O SOBRE LA EQUIVOCADA IDEA DE QUE EL PODER EJECUTIVO PUEDA ELEGIR QUÉ LEYES ACATAR
“Es tarde para ser ambiciosos: las grandes mutaciones del mundo ya han tenido lugar y el tiempo con el que contamos podría ser demasiado breve para nuestros propósitos” (Sir Thomas Browne en Urn Burial, citado por Roberto Calasso en Los jeroglíficos de Sir Thomas Browne, Fondo de cultura económica, México, 2010, p. 87)
1. “Cualesquiera sean las facultades del Poder Ejecutivo para dejar sin efecto actos contrarios a las leyes, no le corresponde declarar la inconstitucionalidad de ellas, pues dicha facultad es exclusiva del Poder Judicial, único habilitado para juzgar la validez de las normas dictadas por el órgano legislativo. Lo contrario importaría admitir que el poder pueda residir y concentrarse en una sola sede” (Fallos 269:243).
El Poder Ejecutivo no puede decidir “no aplicar” una ley vigente, como ha postulado el Dr. Ramírez Calvo en referencia al Decreto-Ley 18777/70.
Nuestro sistema de control de constitucionalidad es judicial, difuso y tiene efectos solo para el caso. La facultad de declarar la inconstitucionalidad de una norma implica abstenerse a aplicarla al caso y es exclusiva de los jueces. Admitir una postura contraria significa una grave violación al principio de división de poderes.
El Congreso puede legislar sobre todas las actividades realizadas por el Poder Ejecutivo, con la única limitación de que la ley establezca una regulación razonable. Salvo ese límite, que por otra parte es común a todas las leyes del Congreso, puede dictar normas para cualquier función realizada por la Administración. Puede legislar sobre la función pública y el servicio civil, sobre la organización y el funcionamiento administrativo interno, sobre cualquiera de los actos que dicte la Administración, incluso los llamados “actos de gobierno”. Si bien hay una zona de reserva legislativa, es decir que en ciertas materias solo el Congreso puede reglamentar y en ningún caso (ni siquiera por delegación) puede hacerlo la Administración, no hay en el derecho argentino un principio paralelo al que debamos considerar zona de actividad administrativa reservada y exenta de regulación legislativa o de control judicial.[1]
Nada tiene de sorprendente que el Congreso dicte una ley de empleo público (Ley 25164), de procedimiento administrativo (Ley 19549) o que regule la atribución de dictar decretos de necesidad y urgencia, delegados o promulgación parcial de leyes (Ley 26122).
La inconstitucionalidad deriva de que la norma modifique algún requisito constitucional, lo interprete irrazonablemente o transgreda tratados internacionales, siempre que al hacerlo altere los derechos individuales de algún interesado, pero no de que legisle y, al así hacerlo, limite la actividad del Poder Ejecutivo.
2. En 1989, Julio R. Comadira resumió el estado de la doctrina y la jurisprudencia sobre qué debe hacer la Administración al momento de aplicar una ley que considera inconstitucional.[2] Comadira reseña las opiniones favorables de Gordillo, Marienhoff, Dromi, Bidart Campos, Bidegain y Sagüés, que, con matices, entendieron que la Administración puede dejar de aplicar una ley inconstitucional. Por otro lado, Linares, Sarmiento García y Quiroga Lavié no admiten esa posibilidad.
A continuación, Comadira expone su propia opinión favorable y argumenta que la potestad de no aplicar las normas legales que vulneren la Constitución Nacional debe ser reconocida al Poder Ejecutivo, en cuanto encargado de la gestión directa e inmediata del bien común
La doctrina se mantiene dividida.
Gordillo cambió de opinión y explica que al advertir el «uso cesarista» de su postulación favorable al reconocimiento de facultades ejecutivas para inaplicar la ley inconstitucional regresó a la tesis original de la Procuración, tal como había sido expuesta en Dictámenes, 72:137 (1960); 67:189 (1958); 64:100 (1958).[3]
En 1992 Alberto Bianchi publicó su obra Control de constitucionalidad, donde sumó su opinión en contra del control de constitucionalidad por parte de órganos administrativos, excepto en el caso de tribunales administrativos, cuando no esté prohibido por la ley.[4]
Más recientemente Julio Durand[5], Marina Avila Montequin[6], María Angélica Gelli[7], María Susana Villaruel[8], Ramiro Manuel Fihman[9] y Laura Monti[10], analizaron el tema y adoptaron una posición contraria a la sostenida por Marienhoff, Comadira y Ramírez Calvo.
