La recepción constitucional de los derechos de incidencia colectiva produjo, qué duda cabe, un profundo cimbronazo en los moldes tradicionales del proceso y, por carácter transitivo, puso a prueba la concepción clásica acerca de la función que toca desempeñar a los jueces en el reparto del poder público. ¿Hasta dónde ha de conducir este giro de tuerca? ¿Llegó, acaso, la hora de abandonar la noción de “caso judicial” en torno a la cual la jurisprudencia ha establecido los límites de la actuación de los tribunales de justicia, al menos para aquellos procesos en los que lo que se debate no es, linealmente, el “derecho de uno” versus el “derecho de otro”?
El caso Schroder c/ INVAP s/amparo, CSJN, 4/05/10 , sobre el cual ya nos llamó la atención Juan Pablo Lahitou en uno de sus sugerentes posts días atrás, nos pone, precisamente, ante uno de esos procesos. Con él se reedita la delicada cuestión relativa a la necesidad de compaginar la apertura en materia de legitimación procesal para acudir en defensa de los bienes colectivos –como notoriamente lo es el medio ambiente-, dispuesta por el constituyente de 1994, con la necesidad de preservar la quintaesencia de la función asignada a los jueces por la propia Constitución: la de entender en los asuntos sometidos a su conocimiento y decisión (artículos 116 y 117 de la Carta Magna).
El tribunal de segunda instancia que intervino en la causa cedió ante el dramatismo de la denuncia subyacente en el planteo del actor: las cláusulas del contrato celebrado por la firma INVAP con el Estado australiano con motivo de la venta de un reactor nuclear adquirido por dicho país, permitían conjeturar que los desechos radioactivos generados por dicho artefacto podrían terminar siendo introducidos a la Argentina para su tratamiento, previo a su disposición final en Australia. El pliego licitatorio diseñado por el Estado comprador exigía, de hecho, a los oferentes su compromiso de que el dicho residuo sería tratado fuera de las fronteras del país adquirente del reactor, aun cuando los términos precisos sobre dónde y cómo ello se concretaría quedaban diferidos a un futuro acuerdo, a suscribirse en el año 2017.
Frente a semejante marco contractual, la Cámara hizo lugar al amparo. Uno de los votos en que se asentó el fallo destacó, al efecto, la inconstitucionalidad de “la intención de la accionada” de ingresar al territorio argentino los deshechos radioactivos referidos.
Por muy grave que fuera la acusación dirigida contra la empresa demandada, la naturaleza conjetural de la ilícita conducta a ella atribuida resultaba, sin embargo, por demás ostensible. La denostable “intención” que se le achacó no pasaba de ser una mera hipótesis, que como bien observa la Corte, podría o no concretarse, y de ocurrir lo primero, ello tendría lugar en un futuro que, ni siquiera, era inminente. De hecho, al calificar a su pretensión como “un asunto de puro derecho”, el propio actor, seguramente sin una conciencia cabal del peso y de las consecuencias procesales que habrían de derivarse de tal manifestación, reconoce que su planteo no se dirige contra una actividad concreta y palpable lesiva del medio ambiente.
Ante este panorama, la inexistencia de un caso judicial que habilitase al tribunal a pronunciarse era demasiado obvia como para hacerse esperar. Para desestimar la pretensión articulada bastaba con recordar, como lo hizo la Corte en su fallo, que la tutela del medio ambiente – y lo mismo vale para cualquier otro bien colectivo- que la Constitución pone a cargo de los jueces no es abstracta, sino que sólo se hace efectiva frente a una controversia, cuya existencia el reclamante no ha demostrado.
Es innegable que, cuando se trata de la defensa de bienes públicos o colectivos, no es posible aplicar a este presupuesto básico de la actuación judicial –me refiero a la existencia de un caso o controversia- los cánones clásicos del derecho procesal. El vino nuevo contenido en el texto del artículo 43 de la Constitución requiere, necesariamente, de odres nuevos, que se adapten a un paradigma de proceso judicial cuyo interés trasciende, por fuerza, el estrecho círculo de los derechos subjetivos de los ocasionales litigantes. Y esto por la sencilla razón de que la sentencia a dictarse cada vez que el thema decidendum versa sobre un bien colectivo habrá de incidir, inevitablemente, sobre la esfera de intereses y derechos de una pluralidad de sujetos, que comparten también el goce del bien respecto del cual se suscita la controversia.
Como con todo acierto observó la Corte en el tan ampliamente comentado caso Halabi , el hecho de que la reforma constitucional haya producido un ensanchamiento de la noción de caso judicial con motivo de la introducción del amparo colectivo, en modo alguno significa que se haya suprimido la exigencia de que la actuación judicial debe circunscribirse, necesariamente, a los límites de una verdadera controversia (aun cuando ahora la categoría de caso judicial admita otras variantes), donde las partes litigan por la defensa de sus derechos. No está de más recordar que la asamblea reformadora dejó incólumes los artículos 116 y 117 de la Constitución, preceptos a los cuales los constituyentes de 1994 no enmendaron siquiera en una coma, por lo que la premisa de que la Corte y los demás tribunales inferiores de la Nación sólo han de intervenir en los “asuntos” que lleguen hasta sus estrados se mantiene inalterada.
Se trata, es cierto, de una premisa de índole procesal. Pero no debe perderse de vista que en su estricto respeto y cumplimiento se juega el principio mismo de la división de poderes, que requiere de un equilibrio adecuado entre la esfera –política- en la que desenvuelven su función el legislador y el ejecutivo, y la esfera –estrictamente jurídica- en la que han de conducirse los magistrados de justicia. Cuando este limite empieza a desdibujarse, los campos se confunden y el gobierno de los jueces salta del terreno de las hipótesis al de las realidades concretas.