Hace unas semanas, Juan se preguntaba, al final de este post, sobre las preferencias de los jueces de la Corte respecto a las materias que tratan. En concreto, notaba que en lo que hace al Derecho Administrativo, el Tribunal viene descansando en la labor de la Procuración General, compartiendo los fundamentos de sus dictamenes y agregando poco o nada a los mismos. La cuestión vuelve y moja nuestros pies descalzos en los casos Quiroga c/ Universidad Nacional de Córdoba, CSJN, 6/7/10 y Obra Social Trabajadores de la Industria del Gas, CSJN, 19/5/10. En el primero de ellos, resuelve revocar la sentencia de la Cámara Nacional de Córdoba en cuanto había entendido que existieron irregularidades en el concurso docente de la autora. En el segundo, mientas tanto, declara mal concedida una medida cautelar que suspendía la aplicación de un reglamento de la AFIP. Dos temas centrales al Derecho Administrativo: el alcance del control judicial de los actos administrativos (en este caso de las universidades) y la fuerza de la presunción de legitimidad de un reglamento. Sin perjuicio del interés que estas cuestiones tienen para el Derecho Administrativo, queremos plantearnos en este post una pregunta anterior: ¿cuál es el valor jurisprudencial real que tienen estas sentencias de la Corte Suprema? Dicho de otra manera, ¿cuál es el valor expansivo de la doctrina de estos fallos respecto del Derecho Administrativo?
La cuestión se enmarca en una pregunta más general sobre el rol que el Tribunal quiere desempeñar en nuestro sistema político. Dicho groseramente: ¿quiere ser un tribunal de casación o un verdadero Tribunal Constitucional?. Más allá de las declaraciones institucionales o periodísticas, estas cuestiones surgen a poco que uno mete la nariz en el motor de la Corte Suprema, tal como ejemplificamos aquí respecto de las acordadas. Pero el principal problema es la cantidad de causas en las que el Tribunal conoce y que sólo pueden ser abordadas si entendemos su labor más como la de un Ministerio burocrático que como la de una reunión de notables que deciden cuestiones trascendentes para el orden constitucional. La imagen que tenemos del Tribunal, tal como ejemplifica la foto que preside nuestro blog, es la de un conjunto de juristas que interpretan, de modo final, la Constitución Nacional (art. 116 CN). La realidad de los acuerdos semanales se aleja un poco de esa imagen idílica y se parece más a una línea de montaje fordiana, como la que muestra la foto de este post. ¿Cuál es el remedio que el Tribunal ha encontrado para equilibrar ambos extremos? La delegación, tal como la describe este articulo de Horacio Lynch.
Esta delegación asume tres formas: en las Secretarías de Corte, en las vocalías y en la Procuración General. Algo dijimos de las dos primeras en este post, así que ahora nos concentraremos en la restante. La función del Procurador General como órgano dictaminante ante la Corte Suprema de Justicia está prevista en el artículo 33 de la Ley Orgánica del Ministerio Público y las puede delegar -y lo ha hecho- en los Procuradores Fiscales. Estos se organizan en tres areas: Derecho Penal (Dres. Gonzáles Warcalde y Casal), Derecho Público no Penal (Dra. Monti) y Derecho Privado (Dra. Beiró de Goncalvez). En algunos casos, ese dictamen sirve como antecedente (v.gr: en cuanto al relato de los hechos o el encuadramiento jurídico de las instancias anteriores) y en otras, a las que nos estamos refiriendo, la Corte usa los argumentos allí vertidos y resuelve en el sentido propuesto por el Ministerio Público. Es decir que no estamos ante una delegación propia, sino más bien ante una división de funciones (uno hace el trabajo, otro lo firma). Es ilustrativa, en este sentido, la explicación que el Ministro Petracchi dio en el juicio político seguido contra los integrantes de la Corte en el año 2002:
“La labor de los jueces se divide a mi juicio en dos actividades distintas: una de conocimiento y otra de decisión. La actividad decisoria en la que constituye el mandato contenido en la sentencia, auto interlocutorio, etc. Estas resoluciones de los jueces son precisamente «resoluciones», expresiones significativas de carácter previo, que mandan hacer o no hacer alguna conducta. (…) A mi juicio, la tarea que el juez no puede delegar es la decisoria, la previa. El juez debe decidir, en soledad, si Juan Pérez debe o no debe ser conducido a la cárcel. Debe resolver en soledad si un recurso debe ser declarado procedente o no, si una sentencia debe ser revocada o no. Pero para llegar a este resultado final, es necesario un proceso cognoscitivo (teórico, no volitivo) previo. (…) Quien crea que toda esta tarea pueda ser llevada a cabo por una sola persona, en el caso de los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, que dictan más de 200 sentencias cada semana, se equivoca. Esta tarea sería en tal caso técnicamente imposible. La acción de adquirir conocimiento, la acción de investigar con el fin de llegar a enunciados verdaderos, esto es, que describan correctamente (verdaderamente) la realidad es eminentemente delegable. (…). Entre los considerandos de la ley que aumentó el número de los miembros de la Corte se criticaba la delegación de tareas, y también el atraso en la resolución de los casos. Estos dos fundamentos son contradictorios. A menor delegación (de la función cognoscitiva, subrayo) mayor atraso. Nunca he delegado la toma de una decisión. Lo podré probar en la etapa correspondiente si llegara a ser necesario. Pero en cambio sí he delegado tareas de cognición. (…)”.
