Durante el año 2010, la Corte Suprema se ha ocupado del tema de la Libertad de Expresión (LE) en 4 sentencias, que oportunamente comentamos en este blog. En ellas, más que a una pluralidad de aspectos que engloba el concepto de LE (censura, publicidad oficial, conformación del mercado de medios, etc.), la Corte se ha circunscripto a los conflictos que se dan entre la LE y el derecho al honor (o la reputación). Esta aclaración merece ser hecha, porque como vemos en otras latitudes y sostienen algunos autores (Schauer, por ejemplo), el camp0 de la LE está sujeto a la delimitación de los tribunales y esas definiciones obedecen a muchos factores, no necesariamente jurídico-dogmáticos (el caso Clarín, por ejemplo, ¿es un tema de Libertad de Expresión o de Derecho de Propiedad?). Retomando, en el 2010 y para la Corte, la LE ha significado la resolución de conflictos en los que afectados por informaciones publicadas por la prensa pretendieron hacer valer su derecho al honor y ser indemnizados frente a la presunta responsabilidad de los medios (prensa escrita en todos los casos). ¿Qué imagen nos deja? La de una Corte cansada, que barre espacios nuevos con escobas viejas y que en lugar de cambiar esa escoba para barrer mejor, la usa para disciplinar a los insubordinados. Para entender mejor esta afirmación, realicemos un breve un repaso a los 4 casos modelo 2010.
En Di Salvo la Corte se puso el traje de burócrata judicial, supervisó y estampó su firma (sin más opinión) en el trabajo de la Procuración General y así reafirmó la aplicación de la Doctrina de la Real Malicia (DRM), en un caso de información periodística errónea sobre un candidato político en una contienda municipal. En Canavesi, la cuestión se fue de los límites de la DRM ya que los perjudicados no eran personajes públicos, sino los padres de una joven muerta cuya causa de defunción la crónica policial del periódico había atribuido a un aborto ilegal. Se probó que no era así, pero doctrina Campillay mediante, todos los ministros (menos Argibay) volvieron a adherir al dictamen de la Procuración General y zanjaron la cuestión. En Locles exoneró de responsabilidad al diario Clarín por un par de notas en las que ponía en duda la actuación del perito judicial de Zulema Yoma y lo atribuyó las inexactitudes al «estilo propio del género periodístico y … (a) la impronta vehemente, penetrante y ardorosa del periodista que firmó la nota». Si en este caso se basó exclusivamente en la DRM, en Dahlgren hizo uso tanto de ella como de Campillay. Es que en este caso, los involucrados eran la autora de una carta de lectores y el diario que la había publicado. A pesar de algunos errores en la misma, la Corte entendió que la DRM exculpaba a la primera y Campillay al segundo, ya quedaba clara la fuente de información original.
Los cuatro casos, al menos en la decisión de la mayoría, reafirman, sin cortapisas, doctrinas que balancean el binomio LE-honor con un claro predominio del primer termino de la ecuación. En términos de consolidación de una doctrina esta actitud sería aplaudible pero, sin embargo, nos resistimos a hacerlo. Y no porque seamos caprichosos, sino por algunas consideraciones que creemos más profundas y que adelantamos, parcialmente, al comentar el caso Di Salvo. Apuntábamos allí algunas cuestiones sobre las que creíamos que la Corte debía profundizar su análisis y salir de la mera referencia al tótem llamado New York Times v. Sullivan. Entre ellas, la necesidad de incorporar al análisis elementos del texto constitucional que no se hallaban presentes al momento en que la doctrina fue receptada por nuestra Corte Suprema (v.gr. la constitucionalización de la Convención Americana sobre Derechos Humanos y su recepción explícita del Derecho a la Honra -art. 11- y el reconocimiento de la posibilidad de sujetar el ejercicio de la LE a responsabilidades ulteriores en la medida en que ese derecho se vea afectado -art. 13, inc. 2-); también mencionábamos la necesidad de dar cuenta de las transformaciones de la LE como derecho social a la información -creando, eventualmente, nuevos sujetos pasivos de la «mala» cobertura periodística- y de las condiciones en que el negocio de los medios se desarrolla en la actualidad. Rematábamos el listado con un argumento que la Corte suele despachar sin mucho prolegómeno y es el de las dificultades para la traslación contextual de una doctrina creada en el entorno americano a nuestra tierra criolla.
