Entre los adversarios del positivismo se ha vuelto bastante frecuente conjurar la imagen de lo que suele ser denominado como “positivismo ideológico”, expresión acuñada de hecho por un positivista de ley como Norberto Bobbio, según la cual “cualquiera que sea el contenido de las normas del derecho positivo, éste tiene validez o fuerza obligatoria y sus disposiciones deben ser necesariamente obedecidas por la población y aplicadas por los jueces, haciendo caso omiso de sus escrúpulos morales” (Carlos Nino, Introducción al Análisis del Derecho, p. 32).
El especificativo de “ideológico” debería ser suficiente para indicar que no todo positivismo cae bajo esta descripción, sino que, precisamente, solo aquella variedad del tema positivista a la cual corresponda esta calificación. Sin embargo, por alguna razón, los anti-positivistas suelen suponer que todo positivismo experimenta una tendencia congénita hacia la variedad ideológica.
No hay que ser un científico especializado en cohetes para darse cuenta de los efectos políticos de la ideologización del derecho positivo, que se traducen lisa y llanamente en la consagración del principio de obediencia ciega.
Con mucha razón, sin embargo, Nino sostiene que “es muy difícil encontrar algún filósofo positivista importante que se adhiera plenamente a esta tesis”. En realidad, las buenas noticias van mucho más allá de lo que explica Nino, ya que en rigor de verdad el positivismo ideológico es como los Reyes Magos, es decir, algo que no existe o que solamente existe en la mente de quienes creen en ellos, fundamentalmente debido a que los padres y las madres les hacen creer que existen. En nuestro caso, los padres y las madres son algunos antipositivistas, que usan al positivismo ideológico como espantapájaros, en este caso de quienes desean entender realmente qué es el positivismo.
Tomemos el caso del nazismo. Ni siquiera los nazis abogaban por la obediencia ciega a cualquier autoridad, sino solamente a la propia, y por lo tanto querían desestabilizar por ejemplo el orden soviético, salvo por supuesto durante el pacto de no agresión (conocido como “Ribbentrop-Molotov”) firmado con la Unión Soviética. Algo muy parecido, por supuesto, se puede decir de quienes defendían a la Unión Soviética.
Alguien podría sostener, por ejemplo, que Joseph De Maistre es una excepción a la tesis de la inexistencia del positivismo ideológico, al menos tal como lo describe Carl Schmitt. En efecto, para Schmitt, De Maistre “explica… la autoridad como tal como buena, si tan solo existe: tout governement est bon lorsqu’il est établi [todo gobierno es bueno cuando está establecido]” (Schmitt, Politische Theologie, p. 71). Esta caracterización de Schmitt parece ser confirmada por la siguiente consideración de De Maistre en su tratado sobre el Papa: “El dogma católico, como todo el mundo sabe, prohíbe toda especie de revuelta sin distinción; (…). El protestantismo, al contrario, partiendo de la soberanía del pueblo, dogma que él ha transportado de la religión a la política, en el sistema de no-resistencia ve la última degradación del hombre” (Joseph De Maistre, Du Pape, p. 146).
Sin embargo, el propio De Maistre en la misma obra sostiene que la obediencia al gobierno establecido en última instancia depende de su legitimidad: “Cuando yo digo que ninguna soberanía es limitada, yo la entiendo en su ejercicio legítimo, y es esto lo que hace falta remarcar cuidadosamente” (Maistre, Du Pape, pp. 150-151). En otras palabras, De Maistre supone que el catolicismo es mucho más protestante de lo que parece. Es por eso que De Maistre fue precisamente un ferviente defensor de la contrarrevolución, es decir, de la desobediencia a la revolución. Ni siquiera entonces los pensadores que parecen ser los más conservadores suscriben la posición del positivismo ideológico.
San Pablo parece ser la excepción que estábamos buscando, ya que célebremente sostuvo que todo gobierno provenía de Dios y que por lo tanto debía ser obedecido: “no hay autoridad sino por Dios, y las que hay, por Dios han sido ordenadas, de suerte que, quien resiste a la autoridad, resiste a la disposición de Dios y los que se resisten se atraen sobre sí la condenación” (Romanos 13, 1-2). Sin embargo, no debemos olvidar el contexto de la indicación paulina. San Pablo estaba convencido de que no tenía sentido ponerse a discutir las decisiones gubernamentales cuando el Segundo Advenimiento era inminente.
Hablando de lo cual, cabe recordar que San Pablo además creía que dicho Advenimiento implicaba el cumplimiento mesiánico de la ley (“el fin de la ley es Cristo”, Romanos 10, 4), y que por lo tanto con el regreso del Mesías el derecho se volvería completamente redundante o directamente contraproducente. Autores como Giorgio Agamben de hecho comparten esta idea paulina (cuyo hábitat natural era teológico) de que algún día “la humanidad jugará con el derecho, como los niños juegan con los objetos en desuso no para restituirles su uso canónico sino para librarlos de él definitivamente” (Giorgio Agamben, Estado de excepción, pp. 119-120).
Pensándolo bien, quizás el positivismo ideológico y el anarquismo, en otras palabras la idea de que debemos obedecer la autoridad del derecho siempre o nunca, no sean sino dos caras de la misma moneda, a saber la creencia de que la observancia de reglas y el razonamiento institucional sean un límite tiránico que eventualmente dejaremos atrás salvación mediante.
Sin embargo, los juegos de niños también—si no es que sobre todo—precisan reglas e instituciones. Y es bastante infantil suponer que las opciones que enfrentan agentes razonables y morales sean la tiranía de la normatividad o el auto-servicio normativo. Para el republicanismo, por ejemplo, la observancia de reglas y el razonamiento institucional son en gran medida constitutivos de cierta clase de libertad, en la medida por supuesto que dichas reglas e instituciones satisfagan algunos requisitos, como por ejemplo los del Estado de Derecho.
Andrés Rosler
Universidad de San Andrés