Durante la primera presidencia de los Estados Unidos, a cargo de George Washington, el primer Secretario de Estado de ese país, Thomas Jefferson, le remitió a la Corte Suprema una larga lista de preguntas relativas a la neutralidad norteamericana respecto de la guerra entre Francia e Inglaterra. Jefferson quería conocer la interpretación del máximo tribunal federal, que se había instalado hacía muy poco tiempo, acerca de ciertos tratados y leyes. Para justificar este requerimiento, expresaba que el presidente se sentiría aliviado si pudiera conocer al respecto la opinión de los jueces de la Corte, “cuyo conocimiento de la materia nos aseguraría contra la comisión de errores peligrosos para la paz de los Estados Unidos”. Entre otros aspectos, Jefferson deseaba saber si era válido que dentro de los puertos de su país se les vendieran buques a ambas naciones en guerra, exclusivamente para fines comerciales.

Los jueces le respondieron al presidente que declinaban contestar las preguntas formuladas. Consideraron que se violaría la separación de poderes si ellos dieran una opinión a otro de los poderes: “La existencia de tres departamentos del gobierno (…), siendo de alguna forma frenos de unos contra otros, y dado que somos jueces de un tribunal de último recurso, ofrece fuertes argumentos contra la pertinencia de que decidamos extrajudicialmente las cuestiones referidas”.

La nota concluía compensando ese rechazo con palabras de cierta empalagosa cortesía: “Lamentamos cualquier hecho que pueda causar molestia a su administración, pero encontramos consuelo al reflexionar que su juicio discernirá lo que es correcto y que su habitual prudencia, decisión y firmeza superará cualquier obstáculo que se oponga a la preservación de los derechos, la paz y la dignidad de los Estados Unidos”.

Desde entonces, quedó firmemente establecida la doctrina de que los tribunales solo intervienen en casos (casos, causas o controversias, según el lenguaje de nuestra Corte Suprema). No es sencillo definir con precisión qué es un caso. Supone un conflicto entre partes con intereses contradictorios que llega al conocimiento y decisión de los tribunales a través de determinados procedimientos. Más fácil es identificar qué no es: ni una declaración abstracta, ni genérica, ni una consulta.

Dicho de otro modo, no es función de los jueces emitir opiniones. Cuando ellos hablan, dicen el derecho con fuerza vinculante (juris dictio) para el caso concreto que deciden. Los tribunales no son consultorios jurídicos. Por ejemplo, no se les puede solicitar opinión sobre un proyecto de ley (aunque en la práctica y sotto voce a veces se haga). Si la dieran, pasarían a integrar el proceso de formación y sanción de las leyes, modificando la división de tareas establecida por la Constitución. Además, adelantarían un criterio que quizás posteriormente deban emplear si les corresponde intervenir en un caso en el que se halle en disputa la ley derivada de ese proyecto.

Tal ha sido siempre también la doctrina en nuestro derecho. La influencia del constitucionalismo norteamericano fue muy significativa no solo en el texto de nuestra Constitución, sino en nuestras primeras leyes de organización de la justicia federal, las 27 y 48, cuya fuente fue el Judiciary Act de 1789 de los Estados Unidos, y especialmente en la jurisprudencia de nuestra Corte Suprema. La exigencia de la presencia de un caso es invariable en el alto tribunal argentino a lo largo de toda su historia.

Por eso sorprende la acción declarativa interpuesta hace algunos días por la vicepresidente de la Nación, en su carácter de presidente del Senado, ante la Corte Suprema, en competencia originaria, destinada a que este tribunal despeje la incertidumbre respecto de la validez que tendría una eventual sesión del Senado mediante métodos virtuales o remotos.

En primer lugar, no existe ninguna incertidumbre. El Reglamento del Senado, al igual que el de la Cámara de Diputados, prevé la posibilidad de que el cuerpo sesione fuera de su recinto, pero nada dice sobre las sesiones virtuales. Es decir que la demanda pretende, en verdad, que la Corte modifique a través de una sentencia el Reglamento del Senado.

Por otra parte, si hubiera alguna duda respecto de la interpretación de algún artículo de ese Reglamento, no le corresponde a ningún tribunal resolverla fuera de un caso concreto en el que exista una disputa de partes.

Dicho sea de paso, no hay ningún impedimento para que las cámaras del Congreso, durante la emergencia sanitaria, sesionen en un lugar (un teatro, una sala de conciertos) que permita mantener una adecuada distancia entre los legisladores y garantizar todas las medidas necesarias para minimizar el riesgo de contagios. Si esto no se hace, es por falta de voluntad política de los presidentes de ambas cámaras, que no se soluciona con una demanda improcedente.

No menos curiosa es la elección del Tribunal. Es claro que este (no) caso no corresponde a la competencia originaria de la Corte Suprema, que es excepcional y está precisada en los artículos 116 y 117 de la Constitución Nacional (tomados casi literalmente del Artículo III de la Constitución de los Estados Unidos). Ni la presidente del Senado, que es abogada, ni su letrado patrocinante podían ignorar lo que determinó en el país del norte uno de los fallos más famosos de la historia, “Marbury v. Madison”, de 1803, cuya doctrina en este aspecto asumió nuestra Corte en “Sojo”, en 1887: que la competencia originaria fijada por la Constitución no puede ser ampliada por las leyes.

Por cierto, hay argumentos para sostener que la posición de la mayoría en “Sojo” era incorrecta, pero la demanda no dedica ni una sola línea a justificar el apartamiento de una regla consolidada por casi un siglo y medio.

En definitiva, se trata de una presentación judicial que carece de todo fundamento jurídico. Los motivos políticos que hayan impulsado tampoco son claros, y en cualquier caso, exceden el propósito de estas líneas.

Osvaldo Pérez Sammartino

Universidad de San Andrés

2 Comentarios

  • PABLO MARTIN FERNANDEZ BARRIOS dice:

    todo lo relativo a las reglas de la competencia, la ausencia de caso, etc., uno no podría sino estar de acuerdo, pero … pero, y entonces, para qué hizo lo que hizo: porque hizo algunas cosas que dichas por ella (más allá de le restemos toda la mistica autoritativa su rol institucional está ahí) son relevantes. Las citas a pronunciamientos como F.A.L. en los que la abstracción de la causa (al igual que EL FALLO del control de constitucionalidad: MARBURY vs. MADISON) no impidió al Tribunal a dictar algo que ha impactado fuertemente en el derecho público y en el resguardo del ejercicio de los derechos (sobre todo en las provincias y el accionar de las dependencias sanitaras) la afirmación que en el reglamento del Senado no hay nada que impida sesionar por medios electrónicos, que las modificaciones reglamentarias son cuestiones políticas no justiciables (con toda la tradición que eso tiene en nuestro derecho) la forma en que deben relacionarse los poderes en situaciones como las que vivimos pero incluso las reglas hermenéuticas que conforman buena parte de las reflexiones de este blog. Podría haber dado la esperada respuesta: NO HAY CASO, y como tal no tengo nada que decir. Pero hizo lo contrario, y quizá lo hizo por las más egoístas de las razones no quedar en off side respecto del estado de cosas en las que nos encontramos, al hacerlo confirmó que tenía muchas ganas de decir cosas, y con conciencia de que cuando lo dice sabe los impactos que causa. Quizá debería servirnos para pensar el rol de un poder como el de la Corte, o de nuestro propio sistema institucional. Muchos saludosssss

  • Francisco Alberto Ibáñez dice:

    De acuerdo. La Corte no es un consultorio y menos puede omitir opinión sobre un tema de otro Poder. Estamos en una REPÚBLICA.

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