Los decretos de necesidad y urgencia (DNU) son las normas de alcance general que dicta el Poder Ejecutivo sobre materias legislativas sin autorización previa del Congreso.[1]

Estos decretos recién fueron incorporados a la Constitución Nacional en la reforma de 1994 (art. 99, inc. 3°). También en esa reforma se contemplaron los decretos delegados (art. 76) y los de promulgación parcial de leyes (art. 80). En los tres casos se trata del ejercicio de facultades legislativas por parte del Poder Ejecutivo que si bien no estaban previstas en el texto constitucional habían sido usadas numerosas veces. A falta de un anclaje específico en la Constitución, en los considerandos de estos decretos, al citarse la fuente legal, se invocaba la atribución presidencial de dictar decretos reglamentarios (o reglamentos de ejecución). Pero este tipo de instrumentos solo debería versar sobre los detalles o pormenores de las leyes sancionadas por el Congreso, a las que completan «cuidando de no alterar su espíritu con excepciones reglamentarias» (art. 99, inc. 2°), por lo que el cauce elegido para legislar por parte del Poder Ejecutivo era notoriamente desbordado.

Al margen de algunos antecedentes que pueden remontarse al siglo XIX, en los tiempos recientes se registran unos pocos DNUs dictados por el presidente Alfonsín. La situación cambió drásticamente ya desde los primeros años de la presidencia de Menem, quien recurrió a ellos con una frecuencia inusitada. En el fallo «Peralta», de 1990, la Corte Suprema, con su conformación recientemente modificada por el incremento de sus miembros de cinco a nueve, los admitió sin mayores condicionamientos. Para hacerlo, comenzó por relativizar el principio de la división de poderes, al que le asignó el valor de una mera categoría histórica:

Que el estudio de facultades como las aquí ejercidas por parte del PEN guarda estrecha relación con el principio de la llamada ´división de poderes´, que se vincula con el proceso de constitucionalismo de los Estados y el desarrollo de la forma representativa de gobierno. Es una categoría histórica; fue un instrumento de lucha política contra el absolutismo y de consolidación de un tipo histórico de forma política (…) tal división no debe interpretarse en términos que equivalgan al desmembramiento del Estado, de modo que cada uno de sus departamentos actúe aisladamente, en detrimento de la unidad nacional…[Fallos, 313:1513]

Al no ser el principio de división de poderes principal valla contra la admisión de los DNUs, la Corte no tuvo problemas en asignarle el sentido de un consentimiento tácito a la falta de oposición expresa del Congreso: «[e]l Congreso no ha tomado decisiones que manifiesten su rechazo a lo establecido en el decreto 36/1990…».

Y justificó esa postura en la mayor celeridad y eficacia del Poder Ejecutivo para conjurar los problemas que justifican el dictado de tales decretos:

“[I]nmersos en la realidad no solo argentina, sino universal, debe reconocerse que por la índole de los problemas y el tipo de solución que cabe para ellos difícilmente puedan ser tratados y resueltos con eficacia y rapidez por cuerpos pluripersonales

[como el Congreso]

(…) Esto no extrae, sin embargo, como ya se dijo, la decisión de fondo de manos del Congreso Nacional, que podrá alterar o coincidir con lo resuelto; pero en tanto no lo haga, o conocida la decisión no manifieste en sus actos más que tal conocimiento y no su repudio (…) no cabe en la situación actual del asunto coartar la actuación del presidente en cumplimiento de su deber inmediato”.

Es importante destacar la doctrina que emerge de este fallo porque nos revela, con independencia de lo que dijera el texto constitucional, cuál era el derecho vigente antes de la reforma de 1994. Los DNUs no existían en la Constitución Nacional, pero se dictaban con gran frecuencia y la Corte Suprema no solo los admitía, sino que le confería un efecto ratificatorio al silencio del Congreso. Por lo demás, la gran mayoría no revestía gravedad ni urgencia.

 En ese contexto, la Convención Constituyente de 1994 optó por reconocerlos, darles un cauce y dotarlos de ciertos límites. Se los incorporó a la Constitución en el artículo 99, inc. 3°, referido a las atribuciones del presidente de la Nación, a partir del segundo párrafo:

El Poder Ejecutivo no podrá en ningún caso bajo pena de nulidad absoluta e insanable emitir disposiciones de carácter legislativo.

Solamente cuando circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para la sanción de las leyes, y no se trate de normas que regulen materia penal, tributaria, electoral o el régimen de los partidos políticos, podrá dictar decretos por razones de necesidad y urgencia, los que serán decididos en acuerdo general de ministros que deberán refrendarlos, conjuntamente con el jefe de gabinete de ministros.

El jefe de gabinete de ministros personalmente y dentro de los diez días someterá la medida a consideración de la Comisión Bicameral Permamente, cuya composición deberá respetar la proporción de las representaciones políticas de cada Cámara. Esta comisión elevará su despacho en un plazo de diez días al plenario de cada Cámara para su expreso tratamiento, el que de inmediato considerarán las Cámaras. Una ley especial sancionada con la mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de cada Cámara regulará el trámite y los alcances de la intervención del Congreso.

El texto es algo impreciso y deja importantes temas abiertos. No obstante, a los efectos de su interpretación, es indudable el carácter extraordinario de estos decretos, establecido desde el inicio. El presidente no puede «en ningún caso, bajo pena de nulidad absoluta e insanable, emitir disposiciones de carácter legislativo». Por eso, las excepciones que se admiten deben interpretarse de modo restrictivo.