Este balance nos da la ocasión de revisar esos argumentos y, en su caso, retractarnos. Hacer algo así se nos ocurrió cuando la Corte, a diferencia de los tres casos anteriores, empujó un poco más el lápiz en el caso Dahlgren. Pero el espejismo se desvaneció pronto y nos dejó con la nariz en la arena en lugar de en el oasis al que pensamos que finalmente habíamos llegado. Porque si bien la Corte, en ese caso, expande su análisis y, en algunos casos, reformula las razones que la llevan a adoptar la DRM, no logra purgar algunos vicios esenciales de su razonamiento. Para decirlo rápido: en nuestra opinión, nuestro tribunal supremo «esencializa» la DRM. Y tiene algunas buenas razones para ello, como la doctrina de Meiklejohn que la Corte americana tomó para resolver NYT v. Sullivan respecto a la conexión intrínseca entre LE y autogobierno democrático. Allí se sostiene la centralidad de una esfera pública fuerte para el intercambio de ideas y el gobierno democrático. De este principio deriva la Corte Suprema americana la necesidad de que en vistas a ese fin algunas personalidades públicas deban soportar algún menoscabo en su honor, siempre que el mismo no sea causado con intencionalidad o manifiesta despreocupación por parte del emisor de la noticia. La doctrina está muy bien y defendemos sus objetivos con convencimiento, pero todos sabemos que los casos puntuales no se resuelven solamente con doctrinas.Sabemos también que las doctrinas no se crean en laboratorios, sino que se dan en contextos bien concretos. En el caso americano, en un contexto en el que los medios gráficos se hallaban en un peligro real de extinción en caso de seguirse aplicando el common law vigente. O sea, que la DRM tiene un contexto legal y económico que se concretaba en el particular sistema de daños y perjuicios (torts) y en la configuración de un determinado modelo de prensa (cuestiones muy bien explicadas en este libro de Fraleigh & Tuman). Si nos quedamos con los argumentos de Meiklejohn pero les sacamos la carne del contexto, muchas de las notas características de la DRM son puestas en duda.
Esto es algo de lo que la doctrina americana es muy consciente y así propone revisiones a la DRM en el entendimiento de que las políticas públicas deben retocarse y adecuarse a los nuevos desafíos. Por ejemplo, la creación de un periodismo más responsable, cuestión que ahora se torna relevante, dado los muchos cambios producidos en la generación de noticias., En el año 1962 la conformación relativamente virtuosa del periodismo americano se daba por supuesta y no era objeto de preocupación. Pero esto no es lo único, sino que los americanos se empiezan a dar cuenta de que el balance logrado con la DRM es bastante particular en el derecho comparado. Así, por ejemplo, lo ha entendido Ronald Krotoszynski al confrontar el sistema americano con el vigente en Canadá, Alemania, Gran Bretaña y Japón. Estos análisis son muy relevantes, a mi entender, para evaluar el comportamiento de una Corte Suprema como la Argentina que al resolver el caso Dahlgren reproduce literalmente (aunque sin referirlo especificamente a ese caso) las citas de jurisprudencia comparada usadas 14 años antes en el caso Ramos (cfr. consid. 6 de este fallo con consid. 10 de Dahlgren). Puede sonar como un argumento efectista pero a mi modo de ver refleja como, para nuestra CS, la DRM es algo cristalizado, no en evolución ni merecedor de alguna revisión. Ayuda a esta visión que los hechos que originaron los casos que la Corte resolvió responden, en general, a un contexto mediático sumamente diferente al actual (a excepción de Di Salvo, que acontece en el 2003, los hechos de los demás casos se dan entre 1995 y 1998). Así, los desafíos que proponen las nuevas practicas periodísticas quedan fuera del marco de lo que un entendimiento amplio de la LE tiene para decir en un contexto actual y la palabra de la Corte Suprema se dirige al pasado y pierde su capacidad configuradora del futuro. Para estar en condiciones de hacerlo, aparte de someter a revisión las construcciones doctrinarias, la CS debiera incorporar nuevos elementos de análisis que den contenido específico a las conductas que analiza. Tal como se hace en otros contextos, por ejemplo, cuando se aplica la linguística al análisis de conflictos como este, en los cuales el lenguaje es la sustancia misma del caso.
La escoba, entonces, esta vieja. Ello no la desmerece como instrumento pero requiere un esfuerzo mucho mayor de la Corte en argumentar y pulir los argumentos. Pongamos un ejemplo concreto, que se relaciona con el seguimiento que nuestra Corte viene haciendo de la Jurisprudencia de la Corte InterAmericana de Derechos Humanos (CIADH). Como sabemos, en la última sentencia que tuvo como parte a nuestro país, la CIADH decidió que Kimel se había visto limitado en su libertad de expresión por haberse visto sujeto a la imposición de sanciones penales por su labor periodística. Recomendó la modificación de la legislación de calumnias e injurias, en tanto los tipos penales aparecían como vagos e indefinidos. En su argumentación, sin embargo, realizó una muy matizada interpretación de la relación entre LE y derecho al honor y destacó como ambos son derechos protegidos por la Convención y que no es dable, a priori, privilegiar uno sobre el otro. Este tipo de argumentos, y este es el punto que queremos destacar, se encuentran ausentes en la jurisprudencia de la Corte en los casos que estamos revisando. La omnipotencia de la DRM prevalece y hay poco lugar para las sutilezas y replanteos. Más que una intención didáctica y dialogante, parece haber una matriz disciplinadora. No estamos en contra de ella por principio, sino por una situación contextual que invita al intercambio de ideas, a los nuevos planteamientos, a la apertura de escenarios. En estos es donde la Corte más y mejor debiera argumentar. Y usar la escoba (o la aspiradora) solamente para barrer.