Era previsible que el presidente Milei dictaría muchos decretos de necesidad y urgencia (DNU), así como muchos decretos delegados, en este caso si consigue que el Congreso le delegue amplias facultades, como seguramente lo buscará mediante el todavía desconocido proyecto de ley ómnibus.

Por un lado, su inédita situación institucional, con bloques parlamentarios de su partido muy minoritarios en la Cámara de Diputados y el Senado, que lo obligará a constantes e imprevisibles negociaciones para la sanción de leyes, le brinda un natural estímulo para eludir al Congreso. La invocación de la emergencia económica y la necesidad de actuar con una celeridad que solo el Poder Ejecutivo, por su carácter unipersonal, puede adoptar, serán argumentos que se leerán y escucharán en los próximos días. Es uno de los fundamentos que empleó la Corte Suprema en el fallo “Peralta” para convalidar un DNU (entonces no previsto en la Constitución) dictado por Menem para convertir plazos fijos en títulos de la deuda pública y lanzar el Plan Bonex.

Por otro, el discurso de Milei, además de economicista, ha sido hasta ahora antisistema y antipolítica. Su decisión de quebrar una más que centenaria tradición de dar su discurso inaugural ante la Asamblea Legislativa y hacerlo ante sus partidarios, a espaldas del Congreso, se inscribe en esa pretensión, con tintes fundacionales, de erigirse en el único representante de la voluntad popular y relegar a los diputados y senadores a la condición de “casta”. La recurrencia de la mención al “56%” como fuente de legitimidad incontrovertible de cualquier acción oficial (que en verdad debería ser al 30% de la primera vuelta, ya que el ganador de cualquier ballotage supera el 50% sumando votos que no necesariamente comparten su programa) se halla en esa línea.

Por lo tanto, la tentación de dictar numerosos DNU, que por razones estructurales habría tenido cualquier presidente en estas circunstancias, se refuerza en el caso de Milei por su ideología y su personalidad, adornada (ya sea por convicción sincera o por conveniencia) de un inusual mesianismo que lo lleva presentarse como un vocero de “las fuerzas del cielo”.

No hubo que esperar mucho. El 13 de diciembre el Boletín Oficial publicó un DNU, el Decreto 21/2023, que modificó la Ley 18777, que regula a la Procuración del Tesoro. En el artículo 2 de esa ley, entre los requisitos para desempeñar el cargo de Procurador del Tesoro se establece una exigencia de edad: “no menor de treinta ni mayor de setenta años”. Esto impedía designar para esa función al doctor Rodolfo Barra, como lo había anunciado el nuevo gobierno, ya que el ex funcionario menemista y ex juez de la Corte Suprema excede largamente ese máximo etario. Por eso el DNU de Milei eliminó ese requisito.

Lo primero que llama la atención es que se modifique una norma general con el único y evidente propósito de favorecer a una persona en particular. Lo mismo había hecho Milei en uno de sus primeros decretos al modificar un decreto de Macri que le impedía, en razón del parentesco, designar a su hermana como Secretaria General de la Presidencia. En este último caso no había un problema constitucional, dado que la norma modificada era un decreto. Pero en el que motiva estas líneas el presidente modifica una ley. ¿Está facultado para hacerlo?

En situaciones excepcionales, sí. Desde la reforma constitucional de 1994 el Poder Ejecutivo puede, en forma extraordinaria, dictar disposiciones de carácter legislativo siempre que no se trate de la materia penal, tributaria, electoral o de partidos políticos. Pero solo si existe una extrema urgencia que justifique actuar con mayor rapidez que la que demandan los procedimientos parlamentarios y en el entendimiento de que el presidente no sustituye al Congreso, sino que se adelanta a él. No es, por lo tanto, un recurso legislativo ordinario disponible para el presidente, sino que deben acreditarse en los considerandos del decreto las circunstancias excepcionales que lo habilitan. No hay que olvidar que, al regularlos, la Constitución comienza con una prohibición: “El Poder Ejecutivo no podrá en ningún caso, bajo pena de nulidad absoluta e insanable, emitir disposiciones de carácter legislativo” (art. 99, inc. 3). Luego de esa prohibición tajante, los admite “cuando circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para la sanción de las leyes”.