3. La Corte Suprema no ha modificado su jurisprudencia (iniciada en Fallos: 269:243, de 1967, «Ingenio y Refinería San Martín de Tabacal v. Salta”, y reiterada en Fallos, 298:511, 311:460 y 319:1420), contraria a que las autoridades administrativas dejen de aplicar una ley por su presunta inconstitucionalidad.
Esta jurisprudencia fue aplicada a decretos en “Provincia de Mendoza c/Nación Argentina” (Fallos, 298:511). En ese caso la cuestión es mucho más simple: si el Poder Ejecutivo Nacional considera que un decreto es inconstitucional puede derogarlo.
La Corte Suprema veda la posibilidad de poner en tela de juicio la validez constitucional de leyes emitidas por el Congreso Nacional a los entes estatales (arg. Fallos: 312:2075; 322:227, entre otros). No solo no puede declarar la inconstitucionalidad de la ley, ni siquiera puede plantearla.
4. La Procuración del Tesoro de la Nación sostuvo que el Poder Ejecutivo no puede derogar las leyes ni declarar su inconstitucionalidad, porque está obligado a ejecutarlas y cumplirlas; sin embargo, debe examinar la validez de la ley y si considera que es inconstitucional puede ejercer el derecho de veto, plantear su inconstitucionalidad ante el Poder Judicial de la Nación en los casos y bajo los procedimientos judiciales establecidos (posibilidad que no es admitida por la Corte) y proponer su derogación ante el Congreso (Dictámenes 72; 137, 1960).
Posteriormente, y debido al profesor Miguel S. Marienhoff, la Procuración cambió su postura y afirmó que el Poder Ejecutivo puede no aplicar una ley que juzgue inconstitucional (Dictámenes 84:102, de 1963). En sucesivos dictámenes, el organismo asesor señaló que esa posibilidad puede darse frente a la manifiesta e indudable violación legislativa de facultades constitucionales propias del Poder Ejecutivo, los pronunciamientos de inconstitucionalidad producidos por la Corte Suprema de Justicia de la Nación o la doctrina judicial declarativa de inconstitucionalidad de la ley, proveniente de otros tribunales.
Hubo un cambio de criterio en el año 2016, con el Dr. Carlos F. Balbín como máxima autoridad del organismo. En Dictámenes 298:207 puede leerse:
(…) este Organismo ha distinguido entre la declaración de inconstitucionalidad y la abstención de aplicar una ley inconstitucional (Dictámenes 84:102 y 242:626). En verdad, el límite entre esos cursos de acción puede resultar difuso, en la medida en que el Ejecutivo sólo podría dejar de aplicar una ley cuando ésta resultare opuesta a la Constitución Nacional y a las convenciones a ella incorporadas. En otras palabras, prescindir de la ley necesariamente presupone que ésta se ha reputado inconstitucional. Naturalmente, es crucial discernir a qué poder le compete abrir juicio sobre la validez constitucional de las decisiones del Congreso. Como ya se ha señalado, eso no es resorte del Ejecutivo, sino de los tribunales (Procuración del Tesoro de la Nación, Dictámenes 298:207 de 2016).
Esta doctrina, que corrige lo sostenido por la Procuración del Tesoro de la Nación durante 50 años, fue reiterada en 2017 (Dictámenes 300:158).
Esta postura fue revertida en 2018. Ya con otro procurador, el Dr. Bernardo Saravia Frías, se emitió un Dictamen (305:12) en el que se insinuó una vuelta a la vieja doctrina de Marienhoff. Cuando el procurador afirmó que “(…) la previsión contenida en el párrafo 2° del artículo 7° del Estatuto para el Personal del Banco Central de la República Argentina es inconstitucional” (Procuración del Tesoro de la Nación, Dictámenes 305:12, 2018), declarando en sede administrativa la inconstitucionalidad de una norma, aunque no se trataba de una ley sino de una normativa del Banco Central de la República Argentina. Luego, reforzó su postura en Dictámenes 309:253, donde se permitió relativizar la naturaleza del principio de división de poderes en un fragmento que vale la pena transcribir, no por el acierto de su doctrina:
La noción clásica del principio de separación de poderes y división de funciones se formuló de un modo pétreo y estático, que ya no resulta acorde a las necesidades de una sociedad que se ha tornado más compleja (…). Por otra parte, entre los distintos órganos (poderes) se generan no sólo relaciones de control, como en el modelo tradicional, sino también de colaboración y coordinación, lo que comporta un modo distinto de entender el equilibrio de poderes. Se trata de una distribución del poder más que de una división, un reparto de su ejercicio que lleva a la fragmentación de las funciones estatales, según el tipo de actividad. El principio de división de poderes debe adaptarse a la evolución sistémica del derecho público: cada poder posee un núcleo competencial constitucionalmente asignado y un círculo de competencias periféricas, Estas últimas pueden ser asumidas por cualquiera de los otros dos órganos, en forma complementaria o extraordinaria, mientras que las primeras sólo pueden ejercerse con carácter excepcional y temporal (Procuración del Tesoro de la Nación, Dictámenes 309:253, 2019).
