NOTA DE TODO SOBRE LA CORTE: Agradecemos la colaboración del Dr. Horacio M. Lynch. Con esta nota inauguramos un grupo de reflexiones realizadas por Invitados Especiales, que tienen por objeto realizar un balance de la actuación de la Corte durante el año 2010.
Aunque conserva el nombre, desde hace años nuestra Corte no es Suprema: dejó de ser el tribunal de última instancia, perdió poder con el Consejo de la Magistratura, se desgajó el Ministerio Público y no intentó cambiar viejas prácticas que la disminuían como poder – como la reglamentación de los Códigos de Procedimiento, la designación de magistrados y el presupuesto -. Por otro lado no se siente suprema aceptando ser desairada en sus resoluciones. Y hasta uno de sus integrantes propone crear un Tribunal Constitucional.
Si antes podía cuestionarse la calidad de suprema de la Corte, luego de la reforma constitucional de 1994 definitivamente la perdió.
Ya antes, en 1984, al admitirse un recurso ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos [CIDH], para bien y para mal, nuestra Corte dejó de ser el último tribunal de la República. El cambio mejoraría el control de los derechos humanos, pero a costa del sistema republicano, afectando los clásicos check and balances del mecanismo de relojería norteamericano que comprende tres poderes de igual peso con controles entre sí. No encuentro estudios que analicen esta objeción (“el efecto desarmadero”) aunque algo se insinúa en los recientes comentarios del blog, aquí. En concreto, el recurso ante la CIDH es tan amplio que admite casos tan disímiles como de tasa de justicia, de honorarios o de jubilaciones. Pero imaginemos, porque teóricamente los abarca, temas institucionales de elecciones de legisladores, intervenciones a provincias o el juicio político a jueces de la Corte, que pueden pasar a ser resueltos en Washington. Para peor, la jurisprudencia de la propia Corte alienta una interpretación abarcativa de los tratados. Pacto ratificado en 1984, pero afianzado constitucionalmente en 1994.
Dicha reforma de la Constitución genera los “órganos extrapoderes” que sin duda impactan en todo el sistema, pero el más afectado resultó ser el Poder Judicial, y su cabeza, la Corte, al dejar fuera al Ministerio Público Fiscal y el Ministerio Público de la Defensa, cada uno con presupuesto propio. Increíblemente, pese a que el Procurador es un órgano ajeno al Poder Judicial y no integra ya el Alto Tribunal, la Corte conservó la práctica de consultarlo, y, aun más extraño, tomar sus dictámenes como sentencias configurando una anomalía que señalé en varios trabajos. Lo trato, por ejemplo, en «El recurso extraordinario por arbitrariedad de sentencia ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación» y en «¿Quién dicta los fallos de la Corte?» En síntesis, el Poder Judicial presidido por una Corte que se denomina “Suprema” pasó a ser algo más reducido, y con menos poder y presupuesto.
A ello contribuyó, naturalmente, la creación del Consejo de la Magistratura. Su incorporación recortó las facultades de la Corte al extremo de discutirse si teníamos un poder bicéfalo, aunque el Alto Tribunal siempre reivindicó ser la única cabeza del Poder Judicial (sobre este tema, al contrario de los anteriores, se ha escrito mucho).
Los cambios son de tal envergadura que descalifican el calificativo de Suprema. Pero hay más.
Prácticas no renovadas
Tampoco se ha procurado remover viejas prácticas que desde antiguo le han restado poder. Una de ellas es la designación de magistrados. Nuestra Constitución disponía un sistema de designación que fue sobrepasado por la práctica. Una cosa es designar a un juez por el procedimiento constitucional y otra que tal designación sea para un Juzgado o Cámara determinado: hasta para pasar de una Sala a otra se requería el acuerdo del Senado. Esto, además de multiplicar innecesariamente las genuflexiones de los jueces ante el PE, resta poder a la cabeza del Poder Judicial, pues es quien debe saber cuál es el mejor juez para cada destino, y debe poder manejar el principal recurso – los recursos humanos – con mayor eficiencia. Así la política de las designaciones, y no ya las designaciones, quedan en manos del PE. En mi interpretación, basta con la sola designación de magistrado para cubrir la prescripción constitucional (todo el resto es poder ganado a la Corte). Como si en la FFAA o aun en el servicio exterior de la Nación la designación de sus jerarquías (por un procedimientos similar) impidiera a la cabeza cambiarles el destino. Ahora, con el Consejo de la Magistratura, la cuestión se mantiene pues la Constitución no prescribe que la designación sea puntual para un Juzgado o Cámara determinado, ni que tenga que ser nuevamente seleccionado. Una característica de un poder del Estado que se considera supremo es, como mínimo, poder utilizar sus recursos con eficiencia.