En el fallo “Verrocchi”, la Corte Suprema interpretó que esas circunstancias excepcionales exigen:

  1. a) Que las Cámaras del Congreso no puedan reunirse por circunstancias de fuerza mayor que lo impidan, como en el caso de acciones bélicas o desastres naturales que imposibilitaran su reunión o el traslado de los legisladores a la Capital Federal;
  2. b) Que la situación que requiere solución legislativa sea de una urgencia tal que deba ser solucionada inmediatamente, en un plazo incompatible con el que demanda el trámite normal de las leyes.

Es obvio que ninguna de esas hipótesis se verifica en este caso. No hay ninguna razón de fuerza mayor que impida que el Congreso se reúna, como sí ocurrió en las primeras semanas de la pandemia. Que se halle en receso no justifica el recurso al decreto, ya que el presidente puede convocar a sesiones extraordinarias.

Tampoco existe una enorme urgencia para la modificación de la ley. Parece innecesario explicar que esa urgencia no puede ser la ansiedad del presidente por designar a un determinado funcionario. Milei puede valorar muy positivamente los antecedentes de Barra, pero son muchos los abogados con formación en derecho administrativo que podrían desempeñar con iguales o mejores credenciales ese cargo.

¿Cómo justifican los fundamentos del decreto ese by pass al Congreso? De manera muy pobre, como suele hacerse en estos casos: “Que la urgencia en la adopción de la presente medida hace imposible seguir los trámites ordinarios previstos por la Constitución Nacional para la sanción de las leyes”. Pero esa no es una justificación, sino la mera reproducción del texto mediante el cual la Constitución determina el carácter excepcional de los DNU. Falta demostrar por qué en este caso concreto existe esa urgencia. Y esa demostración no fue siquiera esbozada, por la sencilla razón de que habría sido imposible probar la urgencia exigida.

Los demás considerandos son irrelevantes. Pretenden exhibir la inconstitucionalidad de la fijación de una edad máxima para esa función con argumentos muy endebles y citas equivocadas. En efecto, según el DNU, se estaría violando el derecho humano a trabajar de las personas mayores, conforme al art. 18 de la Convención Interamericana sobre la Protección de los Derechos Humanos de las Personas Mayores. Si se generalizara ese argumento, tampoco se podría establecer una edad máxima para ser juez, como lo hace la Constitución Nacional (art. 99, inc. 4). Tampoco sería válida la norma que establece una edad máxima de 65 años para los profesores universitarios, entre tantos otros ejemplos que se podrían citar. Adviértase, además, para juzgar la razonabilidad de esta exigencia, que la edad fijada es de setenta años, es decir, cinco años más que la edad de la jubilación para los hombres.

El fundamento podría haber sido otro. Hace pocos días, en En Disidencia, Ricardo Ramírez Calvo sostuvo que las designaciones que son privativas del presidente no pueden estar sujetas a reglamentación por el Congreso. En una nota posterior, Gabriela Seijas expuso la postura contraria y señaló, como un ejemplo, el régimen de la función pública. Para quienes comparten el punto de vista de Ramírez Calvo, tal podría haber sido un anclaje jurídico más sólido para el decreto. Pero no se usó ese argumento, con lo cual implícitamente se admitió que tal designación puede ser reglamentada.

Para colmo, entre los fundamentos del decreto se cita un fallo de la Corte Suprema que -dice uno de los considerandos- “declaró la inconstitucionalidad del inciso d) del artículo 2° del Decreto N° 644/89 -Reglamentario del Decreto-Ley N° 6582/58- que fijaba la edad de sesenta (60) años como límite máximo para ser propuesto como Encargado de Registro por parte de la Dirección Nacional de Registros de la Propiedad Automotor y Créditos Prendarios (Fallos: 344/2779)”. En el considerando siguiente se aclara que en dicho caso “la Sala V de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Contencioso Administrativo Federal entendió, en lo que aquí interesa, que dicha norma consagraba una distinción basada en la edad que carece de sustento racional, en violación a los artículos 16 y 28 de la Constitución Nacional”.

En efecto, la Sala V resolvió eso, pero de la simple lectura del fallo de la Corte surge que este tribunal no lo hizo. La Corte no declaró la inconstitucionalidad de esa norma. Se limitó a rechazar el recurso extraordinario interpuesto por el Estado nacional contra la sentencia del tribunal inferior por falta de fundamentación. Es decir, se fundó en razones formales y nada dijo sobre la cuestión de fondo, que era la inconstitucionalidad de un límite de edad. Solo Maqueda consideró que el decreto cuestionado era inconstitucional, pero no por el tema de la edad, que ni analizó, sino porque entendió que hubo un exceso reglamentario del Poder Ejecutivo (que alteró el espíritu, para usar las palabras del art. 99, inc. 2°, CN, sobre los decretos reglamentarios, del Decreto-Ley que debía reglamentar).