El mecanismo es evidente. Cuando la Administración necesita atribuirse facultades que no tiene, como declarar la inconstitucionalidad de una ley, la división de poderes es relativizada al punto de proponer una “distribución más que una división” o una “categoría histórica” como señaló la Corte Suprema en el fallo “Peralta” (Fallos: 313:1513). Cuando se trata de defender facultades del Poder Ejecutivo frente a límites que pretende imponer el Congreso Nacional, la división de poderes es el más incuestionable de los pilares del sistema.
En una importante opinión concurrente del caso ”Youngstown Sheet & Tube Co. v. Sawyer (343 UD, p 579, 1952), el magistrado Robert Jackson observó que el poder presidencial estaba “en su punto más bajo” cuando el primer mandatario se adjudicaba el derecho a guiarse solo por los poderes inherentes al cargo como justificación de su negativa a seguir una ley que estableciera “los condiciones y términos” de sus acciones (p. 637).
Siempre damos vueltas sobre variaciones de la misma idea: el poder es malo solo cuando lo tiene otro. [11]
5. Parte de la doctrina propicia un control de convencionalidad como facultad de la Administración a partir de la decisión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en la causa “Gelman”.[12]
La Corte interamericana afirmó que los órganos internos de cada país deben hacer ese control, en el marco de sus respectivas competencias y de las regulaciones procesales correspondientes. Esta aclaración permite sostener que no hay “vía libre” otorgada para que cualquier órgano estatal deje de aplicar la ley, sino que, como sostiene Laura Monti[13], deben respetarse las competencias y vías establecidas en el ordenamiento jurídico de cada país para esa finalidad.
6. La jurisprudencia le impide al Poder Ejecutivo no solo declarar sino también plantear la inconstitucionalidad de una ley. La Corte Suprema denegó la legitimación de un órgano de una persona estatal para impugnar la validez de un acto de otro órgano de la misma persona, por haber afectado este último las competencias legales del primero (Fallos: 331:2257). Se trata de no admitir que el Estado litigue contra sí mismo.
Parece imposible encontrar una solución judicial a los poderes del legislador en base a que una ley interfiera una decisión que corresponda al Ejecutivo. El caso solo puede plantearse por una persona afectada.
La división de poderes no es un sistema establecido en favor de un órgano del Estado, es un principio del derecho constitucional destinado a la protección de los derechos individuales. No podemos extraer del sistema de división de poderes ninguna prerrogativa a favor del Poder Ejecutivo. Sus prerrogativas nacen de su condición de poder público algunos de cuyos límites están impuestos, precisamente, por la división de poderes.[14]
7. La posición contraria a la postulada por Ramírez Calvo parte de la idea del Estado de derecho. El Estado de derecho supone el imperio de la ley y se basa en la distinción entre regulaciones legales de carácter general y la aplicación de esas reglas por el juez o por una autoridad administrativa.
Las facultades constitucionales del Poder Ejecutivo Nacional, privativas o no, son pasibles de reglamentación por el Congreso y su ejercicio siempre puede ser controlado por los tribunales. La finalidad de la división de las distintas ramas de la actividad del Estado consiste en que un poder frene a los otros y no en un sistema de aislamiento entre los poderes, como postulaba la primera constitución francesa al sostener que los jueces no podían controlar a la Administración. La idea no puede ser más clara: Le pouvoir arrête le pouvoir.
Propiciar una facultad del Poder Ejecutivo Nacional a evaluar la constitucionalidad de las leyes, más allá de que sea matizada con criterios de prudencia y excepcionalidad, llevará a que una vez admitida, la excepción se convierta en regla.
Hagamos un ejercicio. Respondamos por sí o por no. Si el Poder Ejecutivo se arroga la facultad de decidir sobre la constitucionalidad de las leyes ¿viola la división de poderes? La respuesta es siempre afirmativa, no depende del contexto.
No hay ninguna distinción entre declaración de inconstitucionalidad y abstención de aplicar una norma. Si lo primero está vedado al Poder Ejecutivo no puede estar permitido lo segundo.
