ego-cargo impuesto por el donante propinándole un destrato y desaire respecto de la familias Hirsh, Santamarina, Di Tella, Bemberg y Bernaldo de Quirós, a quienes el Museo sí otorgó una sala con nombre. (La Sala Santamarina, aparentemente la primera, fue bautizada en el año 1971). A esa falta de respeto por la voluntad del donante se le añadió el incumplimiento de una normativa vigente que obligaba a mantener los cuadros dentro del Museo (para Fayt se trataba de una obligación o cargo derivado de la donación). Cuatro cuadros de la colección abandonaron por largos periodos el museo de acceso público para adornar paredes mas privadas, a lo cual se le sumó el desgraciado hurto de una obra que paseaba por la pared de la escuela naval militar de Rio Santiago (Paisaje de Henri Labasque).
El actor tampoco alcanzó altos estándares. Más allá de ocultos móviles (¿$$?) que podrían haber impulsado su demanda, el nieto trocó argumentos en el medio del río, desdiciéndose de cosas que en una segunda reflexión juzgó inconvenientes. (En especial sobre la toma de conocimiento, por su parte, de la apertura de salas con nombre en el museo). La solución de las tres instancias judiciales, con razón y casual combinación, también se basa en un instituto pragmático: la prescripción. Una fina ironía del destino que le puso un final mundano, práctico y de vuelo raso, a un acto que nació con pretensiones de altura.
En concreto, ni el actor ni el Museo hicieron cumbre y la Corte, como buen guía de montaña que observa pupilos poco entrenados, los obligó a acampar en la mitad del trayecto, sacar una fotos, escuchar unos cuentos y emprender la retirada. Los cuentos, si bien conocidos, son dignos de replicarse:
La prescripción liberatoria no puede separarse de la pretensión jurídicamente demandable (Fallos: 330:5306) y el plazo respectivo comienza a computarse a partir del momento en que ella puede ser ejercida es decir, coincide necesariamente con el momento del nacimiento de la acción, actioni non natae no praescribitur (Fallos: 312:2172; 318:879; 326:742). Ello es así, por cuanto no puede reprocharse al acreedor no haber actuado en una época en que no tenía derecho para hacerlo porque, de lo contrario, podría darse el caso de que se hubiese perdido tal derecho antes de haberlo podido ejercer (Fallos: 270:78). De este modo, el punto de inicio debe ubicarse en el momento a partir del cual ha nacido la acción o, en otros términos, desde que la acción quedó expedita (Fallos: 325:2949), lo que equivale, en la especie, a afirmar que el curso de la prescripción nació con el incumplimiento del cargo impuesto por el donante -concretado con la apertura de la “Sala Santamarina” y la simétrica omisión de erigir una “Sala Girondo”-, hecho que sustentó la acción de revocación de la liberalidad.
Ahora bien, a tales fines corresponde tener en cuenta la ocurrencia misma del incumplimiento, sin que sea exigible una noticia subjetiva y rigurosa de su acaecimiento, ya que la exigencia del conocimiento por parte del acreedor se satisface con una razonable posibilidad de información (cfr. arg. Fallos: 318:2558), en la medida en que el plazo correspondiente no puede ser sujetado a la discreción del acreedor, supliendo —inclusive— su propia negligencia (cfr. arg Fallos: 256:87; 259:261).
El interesante remate de la Corte, que ella personalmente resalta, le permite luego desarrollar, con aplicación al caso concreto, reflexiones que ponen en el nieto una pesada presunción de debida notificación y pretenden frenar cualquier impulso a supuestos que frenen el curso de la prescripción. Frases del tipo «no era un hecho oculto», «el Museo está abierto al público», «el heredero es responsable de controlar el cumplimiento de los cargos» ilustran el cierre cortesano. Un cierre que será bueno para el abogado litigante ya que la Corte luego embellece el pragmático instituto de la expropiación enfatizando sus nobles características, todo para ponerlo a tono con el tema en ciernes.
Sobre la dispensa de la prescripción, la Corte también recuerda que las circunstancias que la permitirían -la imposibilidad de actuar e informarse para interponerla a término- deben ser extraordinarias y revisadas con muchísima prudencia. En el caso, no alcanzó que el actor viviese en Francia en el año 1979.
Por último, y aquí es donde se genera la correcta disidencia de Fayt, la mayoría cortesana considera (indirectamente) que la imposibilidad de sacar lo cuadros del museo no resultaba un cargo impuesto por el donante sino una manda normativa. Y digo indirectamente por que la Corte alega defectos de fundamentación del actor al realizar sus consideraciones al respecto, dejándonos con condimentos «contextuales-procesales» que minimizan la fuerza seductiva de su razonamiento. De ahí que nos deja un planteo defensivo del tipo «…falta de una crítica concreta y razonada de la sentencia de Cámara» «las razones no son suficientes…». Fayt, por el contrario, hace una interpretación (contractual) diferente del cargo y de las instancias procesales y considera, convincentemente, que las puertas del actor en este respecto no deben cerrarse. Su esfuerzo, empero, no evitó el portazo de la mayoría.
El Museo o el Gobierno (¿el público?) se quedó así con la obra. A fin de cuentas, el manchón patrimonial a la donación por parte de un Museo incumplidor y un nieto que no heredó la generosidad del abuelo, no logró modificar la esencia la pretensión del donante, ni diluir la bondad de su gesto originario.