El reposo dominical y los diarios voluminosos fueron la ocasión ideal para revisar los avatares de la democratización judicial. Un lugar especial tuvo, en esos análisis, la carta que la Corte Suprema le envió a Diputados y por la que el manejo del Presupuesto Judicial, finalmente, quedó en sus manos. Nelson Castro, en el diario Perfil, ofreció la versión «interna» de la CS, en la que las maniobras epistolares asumen una alta función institucional. Mario Wainfeld, en Página 12, no se queda en el Palacio de Tribunales sino que reconstruye las versiones de los Camaristas firmantes de la primera misiva para descubrir que el que escribió esa misiva fue el mismo Lorenzetti, quien luego la hizo circular para que ellos la asumieran como propia y el la «transmitiera» como el sentir del «entero» Poder Judicial. Muchas versiones palaciegas, que darían lugar a reflexiones sobre el modo correcto de instrumentar una «política judicial». Dejamos eso para los comentarios, pero nos gustaría antes concentrarnos en el sentido común que subyace en ambas notas: la necesidad de la «bolsa» para que la CS desempeñe su función.
Dice el informante autorizado del Tribunal, que reproduce N. Castro en su nota: «El tema de los fondos era crucial. Si a la Corte le sacaban la potestad de administrar los fondos que le son asignados a través de la ley de Presupuesto, la vaciaban de poder. Un poder que no maneja dinero deja de ser poder». Por su parte, constata Wainfeld que «la Corte mantuvo la caja, que es un recurso imprescindible para gobernar, tanto como una herramienta de poder». ¿De qué poder hablan estos cronistas? ¿Cuál es el sobreentendido en el que se fundan sus afirmaciones? El poder de la «caja», lo sabemos bien aquí, es la nota que caracteriza el poder político, el que acerca voluntades, logra adhesiones «programáticas» y moviliza estructuras partidarias. Asimilar poder de manejo administrativo y presupuestario con poder de ejercer la función judicial ofrece, sin embargo, la dificultad teórico-práctica de igualar al Poder Judicial con el poder político. ¿Es esto lo que la Constitución quiere?
Una primera respuesta está en su texto (art. 114 CN) y en la decisión tomada de que la Corte deje en manos del Consejo de la Magistratura la administración de los recursos. Ya nos hemos referido muchas veces a este tema y no queremos reiterarnos. ¿Existe, acaso, una razón más profunda que hace desaconsejable que la Corte juegue en ese terreno? Hamilton, Jay y Madison afirmaron en las páginas de El Federalista, que el Poder Judicial era el poder más débil de los tres diseñados porque no contaba ni con la espada ni con la bolsa, sino solamente con el poder de su palabra. A pesar de ello, no consideraron conveniente atribuirle ese tipo de poder, sino simplemente dotar a los jueces de algunas garantías (inamovilidad e intangibilidad remunerativa) que los fortalecieran en sus funciones propias. Nosotros heredaríamos ese diseño, donde la bolsa es instrumental respecto a la palabra y no una fuente de poder autónomo. Decíamos hace un tiempito que
«Si miramos a la Corte Suprema desde esta perspectiva, encontramos que muchas de sus notas constitutivas se pueden condensar en su lógica más primaria: la de una institución que “dice” no que “hace”, a diferencia de los poderes políticos (Ejecutivo y Legislativo) que son los que “hacen” cosas y, así, gobiernan. Probablemente carente de recursos materiales (presupuesto, fuerza ejecutoria, sanción normativa de carácter general) por su falta de legitimación democrática directa a través de elecciones, adquiere una estabilidad y garantías de funcionamiento de la que no disponen el resto de los poderes. Existe así una relación de adecuación lógica entre sus recursos y sus garantías, que la circunscriben a una tarea discursiva de largo plazo, propia, por otra parte, de la vigencia del bien –Constitución- que está destinada a proteger. En cuanto a su posicionamiento relativo, entonces, la Corte no está inerme: al hablar, se construye a sí misma y construye al resto de los poderes. Podríamos decir, en este sentido, que su necesidad de auto-definición tiene un sesgo recursivo: la Corte Suprema se define para definir. A través de su discurso, el Tribunal fija los límites de legitimidad de los otros poderes. Interpreta el derecho y la Constitución y así administra, simbólicamente, uno de los bienes más preciados del sistema político: la determinación de las normas de conducta a la que los otros actores deben adecuarse para reputarse legítimos. En este sentido, al menos, nominar es dominar y es lógico que la actuación de la Corte Suprema esté muchas veces en el centro de relevantes batallas políticas. Para sostenerse, debe construir su propia legitimidad. Y esta deberá ser consistente con su auto-definición, ya que será a ésta –o como ella es percibida por el público- a la que deberá responder en su actuación».
La lógica de la palabra, la «iuris-dictio», ello es, la posibilidad de «decir el Derecho» es la fuente de poder de la Corte Suprema y sobre ella debería construir su legitimidad. Esa palabra se ve devaluada cuando se contamina con la lógica del poder -distinto a la consciencia de que es una palabra dicha en un contexto político- o cuando deja de estar en el ADN primario del funcionamiento institucional. La reforma de 1994, con todas las discusiones que se pueden tener al respecto, fue consecuente con estos principios y entendió que la administración judicial le restaba mucho más que lo que le sumaba a la Corte Suprema. El máximo Tribunal parece sostener la lógica inversa y es capaz de sostener una inconstitucionalidad para evitar otras. A esta altura de la historia de la humanidad, debería saber que ese camino no suele llevar a resultados óptimos. El evento que aquí comentamos traduce una lógica institucional en la que la CS elije poner los huevos en la canasta equivocada, tanto desde la letra como -más importante aún- desde el espíritu de la Constitución.