Supongamos que coincidimos con Petracchi en la caracterización de las funciones del juez. Ahora bien, ¿son iguales para todos los jueces o los constitucionales son distintos? Esta es la pregunta hamletiana y de la respuesta que se dé depende la identidad del Tribunal. O sea, si es el imperium judicial -la resolución de controversias particulares- lo más relevante de sus funciones, la respuesta de Petracchi es válida porque ese poder decisorio es conservado por los Ministros. Pero, ¿no resulta una definición demasiado estrecha de lo que debería hacer un juez constitucional? Si un juez constitucional tiene como función decir qué y cómo es el derecho constitucional aplicable en esta Argentina contemporánea, la decisión es importante pero lo es en el contexto de una interpretación y una argumentación, ello es, en el marco de un discurso constitucional. Y ese discurso debe ser pronunciado por el artista principal, no por el telonero, ya que es aquél el que le puede dar el plus simbólico a la decisión que haga que la misma se nutra de la legitimidad necesaria para penetrar el tejido del discurso social y así se imponga sobre los poderes del Estado.
Esto está muy bien pensarán Uds., pero una cosa son los deseos y otra la realidad. Los primeros, al igual que los buenos propósitos de Año Nuevo, han ido quedando sepultadas por las exigencias cotidianas, por decisiones estratégicas desafortunadas y por una creciente demanda ciudadana de soluciones judiciales. Lo cual nos plantea una pregunta cruda: ¿puede realmente la Corte Suprema elegir que tipo de tribunal quiere ser? Creemos que sí, aunque debería hacerlo a costa de resignar las cuotas de poder que le da su actual margen de acción. En eso, la Corte responde a los principios de la organización burocrática según los cuales más es mejor y las cuotas de poder decisorio y presupuestario no deben resignarse (porque no se sabe si se podrán recuperar algún día). La doctrina del self-restraint judicial propone lo contrario, que menos es más y es por eso que la Corte Suprema de EE.UU., por ejemplo, elige 100 de entre los 10000 que recibe por año para pronunciarse. Con ello se asegura y, sobre todo, le asegura a su público que en esos 100 casos va a decir cosas relevantes.
La solución de la Corte Argentina, si vamos a leer entrelíneas lo que dice Petracchi, ha sido diferente. Yo conozco y decido en lo verdaderamente relevante y lo demás lo delego. Decido, pero no es la voz de la Corte Suprema la que van a oir sino que va a hacer la de los teloneros. Les aseguro, eso sí, que yo reviso todo lo que firmo. Esta doctrina parece olvidar que tan importante como el resultado es el camino recorrido y que la legitimidad no es un bien que sea transferible fácilmente. Lo cual nos vuelve a la pregunta que estructura este post y nos sugiere una respuesta negativa. La Corte parece establecer dos categorías de casos y, al hacerlo, delimita la fuerza jurisprudencial de unos y otros. No tanto quizás porque las opiniones de los Procuradores Fiscales no sean autorizadas sino por el capitis deminutio que supone el que el Tribunal no esté dispuesto a argumentar sobre el tema. El interés, por otra parte, provoca disensos y es por ello que en los pocos casos en que hay unanimidad de criterios, paradojalmente, son en los que se adhiere al dictamen de la Procuración.
Pregunta final: después de este largo post, ¿todavía le interesa saber lo que dijeron los Procuradores Fiscales?