Este error lo cometen muchas veces los periodistas que informan sobre fallos de la Corte, pero es inadmisible que incurra en él un decreto del Poder Ejecutivo, que debe ser examinado previamente por la Secretaría Legal y Técnica de la Presidencia de la Nación (y, por tratarse de un DNU que debe ser refrendado por el jefe de gabinete y todos los ministros, también por las áreas jurídicas de cada una de esas dependencias). En el caso, el resultado es el mismo, pero no se lo puede usar como precedente de la Corte Suprema respecto de la supuesta inconstitucionalidad de un límite etario para una función pública, ya que el alto tribunal nada dijo sobre ese asunto.

Todo esto revela la improvisación con la que se actuó, con el único propósito de favorecer a una persona en particular.

De todas formas, reitero que esas reflexiones podrían ser interesantes para un debate parlamentario sobre la modificación de la ley, pero no se vinculan con lo único que debe ser tenido en cuenta a la hora de pretender justificar un DNU: si hay razones de urgencia imperativa para soslayar al Congreso. Sin dudas, no las había.

En los días inaugurales de una presidencia no suele ser de buen tono formular críticas. Esta, en especial, será desestimada como excesivamente legalista por quienes creen que lo más importante, lo que el pueblo espera, son los resultados. Este es un ejemplo menor, pero llegarán otros más importantes en los que cualquier observación de carácter constitucional será percibida como el intento de obstaculizar una gestión plebiscitada con una amplia mayoría en las urnas. Una vez más, en minoría, algunos diremos que las formas son sustanciales en el Estado de Derecho.

El nuevo gobierno, desde antes de asumir a través de los comunicados de una “Oficina del Presidente Electo”, ha intentado mostrar cierta estética norteamericana. El discurso en las escalinatas del Congreso se explicó como perteneciente a esa tradición (aunque su intención evidente era minimizar el rol del Poder Legislativo). Sería bueno, entonces, que se inspirara en aspectos no puramente escénicos de la democracia de los Estados Unidos.

En ese país, cuya Constitución es la fuente principal de la nuestra, no están previstos los decretos de necesidad y urgencia. En 1952, durante la Guerra de Corea, el presidente Harry Truman decidió intervenir las fábricas de acero para impedir que una huelga disminuyera la producción de ese insumo que consideraba esencial para las necesidades del conflicto bélico. La Corte Suprema, en el célebre caso “Youngstown Sheet & Tube Co. v. Sawyer”, declaró por mayoría inconstitucional esa orden presidencial por asumir una competencia que solo le correspondía al Congreso y que este no había delegado.

Es interesante destacar que casi todos los jueces de la Corte en ese momento eran de origen demócrata o por lo menos habían sido designados por presidentes de ese partido, el mismo del presidente Truman. Más ponderable es que uno de ellos, Tom Clark, que formó parte de la mayoría que declaró la inconstitucionalidad, había sido hasta su designación en la Corte Attorney General (un equivalente a Procurador General) de Truman. Luego del fallo, su colega Felix Frankfurter le envió una carta en la que le señaló: “Lo que es más significativo es el sentido de esta decisión para las personas reflexivas que con justicia pueden ser llamadas ‘liberales´ (—) Ella indicó y restableció su fe en el derecho. Temían que nuestra Corte fuera como la Corte de Hitler, la Corte de Stalin y la Corte de Perón: meramente una agencia política del gobierno. Y usted más que nadie probó la independencia de la Corte”.

En el voto concurrente más famoso de ese fallo, el juez Robert Jackson finalizó con palabras que son una advertencia sobre los peligros de la violación de la separación de poderes y sobre la función de control de los tribunales, en especial de la Corte Suprema:

“Con todos sus defectos, dilaciones e inconvenientes, los hombres no han descubierto otra técnica para preservar el gobierno libre más que la de que el Ejecutivo se halle bajo la ley y que la ley sea hecha mediante deliberaciones parlamentarias. Esas instituciones pueden estar destinadas a morir. Pero es el deber de la Corte ser la última, no la primera, en abandonarlas”.

 

Osvaldo Perez Sammartino

Universidad de San Andrés

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