Otra cuestión se refiere a la reglamentación de los Procedimientos. Si bien la Constitución deja en manos del Congreso el dictado de tales códigos en el orden local, el problema está en determinar qué corresponde a la ley procesal y qué a un reglamento. No es difícil hacer esta división que preveía la Ley 48. Asi lo expuse en el X Congreso Nacional de derecho procesal en 1978 en Salta, mediante ponencia titulada «La simplificación de las leyes de procedimientos (y su reglamentación por el poder judicial)». Últimamente se discutieron estas facultades pero la Corte lo reivindicó al reglamentar el recurso extraordinario. El mismo detallismo de nuestros Códigos es innecesario y excede lo que debe ser un código. Similar exceso se advierte a la Ley de concursos y las quiebras, que los regula hasta en sus mínimos detalles, con el evidente error de no distinguir entre un proceso que se tramita en Capital y otro en Orán. No hay error en la Constitución sino en la forma como se interpreta qué es la ley. Este tema, que en los EEUU se ha superado porque el Congreso delegó en el PJ el dictado de las leyes procesales, aquí sería posible reduciendo el concepto u objeto de la ley procesal, y dejando que el PJ lo reglamentara. Por otro lado es la mejor forma de que los códigos no se desactualicen, a diferencia de lo que ocurre hoy día.
Está el tema del Presupuesto. Aquí la Corte reivindica sus facultades, pero no estoy convencido que sea así pues es el Congreso quien revisa los presupuestos. En todo caso, la experiencia de los años ‘80 no fue muy positiva. Por otro lado insisto que antes de pedir nada, el Poder Judicial tiene que dar muestras de eficiencia. Posiblemente con todo en orden y con sus autoridades actuando responsablemente, sea normal que maneje su presupuesto.
Finalmente, la creación de la policía judicial de la que se hablaba hace dos décadas ha sido olvidada por el Alto Tribunal.
Entonces un Poder que ya no es la última instancia de la República, que ha sido injertado con un órgano como el Consejo de la Magistratura integrado por personas ajenas al mismo y por representantes de los otros poderes, que no puede manejar sus recursos humanos, ni ocuparse de la administración, ni distribuir un presupuesto, difícilmente pueda considerarse supremo. Un poder que no puede, sin ser cuestionado, imponer un formulario para la presentación de un recurso, no tiene nada de supremo (dentro de la misma Corte se cuestionaba esta facultad).
Considerarse suprema
Finalmente considero que la Corte debe sentirse suprema, y no se siente quien sólo se considera tal por razones protocolares, o para reclamar su presupuesto, pero no para dejarse desairar. Si Kirchner hubiera sido un particular y no el gobernador de Santa Cruz cuando la Corte le ordenó reponer al Procurador Sosa, ya estaría preso por desobediencia, o abrumado por las astreintes. En cambio el Alto Tribunal sigue quejándose sin tomar el toro por las astas. ¿Y qué decimos cuando vemos que la ANSSES se ríe de las órdenes de la Corte, y aun el PE de los compromisos que tomó en Washington ante el CIDH dejando que los juzgados se derrumben?, ¿qué criterio autoriza a no considerar al PE como un particular? Recordemos cuando los jueces y la Corte tomaban decisiones muy audaces en la época del corralito contra los bancos, pero se guardan bien de hacerlo ahora.
La lista no acaba aquí: increíblemente algún conspicuo integrante como Zaffaroni aboga por un Tribunal Constitucional en la Argentina, cuestión esta que no solamente terminaría por desbaratar el sistema republicano de gobierno, sino que, además, despojaría al tribunal del último vestigio institucional que le queda, reduciéndolo al rol de un simple tribunal de justicia. ¿Habrá reflexionado sobre lo que implica?
No, nuestra Corte ya no es Suprema. Es un Poder del estado de segundo orden, muy por debajo del PE y del PL. Restablecer el rol y el equilibrio de los poderes es una tarea crucial para pensar en vivir el sistema republicano.