 Así lo interpretó la Corte Suprema en el fallo «Verrocchi», al determinar que las «circunstancias excepcionales [que] hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para la sanción de las leyes» exigen:

a) Que las Cámaras del Congreso no puedan reunirse por circunstancias de fuerza mayor que lo impidan, como en el caso de acciones bélicas o desastres naturales que imposibilitaran su reunión o el traslado de los legisladores a la Capital Federal;

b) Que la situación que requiere solución legislativa sea de una urgencia tal que deba ser solucionada inmediatamente, en un plazo incompatible con el que demanda el trámite normal de las leyes.

Por cierto, desde la incorporación constitucional de los DNUs nunca se ha invocado la primera causal; son siempre razones de gravedad y, sobre todo, de urgencia, las que se mencionan.

Lo más claro del texto transcripto son las materias prohibidas. Son cuatro: penal, tributaria, electoral y régimen de los partidos políticos. En estos supuestos la prohibición es absoluta y ninguna circunstancia, por grave que fuera, les conferiría validez.

En cuanto al trámite de los DNUs, el artículo prevé que «el jefe de gabinete de ministros personalmente y dentro de los diez días someterá la medida a la consideración de la Comisión Bicameral Permanente, cuya composición deberá respetar la proporción de las representaciones políticas de cada Cámara», la que elevará un despacho para el tratamiento de las Cámaras. Pero lo más importante, «el trámite y los alcances de la intervención del Congreso» debían ser regulados por una ley especial sancionada con la mayoría absoluta de la totalidad de miembros de cada Cámara.

Esa ley, que demoró doce años en sancionarse, es la 26.122, que crea la Comisión Bicameral y regula el procedimiento parlamentario de control de los DNUs, delegados y de promulgación parcial de leyes. No abordaremos aquí el comentario de esa ley más que respecto de los DNUs en sus aspectos fundamentales. La clave se halla en el artículo 24:

El rechazo por ambas Cámaras del Congreso del decreto de que se trate implica su derogación de acuerdo a lo que establece el artículo 2° del Código Civil, quedando a salvo los derechos adquiridos durante su vigencia.

La cuestión medular que debía encarar la ley especial era la de los efectos del silencio legislativo posterior al dictado de los decretos que consideramos. Según la ley 26.122, no solo no existe un plazo de caducidad, sino que no basta con que una de las Cámaras rechace el decreto; este solo queda derogado si es rechazado por ambas.

Si bien es cierto que el artículo 99, inc. 3° de la Constitución Nacional no determinó la solución precisa al efecto del silencio parlamentario, tanto el carácter extraordinario de los DNUs como la previsión del artículo 82 («La voluntad de cada Cámara debe manifestarse expresamente; se excluye, en todos los casos, la sanción tácita o ficta»), imponían la adopción del criterio opuesto. En la práctica, si los decretos se dictan fuera de las condiciones que lo justifiquen y sin un adecuado control judicial, se permite que el oficialismo altere el modo normal de formación y sanción de las leyes si cuenta con mayoría en una sola de las Cámaras.

Es necesario destacar el carácter excepcional de estos instrumentos. La función legislativa le corresponde al Congreso. Puede ocurrir que en situaciones de extraordinaria gravedad, en especial las crisis económicas tan recurrentes en la Argentina, sea imperioso actuar con gran celeridad. El Poder Ejecutivo, por ser unipersonal, y no estar sujeto a los procedimientos parlamentarios para el dictado de normas (más lentos todavía en un sistema bicameral), se halla en mejor condición en esos casos para obrar rápidamente. A eso lo autoriza la Constitución, en el entendimiento de que se adelanta, no sustituye, al Congreso. Es decir, que hace lo que el Congreso hubiera hecho de poder actuar con celeridad.

Que un proyecto de ley, por conveniente que nos pueda parecer, demore en ser sancionado, no es una circunstancia que habilite el dictado de DNUs, máxime si la demora obedece a la existencia de diversos criterios con relación a los méritos de la iniciativa o a su constitucionalidad. Tampoco lo es el receso parlamentario, porque el Poder Ejecutivo puede convocar a sesiones extraordinarias. 

Dicho de otro modo, el Presidente no tiene dos vías, a su elección, para impulsar una medida de naturaleza legislativa: las leyes del Congreso o los DNUs. Sostener que estos «están en la Constitución», como si pudiera disponer de ellos a su antojo, es ignorar el texto constitucional, que los autoriza excepcionalmente y sujetos a ciertas condiciones. 

Los caminos del Estado de Derecho son más lentos, más engorrosos y a veces no satisfacen inmediatamente las más nobles aspiraciones que cada uno puede tener, pero a la larga son el piso más sólido para edificar una sociedad más libre y más justa.

Osvaldo Pérez Sammartino

Universidad de San Andrés


[1] C. Balbín, “Los decretos reglamentarios y de necesidad y urgencia”, en D. Sabsay, Daniel (dir.) y Manili, Pablo (coord.), Constitución de la Nación Argentina y normas complementarias. Análisis doctrinal y jurisprudencial, Ed. Hammurabi, Buenos Aires, 2010, T. 4, p. 152.

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