Excusar esa conducta en la «inconstitucionalidad» de la ley es una petición de principio: la ley no es inconstitucional hasta que no haya sido declarada así por el órgano constitucional competente, que es el judicial, y solo lo será en el marco del caso. En ausencia de tal declaración, los particulares, los jueces o la Administración debemos acatar la ley. Del mismo modo en que ningún mortal puede omitir el acatamiento de una ley argumentando su inconstitucionalidad, el titular del Poder Ejecutivo con más razón debe tener vedada esa posibilidad. Uno de los principios básicos del ordenamiento es el sometimiento de la Administración a la ley.
Lo contrario implicaría otorgar al Ejecutivo una potestad peligrosa. Y no podemos confiar en que esa potestad será utilizada con sabiduría ni que respetará los criterios de excepcionalidad que de manera cándida propicien los autores.
Las consecuencias políticas de la posición son evidentes. Un Poder Ejecutivo que se considera habilitado a no aplicar la ley que considera inconstitucional empezará a ver inconstitucionalidades en cada límite impuesto por el Congreso a sus bienintencionados proyectos. No debemos olvidar que está en la naturaleza de las cosas que aquel que tiene poder tienda a abusar de él.
8. Recapitulando: si la Administración pretende dictar un acto administrativo contrario a las normas y considera que esas normas son inconstitucionales tiene dos posibilidades.
a). Si se trata de reglamentos, antes de dictar el acto puede modificarlos o derogarlos con alcance general, jamás hacer una excepción singular. Sino violaría la regla de inderogabilidad singular de los reglamentos. Los actos administrativos deben conformarse al bloque de legalidad, lo que incluye a los reglamentos.
b). En el caso de que el Poder Ejecutivo u otro órgano administrativo considere inconstitucional una ley no cuenta con atribuciones para no cumplir la ley. Solo podrá, una vez promulgada la ley, impulsar la reforma legal.
9. Es difícil comprender como sobrevive una teoría tan peligrosa y tan alejada de nuestro régimen constitucional.
En su Pseudodoxia epidémica o De los errores vulgares (1646), Sir Thomas Browne (1605-1682) se dedica a rebatir ideas populares equivocadas. Las creencias que Browne elige revelan su vasto conocimiento y el eclecticismo de sus intereses. Entre otras creencias, refuta que las liebres sean hermafroditas, que Adán y Eva tuvieran ombligo, que el origen de la piel negra sea un castigo divino, que el hombre tenga una costilla menos que la mujer y que el elefante no tenga coyunturas.
En el prefacio, Browne invierte la noción platónica de que conocer es recordar. Sostiene que conocer es olvidar la enorme cantidad de falsedades que damos por ciertas. [15]
10. Si nuestro país quiere dejar atrás una historia de abuso y concentración de poder, el derecho administrativo debe escribir su Pseudodoxia y abandonar una gran cantidad de teorías erradas que se han dado por buenas.
El libro debería comenzar con la crítica de la llamada “zona de reserva de la Administración”, escrita de manera insuperable por Fiorini;[16] dejaría en claro que “discrecional” no puede confundirse con “exento del control judicial” y que “privativo”, “propio” o “exclusivo” no son sinónimos de “zona liberada”.
Un capítulo importante, emparentado con todo lo anterior, debería dedicarse a la refutación de la idea de que el Poder Ejecutivo puede declarar la inconstitucionalidad de una ley o, lo que es lo mismo, decidir no aplicarla, como afirma el profesor Ricardo Ramírez Calvo al defender la facultad del Poder Ejecutivo Nacional de nombrar un Procurador del Tesoro de la Nación que no cumple con los límites etarios establecidos en el Decreto-Ley 18777/70.
Roberto Calasso sostiene que la Pseudodoxia de Sir Thomas Browne es sobre todo un estudio de la confusión de los niveles, es decir, sobre la confusión de las lecturas, la más maligna de las aberraciones.[17]
El primer libro, que está dedicado a las causas de los errores, finaliza con un capítulo que se titula “Sobre el último y más grande promotor de las ideas equivocadas: la obra de Satán”. Dichas causas, como la credulidad humana y la aceptación pasiva de la autoridad, no son más que instrumentos de la causa última y originaria de todo error: la obra ininterrumpida del Diablo. Una obra cuyo objetivo es, no tanto inculcar nociones falsas, sino mezclar, desviar, alargar o limitar artificiosamente el significado de nociones verdaderas.
Para Browne, el conocimiento es una actividad civilizatoria y conciliatoria que fomenta la convivencia pacífica entre los hombres, al fundarse en el diálogo, el respeto y el ideal de comunidad.
Browne amaba despertar inquietudes, pero no imponer respuestas. Le faltaba esa voluntad de tener razón.
11. Que un panelista de televisión, un estudiante secundario, el presidente de un club de fútbol, un pastelero, un herrero o un jardinero opinen que una norma es inconstitucional no tiene más consecuencias que la misma opinión expresada por el titular del Poder Ejecutivo. El criterio respetable de todas esas personas no deja de ser una opinión, que podemos compartir o no, que puede ser más o menos atendible, que puede generar una reforma, pero que siempre se traduce en: “para mí tal ley es pasible de ser declarada inconstitucional por un tribunal”. Aun en el caso de que quien esboza la idea sea un profesor de derecho, aun cuando la sostenga con retazos de argumentos atendibles, aunque levante la voz o golpee la mesa con su puño, no pasará de ser una opinión, salvo que postulemos una categoría de inconstitucionalidades intrínsecas, inherentes o autoevidentes.
12. Junto a un déspota que manda se encuentra casi siempre un jurista que legaliza y sistematiza su voluntad arbitraria e incoherente[18]. Más allá de las razones expuestas, es difícil imaginar un consejo más funesto para el titular del Poder Ejecutivo entrante que hacerle creer que cuenta con el poder, en base a su criterio, de decidir qué ley debe o no acatar.
Quienes propician esa solución deberán asumir su cuota de responsabilidad en el camino que nos llevará de postrarnos ante la ley a arrodillarnos ante los funcionarios.
Gabriela Seijas
Universidad de San Andrés
NOTAS AL PIE
[1] Agustín Gordillo, Tratado de derecho administrativo y obras selectas, Fundación de Derecho Administrativo, Buenos Aires, 2017, tomo 1, VII-8 parte general
[2] Julio R. Comadira, «La posición de la Administración Pública ante la ley inconstitucional», RDA, año I, nro. 1, 1989, p. 167
[3] Agustín Gordillo., Tratado de derecho administrativo, t. I, cit. Buenos Aires, 2017, p. VII-15, nota 41
[4] Alberto Bianchi, Control de constitucionalidad, 2a ed., Ábaco, Buenos Aires, Ábaco, Buenos Aires, 2002., t. I, p. 268
[5] Julio Durand “La Administración frente a la ley inconstitucional”, RDA 2013-86
[6] Marina Avila Montequín, “Algunas reflexiones sobre la posición de la Administración frente a la Ley Inconstitucional”, RAP 330, p. 56
[7] María Angélica Gelli, “La Administración ante la ley inconstitucional,” Constitución Argentina, Comentada, 4ª ed., p. 360-1, nota al art. 99 inc. 1
[8] María Susana Villaruel, “La posición de la Administración frente a la ley inconstitucional,” en El Derecho Administrativo hoy. 16 años después, Buenos Aires, RAP, 2013, AA. VV., pp. 415-421
[9] Ramiro Manuel Fihman, “El Poder Ejecutivo, la potestad disciplinaria y el plazo razonable: Un análisis crítico de la doctrina de la procuración del tesoro de la nación sobre la inconstitucionalidad del artículo 38 de la ley de empleo público”, Revista de la Facultad, Vol. XI, Nº 2, Nueva Serie II (2020) 171-206
[10] Laura Monti, “La Administración pública frente a la ley inconstitucional e inconvencional. Reflexiones. Interrogantes,” El Derecho Administrativo, n. 9, septiembre de 2021
[11] La mayoría de los seres humanos cree que el poder es bueno cuando lo tengo yo y es malo cuando lo tiene mi enemigo, afirmó Carl Schmitt, citado por Andrés Rosler en Estado o revolución. Carl Schmitt y el concepto de lo político, Katz editores, Buenos Aires, 2023, p. 33
[12] CIDH, “Gelman”, sentencia del 24/2/11, serie C, N° 221
[13] Laura Monti, “La administración pública frente a la ley inconstitucional e inconvencional. Reflexiones. Interrogantes”, op. cit.
[14] Alberto Bianchi, “¿Tiene fundamentos constitucionales el agotamiento de la instancia administrativa?” LL 1995-A, 397
[15] Thomas Browne, Sobre errores vulgares o Pseudodoxia Epidemica, Traducción de Daniel Waissbein, Siruela, Madrid, 1994
[16] Bartolomé Fiorini, “Inexistencia de reservas del poder administrador” LL 152, pp. 963/968, 1973
[17] Roberto Calasso en Los jeroglíficos de Sir Thomas Browne, op. cit.
[18] Tocqueville, Alexis de, Discursos y escritos políticos, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2005, p. 33